VIII

Antes de volver a su alojamiento, el inspector Rudge pasó por el destacamento policial de Whynmouth, donde lo enteraron de que el sargento Appleton había llamado desde Londres para dar su parte.

No había tenido ninguna dificultad en obtener datos sobre Holland. Al parecer, era hombre perfectamente conocido dentro de su ramo. Varios personajes importantes habían hablado a Appleton de él en los términos más elogiosos, por no decir en los más floridos. Por lo visto no sólo se le conocía en todo el Oriente, sino también en Londres, como el verdadero arquetipo de comerciante inglés: dinámico, honesto a carta cabal y digno de la mayor confianza. La clase de hombre, en suma, cuya palabra no era necesario procurarse por escrito, porque cumplía lo que prometía, y lo cumplía siempre mejor que cualquier otro. El sargento estaba impresionado y así lo había dicho.

Tampoco la boda ofrecía asidero para ninguna duda. Se había efectuado en una oficina del Registro Civil del West End, y Appleton había inspeccionado el libro de actas y conversado con el jefe, quien había descrito a la pareja con toda precisión. Se había fijado particularmente en ellos porque ambos eran muy distintos del tipo ordinario.

«Hum... —comentó Rudge para su coleto—. Y sin embargo, el superintendente lo tiene por un encubridor. Por lo menos, eso es lo que piensa de su esposa, lo cual viene a significar casi lo mismo. Aquí hay un misterio.»

Y fue en busca de su cena.

Como de costumbre, se dedicó a rumiar sus pensamientos en el transcurso de su comida solitaria. En general, no estaba descontento con su día de trabajo. No era verdad que no hubiese conseguido nada de sir Wilfrid Denny. Repasando mentalmente la conversación, Rudge tuvo el presentimiento de haber dado con un hecho de vital importancia, que podía conducir a notables resultados... Tan notables por cierto, que cuando empezó a medir sus proyecciones temió que su imaginación, excitada por los acontecimientos de la semana anterior, se le estuviera desbocando irremisiblemente. Y sin embargo...

Pero era inútil hacer conjeturas. Debía reservar aquella línea de investigación hasta contar con pruebas en su apoyo. Mientras tanto, volvería sus pensamientos a la muerte de mistress Mount.

Existía un factor decididamente adverso a la idea de asesinato, y el superintendente Hawkesworth, como era lógico, le había sacado todo el partido posible. Según el médico, si la dama hubiera sido apuñalada por otra persona, su asesino no hubiera podido escapar sin salpicaduras de sangre, y bien abundantes, por cierto. La ropa que llevaba mistress Mount era muy liviana, y no había podido oponer sino una débil resistencia al torrente de sangre que debió manar de una herida en aquel lugar, como lo demostraba con toda claridad el estado de la alfombra. Pero no se había visto a nadie con manchas semejantes, por lo que Hawkesworth, con una lógica llena de soberbia, argumentaba que nadie debió haberlas recibido.

A pesar de todo, Rudge, firme en su tesis de que aquello había sido un asesinato, creía vislumbrar ahora un medio de refutar esta objeción, aclarando, incidentalmente, otras circunstancias misteriosas del drama. Mistress Mount debió haber sido apuñalada desde atrás, y no de frente, lo que significaba que su asesino tuvo que ser un hombre, hecho del que Rudge estaba ya convencido.

Ahora bien, si su teoría era exacta y mistress Mount había sido en verdad asesinada, el culpable era también el asesino del almirante Penistone, y le había dado muerte para taparle la boca, que ella se disponía a abrir en perjuicio suyo.

El arma en sí, por regla general fuente valiosa de investigaciones, no revelaba nada en este caso. Mount había identificado inmediatamente el cuchillo extraído del pecho de su esposa: un cortapapeles de acero, de punta aguda, que estaba habitualmente sobre el escritorio de su estudio. Lo único que de esto podía inferirse era que el crimen no había sido premeditado. Acaso en la entrevista que se iba a realizar hubieran tenido que trascender determinadas circunstancias que el asesino necesitaba mantener ocultas, y que le exigieron un nuevo crimen. Pero esta argumentación no era tan sólida como para confiar enteramente en ella.

En cuanto a la objeción principal opuesta por el superintendente a la teoría del asesinato, a saber, que era imposible, ya que ningún asesino pudo escaparse de la casa, y sin embargo no se había encontrado en la casa a ningún asesino, Rudge no le atribuía demasiada importancia. Tenía ya esbozado un razonamiento que daba cuenta de ella. Por su parte, no creía en absoluto que el asesino se hubiera escapado.

Terminada su comida se levantó de la mesa y se puso a caminar por la habitación de un lado a otro. Se sentía desasosegado. Urgía hacer algo, pero no sabía bien qué. Por último salió en busca de su automóvil y se dirigió a Rundel Croft. Quería fumar tranquilamente una pipa en el cobertizo de los botes, contemplando el río, para ver si se le aclaraban las ideas.

Así ocurrió, en efecto, aunque apenas necesitó la pipa.

Apenas llegado al cobertizo, arrojó una mirada automáticamente profesional sobre el bote del almirante, y algo atrajo de inmediato su atención. Apretada entre dos tablas de la proa, había una cosa de vivo color rojo. Se inclinó: era una cabeza de valeriana, ajada y mustia, pero no marchita.

—Hum... —murmuró Rudge.

Esto era en extremo interesante. Recordaba dónde había visto últimamente valeriana: había sido aquella misma tarde, en el jardín de sir Wilfrid Denny y, que el inspector supiese, no la había en ninguna otra parte de la ribera. Pero lo más significativo era que aquella florecilla no estaba allí cuando fue examinado el bote en la mañana siguiente al crimen, como su relativa frescura lo demostraba con toda claridad, sin contar con que el sargento Appleton no le hubiera pasado por alto. Cabían sólo dos inferencias: o que alguien hubiera salido en el bote ese mismo día y la flor se hubiera enredado accidentalmente entre las tablas, o que la hubieran puesto allí con alguna intención.

Rudge consideró un momento la alternativa, y luego levantó la flor. El tallo se desprendió en línea recta de la angosta grieta en que estaba aprisionado. No era posible que hubiese quedado de esa forma por pura casualidad, al rozar el bote la mata de la orilla. La segunda deducción era la correcta: alguien estaba tratando de arrojar sospechas sobre sir Wilfrid Denny.

El inspector Rudge entró en acción. Sabía perfectamente quién había puesto aquella cabeza de valeriana en el bote.

Se encaminó a la casa. El agente Hempstead estaba allí, dedicado, como de costumbre, a sus efusiones familiares. Rudge hizo una pregunta general al auditorio congregado en la cocina, y fue el sargento quien estuvo en condiciones de contestarle.

—¿Ha estado hoy por aquí ese periodista de la Evening Gazette? —le preguntó al portero.

—Sí, señor. Lo vi desde el otro lado del río esta mañana. Andaba por el cobertizo de los botes.

Rudge subió a su coche, condujo a toda la velocidad a que se atrevió hasta el domicilio del magistrado más próximo, y obtuvo de él una orden de allanamiento. Luego se dirigió al Lord Marshall.

—¿Está el periodista de la Evening Gazette? —le preguntó al portero.

—¿Míster Graham? No, inspector. Salió después de cenar.

—¿Cuál es el número de su habitación?

—El diecisiete.

—Gracias. No. No suba conmigo. Y no diga nada de esto a nadie.

El portero asintió con aire de gran importancia.

Rudge estuvo muy ocupado por espacio de una media hora, sin que nadie lo molestase. Pero cuando salió, sólo llevaba en el bolsillo un pedazo de papel, en el que había escrito laboriosamente unas pocas frases, en una máquina portátil que halló sobre una mesa, junto a la ventana.

Después de deslizarse furtivamente a la calle, miró a su alrededor. Un hombre estaba de guardia al otro lado de la carretera. Rudge le hizo una seña con la cabeza y el otro lo siguió hasta una esquina.

—Los dos están dentro —informó en voz baja cuando llegó a su lado.

—Comieron aquí y después no han salido.

A partir del descubrimiento del vestido manchado de sangre, el superintendente Hawkesworth había sometido a los Holland a una rigurosa vigilancia.

—No se preocupe por ellos. Quiero que vigile a alguien más —ordenó Rudge—. Me refiero a ese periodista de la Evening Gazette ¿Lo conoce?

—¿El del pelo cortado a rape y los anteojos?

—El mismo. Se hace llamar Graham.

—¿No es ése, pues, su verdadero nombre, míster Rudge?

—No —contestó el inspector—. Su verdadero nombre es Walter Fitzgerald.