IV

—¡Claro que se trata de un suicidio! —gruñó el superintendente—. El doctor dice que debió aferrarse a la daga mientras estaba viva; el arma no tiene más impresiones digitales que las suyas; los Holland estaban a pocos metros de la habitación cuando ocurrió el hecho, y prácticamente la oyeron caer. Rudge dominaba la puerta principal, y la trasera tenía echado el pestillo por dentro, y sin embargo cuando registramos la casa no había nadie en ella. ¿Qué otra cosa podía ser sino un suicidio?

El superintendente había hablado con tono desdeñoso.

Rudge no dijo nada, pero sus mejillas rubicundas subieron de color un tono.

—¿No está de acuerdo, Rudge? —preguntó el jefe de policía.

—No, señor. Lamento decirlo. Tal como yo veo las cosas, no puede ser así. ¿Acaso una mujer decidida a suicidarse mataría el tiempo que le quedaba comiendo ciruelas? No es natural.

—¿Sugiere entonces que Holland la mató? —interrogó el superintendente con violencia—. Porque ninguna otra persona pudo hacerlo.

—No, señor. Tampoco digo eso.

La conferencia tenía lugar en el destacamento policial de Whynmouth a la mañana siguiente de la tragedia. Había ya bastante tensión en la atmósfera, y amenazaba con aumentar. Las posibilidades de que la muerte de mistress Mount se debiese a suicidio o asesinato habían sido ya discutidas por lo menos durante media hora, y no se había llegado a ningún acuerdo. El superintendente se pronunciaba por el suicidio, y el jefe de policía debía reconocer que la lógica estaba de su parte.

El inspector Rudge se aferraba obstinadamente al asesinato, y cuando se le desafiaba a que presentase sus pruebas, sólo lograba emitir banalidades referentes a «cosas naturales» o «antinaturales», así como a otras que «sentía con la piel». No era extraño que el superintendente resoplara. El mayor Twyfitt había perseverado noblemente en la obligación número uno de todo jefe de policía, que es la de mantener el equilibrio en una disputa entre dos subordinados, pero ignoraba por cuánto tiempo más podría seguir haciéndolo.

Por el momento decidió cambiar el tema de la conversación.

—Claro está, Rudge, que si piensa usted de ese modo tendrá que hacer cuanto esté en su mano para obtener pruebas que confirmen sus opiniones. De lo contrario creo que se impone dejar el caso en manos del coroner. Pasemos ahora al asesinato del almirante Penistone. Nos reveló usted anoche la identidad de la muerta como Célie Blanc, la doncella de la señora Holland, cosa que vincula concretamente a la Vicaría con la tragedia, como usted insistió siempre que debía ser —prosiguió Twyfitt conciliadoramente—. Y nos refirió también el descubrimiento de Hempstead en el cuarto de baño de Rundel Croft. Ahora bien, ¿tiene alguna idea de adónde va a conducirnos todo esto?

—Así es, señor —contestó Rudge enfurruñado—. Y por cierto que me parece una idea excelente.

—¡Ah, muy bien! ¿Y cuál es?

—Si me lo permite, preferiría reservármela hasta reunir algunas pruebas más —contestó el inspector mirando de reojo al superintendente.

—Sí, sí..., por supuesto. Con tal de que esté trabajando en algo positivo. Bien. El superintendente ha obtenido ya los datos del Almirantazgo sobre aquel incidente en Hong Kong, y quizá le interese a usted conocerlos. Informe de los hechos a Rudge, superintendente.

Hawkesworth extrajo un papel doblado del bolsillo superior de su chaqueta, lo desplegó, y leyó con voz absolutamente inexpresiva:

«El capitán Penistone estuvo complicado en un desgraciado episodio ocurrido en Hong Kong en 1911. Según lo admitió él mismo, siguió a una joven que era maltratada por un chino, hasta un tugurio del hampa ya desfavorablemente conocido por las autoridades. Después, declaró no recordar nada más. Sin embargo, fue visto en estado de ebriedad manifiesta, bailando y cantando en compañía de marineros ingleses y de otras nacionalidades, así como de culíes chinos. A la mañana siguiente fue llevado a bordo de su barco, todavía bajo la influencia del alcohol y del opio, por un grupo de hombres de su misma tripulación que lo habían reconocido la noche antes. En mérito a su hoja de servicios, se le permitió presentar su dimisión en vez de someterlo a consejo de guerra. Al iniciarse las hostilidades con Alemania, el capitán Penistone ofreció sus servicios a la Armada en forma incondicional, y en atención a las circunstancias fue reincorporado temporariamente con su grado de capitán. Prestó servicios importantes durante la guerra, y el Almirantazgo borró de sus registros el lamentable incidente de Hong Kong. Pero Penistone no quedó satisfecho con esta solución. Varios oficiales superiores le oyeron declarar en diversas oportunidades su convencimiento de que en el fondo del asunto debía haber mucho más de lo que había trascendido, y el proyecto de consagrar su retiro a desvelar el misterio definitivamente. Se ignora aquí si tales opiniones tenían un fundamento sólido.»

—Conque siguió a una muchacha, ¿eh? —comentó Rudge—. Bueno. Pues esto aclara un punto, ¿no es cierto? ¡El legajo X!

—¿Sugiere usted que ese legajo debió contener las pruebas que había reunido en apoyo de su teoría, y que a la luz de ellas el incidente de Hong Kong no fue sino el mero producto de una intriga? Sí, es la conclusión a la que hemos llegado también nosotros —convino el jefe de policía.

—Y esto le proporciona algo más, Rudge —añadió Hawkesworth—. Le proporciona el motivo. Esos papeles desaparecieron de su carpeta, ¿no es así? Evidentemente, fueron sustraídos por el asesino después del crimen. O, para decirlo en otras palabras, que el almirante tenía razón. Había conseguido sus pruebas, y esas pruebas incriminaban a alguien que no quería ser incriminado. De lo cual resulta que el almirante fue muerto para impedir que hiciera pública la intriga. Bien, pues aquí tenemos un indicio de capital importancia: el criminal es un hombre que estaba en Hong Kong en 1911. ¿Ve algún error en la argumentación?

—Ninguno —admitió Rudge—. Todo eso es exacto. Debe serlo. Pero hay una cosa que no alcanzo a comprender, y es la historia de míster Holland, que manifestó haber visto al almirante en su estudio, con un montón de papeles sobre su escritorio, después de la medianoche. Teniendo en cuenta la opinión del médico, aquél debió ser precisamente el momento en que el asesino tuvo que estar buscando el legajo X...

—Y tal vez lo estuviera —contestó el superintendente con acento lúgubre.

—Si se refiere usted a Holland, señor —replicó Rudge, volviendo a su viejo problema—, ¿por qué nos salió con esa historia cuando nada probaba que no hubiera estado en su cama del Lord Marshall, dormido y a buen recaudo?

—No me refiero a Holland —atajó el superintendente—. Me refiero al hombre a quien Holland vio, a quien confundió con el almirante, y que en esta oportunidad lo estaba personificando por tercera vez.

—¿Por tercera vez?

—Sí. Una en el estudio, una en el Lord Marshall, ¡y otra en Hong Kong!

—¡Oh!

La exclamación de Rudge acusó una admiración tan sincera que el superintendente le perdonó sus tonterías con respecto a mistress Mount.

—Magnífica deducción, señor, si me permite decirlo.

—Puede usted apostar doble contra sencillo a que él es el criminal —añadió Hawkesworth con indulgencia, y su tono dio a entender que no paraba allí su magnífico trabajo deductivo.

—¡Pero espere un poco! —gritó Rudge excitadísimo—. Eso significa que mistress Holland participa en la intriga. Holland manifestó que también ella se hallaba en el estudio.

—¿Y acaso no pensó usted siempre que mistress Holland sabía mucho más de lo que declaraba?

—Lo que no pensé nunca fue que estuviera realmente complicada en el crimen —confesó Rudge.

Con aire de triunfo, el superintendente se levantó y abrió la puerta de un armario cerrado con llave, extrajo de él un envoltorio, y de éste un vestido de gasa blanca. Sus gruesas manos parecían absurdamente incompatibles con aquella tela sutil mientras la extendía sobre el respaldo de una silla ante los ojos del inspector. No le faltaba motivo para hacerlo, pues de ese modo no necesitaba señalar la mancha herrumbrosa que cubría una de las caderas.

—El vestido blanco desaparecido. Me procuré una orden para registrar su habitación del Lord Marshall, y lo encontré en el fondo de un cajón —explicó lacónicamente.

—¡Ya sabía yo que ella sabía algo! —exclamó Rudge.

—¿Por qué puede una persona ocultar pruebas? —preguntó el mayor Twyfitt.

—Para nosotros es una suerte que lo hagan —contestó Hawkesworth, y volviéndose a Rudge añadió—: Tenga usted presente, inspector, que yo no creo que ella interviniera en el asunto desde un principio. Pero no hay duda de que se convirtió ulteriormente en cómplice, y eso nos señala otra pista. ¿La advierte?

—¡Oh, sí! —afirmó Rudge—. El hermano, Walter. Lo he tenido en el pensamiento todo el tiempo.

—¿Y por qué no lo dijo nunca? —interrogó el superintendente un poco decepcionado.

—Por falta de pruebas —contestó el inspector intencionadamente.

—Como quiera que sea, la cosa parece ahora bastante clara —intervino el jefe de policía—. En mi opinión no sería muy aventurado conjeturar que si alguien se estuvo haciendo pasar por el almirante, tanto en Hong Kong como aquí, tuvo que haber sido ese Walter Fitzgerald. Debieron tener una gran semejanza física. También de eso tenemos pruebas. Rudge. El mismo día del crimen dos testigos vieron en Whynmouth a un hombre a quien tomaron a distancia por el almirante, y sólo cuando estuvieron muy cerca comprobaron que se trataba de una persona más joven.

—¿Sí? Eso me sugiere otra idea. ¿Puedo pedir una comunicación con Londres?

—Naturalmente.

Rudge consultó su libreta y luego pidió comunicación con el Hotel Friedlander’s sin pérdida de tiempo. Así lo hicieron, en menos de dos minutos. Rudge explicó a la administradora quién era y le dijo:

—Usted me informó de que mistress Arkwrigth sólo tenía un visitante asiduo, un hombre alto, de tez bronceada, ¿se acuerda? ¿Llevaba barba este hombre? ¿Sí? Gracias. —Y colgó.

Los otros dos lo miraron inquisitivamente.

—Esto aclara algo más. —Rudge apenas podía disimular su satisfacción—. El galán que se fue con mistress Mount y cuyo nombre el vicario no conoció nunca... ¡Era también Walter Fitzgerald!

—¡Ah! —suspiraron simultáneamente dos voces.

—Empieza a vislumbrarse la solución.

El superintendente se aclaró la garganta.

—Ahora bien, mi teoría acerca de lo ocurrido aquella noche es la siguiente: ese hombre, ese tal Walter Fitzgerald se presentó... ¿Sí? ¿Qué pasa? ¡Oh, entre!

Un fuerte golpe en la puerta lo había interrumpido en mitad de su discurso.

El agente Hempstead entró en la habitación con aspecto de estar muy complacido consigo mismo. Llevaba en la mano un trozo corto de soga de cáñamo atado a otro, igualmente corto.

—Espero no ser importuno, señor —dijo al mayor Twyfitt—, pero me pareció que a usted le gustaría enterarse inmediatamente. Esta mañana registré con cuidado ambas márgenes del río, desde Rundel Croft hasta el mar, y no encontré nada más que esto.

—¡El extremo perdido de la amarra! —estalló Rudge—. ¿Dónde estaba? Perdón, señor —se excusó ante el jefe de policía, que se limitó a hacer un ademán de condescendencia con la cabeza.

—Enredado en unos arbustos, más o menos a mitad del trayecto, del lado de la Vicaría.

—¡Buen trabajo! —aprobó el mayor Twyfitt, tomando la soga, y hasta el mismo Hawkesworth se dignó emitir un gruñido de beneplácito.

—¿Efectuó algunas averiguaciones en las casas vecinas? —interrogó Rudge.

—En todas, señor. Nadie vio ni oyó nada. Pero he descubierto algo más.

—¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

—¿Se acuerda de la serie de fotografías que me entregó, de las impresiones digitales halladas en los remos del bote del almirante? Pues bien; creo haberlas identificado.

Y Hempstead extendió un trozo de papel que el superintendente le arrancó de las manos antes que ninguno de los otros dos tuviera tiempo de acercarse. Extrajo a su vez de su bolsillo una nueva serie de fotografías y las confrontó durante un minuto. Después alzó los ojos.

—Son las mismas. ¿Quién es el hombre, Hempstead?

El agente irradiaba importancia.

—Neddy Ware, señor.