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Conversación pura

por Agatha Christie

—También esa teoría es bastante buena —dijo Rudge, que creía en la conveniencia de mostrarse siempre diplomático con sus subordinados, y en esta oportunidad ningún cambio en su fisonomía indicó cuál de las dos hipótesis le parecía más acertada.

Meneó la cabeza una o dos veces, en señal de aprobación, y se puso en pie. Después miró hacia atrás, en dirección a los árboles que rodeaban el cobertizo.

—Hay una cosa que me preocupa —dijo por fin—. Me pregunto si querrá decir algo...

Appleton y Hempstead lo miraron inquisitivamente.

—En la conversación que sostuvo conmigo, el vicario declaró haber visto el vestido blanco de miss Fitzgerald a través de los árboles.

—Mientras ella se dirigía hacia la casa. Sí, señor, lo recuerdo. ¿Encuentra algo sospechoso en esa declaración?

—No. Supongo que es perfectamente posible. Miss Fitzgerald llevaba un vestido de gasa blanco, con chaqueta de encaje crudo. Pero si el vicario vio el vestido, claro está que ella no podía llevar puesta ninguna chaqueta, ni abrigo. ¿Y por qué iba a llevarlo, después de todo? Era una noche bastante calurosa.

—Así es, señor.

Appleton parecía desconcertado.

—Por otra parte, cuando el almirante fue descubierto llevaba encima un grueso abrigo color castaño. ¿No les parece un poco incongruente?

—Pues..., sí. Supongo que es un poco extraño que la señorita no llevase otro abrigo que una chaqueta de encaje, mientras que el almirante... Sí, señor, comprendo su insinuación.

—Voy a pedirle, sargento, que vaya en un bote hasta la Vicaría, y pregunte allí si el almirante llevaba anoche un gabán.

—Perfectamente, señor.

Cuando el sargento se hubo marchado, el inspector se volvió hacia Hempstead.

—Y ahora —dijo, guiñando un ojo—, voy a hacerle una pregunta.

—Usted dirá, señor.

—¿Quién es el charlatán más grande de Whynmouth?

P. C. Hempstead sonrió a pesar suyo.

—Mistress Davis, señor, la propietaria del Lord Marshall. Nadie puede meter baza cuando ella está cerca.

—Una perfecta chismosa, ¿no es eso?

—Sin duda alguna, señor.

—Bueno, pues es exactamente lo que necesito. El almirante era un recién llegado en esta comarca, y siempre corren chismes sobre un recién llegado. Por noventa y nueve rumores falsos, puede haber una verdad que alguien haya advertido y observado. Ahora bien, últimamente la atención ha estado concentrada en Rundel Croft. Necesito saber lo que ha trascendido a los chismes de la aldea.

—Entonces, mistress Davis es la persona que a usted le conviene, señor.

—También quiero ir al West End y entrevistar a míster Wilfrid Denny. Aparentemente, es la única persona del vecindario que conocía algo al difunto. Posiblemente sepa si el almirante tenía algún enemigo.

—¿Cree usted que vino aquí a ocultarse, señor?

—No precisamente a ocultarse. Llegó abiertamente y bajo su nombre verdadero. No es cosa insólita en un marino retirado. Pero ese revólver cargado en el escritorio cuenta toda una historia. Eso sí que no es casual. No me vendrá mal conocer un poco más a fondo la carrera del almirante. ¡Ah, aquí vuelve el sargento!

Pero el sargento no volvía solo. Lo acompañaban los dos muchachos de la Vicaría, y sus rostros, ansiosos y juveniles, estaban encendidos de curiosidad.

—Diga, inspector —gritó Peter—. ¿No podríamos nosotros colaborar de algún modo? ¿No nos podría dar un trabajo de alguna clase? ¡Es fantástico que hayan asesinado precisamente al viejo Penistone!

—¿Por qué precisamente, caballerito?

—¡Oh, no lo sé! —y el muchacho se ruborizó—. Era tan... tan correcto, y tan naval. Todo reverencias y compostura. La clase de sujeto que lo miraría a uno de arriba abajo si se olvidaba de decirle «señor» una sola vez.

—Un individuo atiborrado de reglamentos y de disciplina, ¿eh?

—Creo que eso es lo que quise decir. Vivía con años de atraso.

—No me parece que fuera malo el viejo pelma —concedió Alec con magnanimidad.

El inspector se volvió hacia Appleton.

—¿Qué hay del sobretodo?

—El almirante no llevaba sobretodo cuando llegó anoche a comer, señor.

—Ni tenía por qué llevarlo —amplió Peter—. Un paseíto por el río y ya estaba en casa. ¿Para qué llevar sobretodo? La Fitzgerald tampoco llevaba abrigo.

—¿No estaba divina? —intervino Alec mordazmente—. Toda de blanco, como una novia ruborosa. Y en realidad, vieja como el mundo.

—Bueno —dijo Rudge—, debo ponerme en marcha.

—Pero, inspector, ¿nosotros qué hacemos?

Rudge sonrió con indulgencia.

—¿Qué les parecería si ustedes dos, caballeritos, buscasen el arma? —sugirió—. No estaba en la herida. Quizá se halle en algún punto de la orilla.

Y se retiró, sonriendo para su capote. «Eso los tendrá ocupados —se dijo— y no perjudicará a nadie. Hasta podrían encontrarla. Cosas más raras han sucedido.»

Mientras subía a su automóvil y guiaba en dirección a Whynmouth, su cerebro trabajaba activamente. Lo del diario de la tarde estaba ya aclarado. El almirante debió regresar a la casa en algún momento entre las diez y las doce de la noche, calarse un sobretodo y deslizar el periódico en su bolsillo. Luego había vuelto a salir... ¿Pero adónde? ¿Habría sacado el bote? ¿Habría navegado río abajo, o río arriba, para acudir a alguna cita? ¿Habría caminado hasta alguna casa cercana...?

Por el momento, la cosa era un misterio.

Al llegar a Whynmouth, Rudge detuvo su coche frente al hotel del pueblo.

El Lord Marshall se enorgullecía de su ambiente de antigüedad. El vestíbulo era oscuro y angosto, y el decidido visitante se desconcertaba al no encontrar a nadie a quien acudir. De ordinario, engañado por la penumbra general, se dirigía a uno de los huéspedes, que lo rechazaba fríamente. En las paredes se veían grabados humorísticos de temas deportivos y varias vitrinas con peces.

Rudge se orientó bastante bien. Atravesó el corredor y llamó a una puerta que decía; «Privado». La voz chillona de mistress Davis lo invitó a entrar. Al verle, la dama hizo una inspiración profunda y empezó, sin perder un segundo:

—El inspector Rudge, ¿no es cierto? Lo conozco bastante de vista, como conozco a todo el mundo por estos contornos. Y no sólo de vista, para ser precisa, porque alguna que otra vez le hemos pasado alguna información, aunque me atrevería a decir que usted no debe acordarse. Pero, como yo digo siempre, ser muy conocido por la policía no es exactamente un honor, y me complace mucho que no nos hayamos conocido antes personalmente. Y debo asegurarle, inspector Rudge, que no ha podido usted hacer nada más acertado que venir a verme esta mañana. Teniendo en cuenta que es nuevo en la región... No lleva aquí más de dos años, ¿no es cierto? ¿O tal vez tres? ¡Cómo pasa el tiempo! Es lo que yo siempre digo. No bien ha terminado una comida, cuando llega la hora de la otra. Y la cena, yo la sirvo con la mayor puntualidad. ¡Esta gente moderna que llega en automóvil a las ocho o las nueve, pidiendo de comer! Una cena fría, puedo servirles, les digo, pero la verdadera cena se sirve a las siete, y después todos quedan en libertad para salir a caminar por los alrededores. ¡Bastante agradable que es salir a la playa en una noche de verano! Así opinan los jóvenes... Y hasta los de más edad.

Ante la necesidad de volver a llenar sus pulmones, mistress Davis hizo una pausa durante un momento infinitesimal. Era una mujer agradable, de unos cincuenta años, con aspecto de buen humor y vestida de seda negra. Llevaba un relicario de oro y unos cuantos anillos.

Sin dar a Rudge la menor posibilidad de hablar, se lanzó directamente al tema.

—No necesita usted decirme el objeto de su visita. Es a causa del almirante Penistone. La noticia me llegó hace una media hora, y me dije: «Bueno, hoy estamos aquí, y mañana hemos desaparecido.» Aunque no todos desaparecemos de esa forma, por lo menos así lo espero ardientemente. Herido en el corazón con un instrumento de hoja angosta, ¿no? Con toda seguridad que se trata de un estilete, eso fue lo que yo pensé en seguida. Uno de esos horribles y asesinos estiletes de los italianos. En Nueva York los llaman «wops» (me refiero a los italianos, no a los estiletes). Y acuérdese de lo que le digo: ya verá que quienquiera que sea el que asesinó al almirante, es alguien que ha estado en Italia. No puede haber sido un italiano, naturalmente... porque aquí no hubiera pasado inadvertido. En mi juventud solían vender helados, pero me atrevo a afirmar que han prosperado mucho, y ahora tienen mercaderías de más valor. No. No hay muchos extranjeros en Whynmouth, con excepción, claro está, de algunos norteamericanos, y ellos tampoco son lo que podríamos llamar extranjeros, sino una especie rara de ingleses, así es como yo los veo... ¡Hay que oír las historias que les cuentan esos barqueros! ¡Vergüenza debería darles! ¡Y los pobres inocentes se las tragan! Pero me estoy saliendo del tema. Y por cierto que es un tema bien triste. —Meneó la cabeza, aunque sin exagerar una expresión de melancolía—. No es que se pudiera decir que el almirante se había convertido ya en uno de los nuestros. ¡Qué va! Si sólo pasó por Whynmouth una media docena de veces. Apenas si lo conocíamos de vista. ¡Y su sobrina! Una joven sumamente extraña, según mi opinión personal, míster Rudge. He oído cosas muy raras acerca de ella. Su galán para en este momento en la casa. Llegó anoche en el tren de las ocho y media. Y si me pide usted mi opinión, le diré que no.

—¿Cómo? —interrogó Rudge, completamente desconcertado por la repentina y dramática pausa que cortó el torrente del discurso.

—He dicho que «no» —repitió mistress Davis, sacudiendo violentamente la cabeza.

—¿Pero «no» qué? —insistió el inspector, todavía perplejo.

—Si usted me pregunta si a mi juicio es él el asesino, le contesto que no.

—¡Ah! Ahora entiendo. Pero yo nunca sugerí semejante cosa.

—Con palabras, no, pero es lo mismo. Dejémonos de rodeos y vayamos al grano, como solía decir el difunto Davis. Yo no soy persona de andarme por las ramas.

—Lo que me disponía ahora a preguntarle era...

—Ya sé, ya sé, míster Rudge —lo interrumpió mistress Davis tranquilamente—. Si míster Holland salió o no salió anoche, es cosa que no puedo decirle. Tuvimos que atender la llegada de varios autocares de excursión, y no es posible estar en todo. Quiero decir que no se puede estar en dos partes a la vez. Y con eso de que el gas está muy bajo, y una cosa y otra... Este año pienso instalar la electricidad. Las cosas viejas son excelentes, pero la gente ya no soporta ciertas incomodidades. El año pasado hicimos instalar agua caliente, y éste electricidad. ¡Caramba, pues otra vez me he salido del tema! Lo que iba a decirle era... ¿Qué era lo que iba yo a decirle?

El inspector le aseguró que no tenía ni la más remota idea.

—El almirante Penistone era amigo de sir Wilfrid Denny, ¿no? —preguntó sin perder tiempo.

—¡Ese sí que es un perfecto caballero! ¡Siempre tiene una palabra amable y una broma para todo el mundo! Es una vergüenza que ande tan mal de dinero el pobre señor. ¡Ah sí! Él y el almirante se conocían. Dicen que ésa fue la razón de que el almirante se viniera a instalar aquí. Pero yo no puedo asegurar nada. Hay quienes dicen que a sir Wilfrid no le hizo mucha gracia que el almirante se afincase aquí. Pero la gente dice cualquier cosa, ¿no le parece? A mí, por mi parte, no me gusta murmurar. Los chismes hacen demasiado daño. Si se deja quieta la lengua no se puede errar mucho: ése es mi lema. Pero lo que es una perversidad es haberse llevado el bote del vicario para complicar en el crimen al pobre caballero. ¡Cómo si no hubiera tenido bastantes quebraderos de cabeza en su vida!

—Los ha tenido muy graves, ¿no?

—Pues sí, aunque hace ya mucho tiempo. Los chicos tenían cuatro y seis años. ¿Cómo pudo ella hacer eso? No lo dude, una mujer que abandona a su marido y a sus hijos debe de valer muy poca cosa, sobre todo cuando el marido es un buen cristiano, como el vicario. (Podría nombrarle a unos cuantos que merecen que se les abandone.) Lo que no consigo entender es que dejase a sus hijitos. Y era una señora muy bondadosa, según dicen. Yo no la vi nunca personalmente, el hecho ocurrió antes que míster Mount llegase aquí y he olvidado con quién se escapó, pero siempre oí decir que se trataba de un buen mozo. Esos buenos mozos tienen suerte con las mujeres, para qué vamos a negarlo. Me pregunto qué habrá sido de ella. ¡Ah sí! La vida es un embrollo muy triste. ¡Pues no me he salido nuevamente del tema! Estábamos hablando de míster Holland, que por cierto también es un buen mozo. Y sin embargo dicen que miss Fitzgerald no parece juzgarlo así, a pesar de estar comprometida para casarse.

—De modo que eso dicen...

Mistress Davis agitó significativamente la cabeza.

—Por lo demás, tampoco sé para qué quería el almirante ver a míster Holland —prosiguió—, pero se me ocurrió que acaso la joven deseara romper su compromiso y encargó a su tío esa desagradable misión. Aunque no veo por qué el asunto no podía esperar hasta la mañana siguiente. Me atrevo a decir que esto es lo que debió pensar el almirante, y que ése fue el motivo de que cambiara de opinión y dijera que tenía que alcanzar un tren.

El inspector Rudge hizo un esfuerzo heroico para interpretar esta enigmática declaración.