X
—Me parece difícil —replicó sir Wilfrid secamente—. Bien, sólo me resta felicitarlo, inspector Rudge. ¿Cómo lo descubrió? —y se sentó con forzada jovialidad al borde de la mesa.
—Escuche, Denny —intervino el mayor Twyfitt, turbado, cuando él y el superintendente Hawkesworth emergieron lentamente del estupor en que parecían haberse hundido—: Escuche. No sé si... Quiero decir que quizá sea mejor que no declare nada. Su abogado...
—Sé perfectamente bien lo que debo hacer —replicó sir Wilfrid—. Supongo que él me delató, ¿no es verdad? —y señaló a Fitzgerald, que no se había movido de su silla.
—¿Debo interpretar que usted hace una confesión, sir Wilfrid? —preguntó Rudge, aunque nada parecía autorizar una interpretación semejante.
—Sí, haré una declaración, desde luego. Yo los maté a los dos, lo confesaré de antemano. Ignoro si valdrá la pena añadir que no tuve la intención de matar al almirante. Por lo menos la verdad es que lo hice en defensa propia. Me atacó con un enorme atizador.
Frente a la mesa, el superintendente se había apoderado de un papel y estaba escribiendo con verdadero frenesí.
—En ese caso, ¿por que asesinó usted a mistress Mount cuando creyó que ella iba a denunciarlo? —preguntó Rudge.
—Vamos, Rudge —le advirtió el jefe de policía, incómodo—. No creo que debamos preguntar... En realidad, sir Wilfrid tendría que llamar a su abogado.
—¡Oh, contestaré a cualquier pregunta! ¿Por qué la maté? Porque no quería que me arrestasen, naturalmente. ¿Cómo hubiera podido probar que había obrado en legítima defensa? Cuando salieron a relucir los hechos, se vería que tenía más de un motivo para asesinarlo.
—¿Quiere usted decir que intervino en aquel asunto de Hong Kong?
—Veo que lo sabe usted todo. Sí. Pero lo lamento por mistress Mount. Creo... que perdí la cabeza. Me enloqueció el pánico. Fue una cosa horrible. Supongo —añadió en voz baja, dirigiéndose a Walter Fitzgerald— que de nada valdrá decir que estoy dispuesto a pagar con mi propia vida.
Fitzgerald se levantó sin responder y, cruzando la habitación hasta la chimenea, se apoyó en ella con la cabeza hundida entre las manos.
—Convendría que tomara usted nota con la mayor rapidez —aconsejó sir Wilfrid al superintendente—. No disponemos de mucho tiempo. El almirante sospechaba mi participación en el incidente de Hong Kong. De un modo o de otro yo conseguía siempre despistarlo. Pero entonces Ware empezó a acosarme.
—¿Ware?
—Sí. El había conocido siempre la verdad, aunque todavía no comprendo cómo pudo descubrirla. Por eso se vino a vivir aquí cuando el almirante se acogió al retiro.
—¿Lo hizo a usted víctima de un chantaje?
—Supongo que así lo denominarían ustedes. Pero no se trataba más que de una o dos libras de regalo, en alguna que otra oportunidad, y nunca se valió de amenazas. Sabía tan sólo, y yo le daba ocasionalmente unas pocas libras para que se guardara lo que sabía. Eso era todo. Pero el almirante se apoderó de él. Si le pagó más, o si apeló al «sentido del deber», al «honor» y a todas esas cosas, no sabría decirlo, pero Ware debió ceder por fin. Entonces se me presentó el almirante echando chispas, como ustedes se imaginarán, y me acorraló hasta que ya no me fue posible persistir en mis negativas. En aquel momento debió verlo todo rojo, porque se me arrojó encima, ciego de furia, con el atizador en la mano. Tomé el primer objeto que encontré (y que fue un cuchillo de trincheras que uno de mis sobrinos me había regalado en cierta oportunidad, como recuerdo de la guerra) me agaché debajo del atizador y golpeé el primero. Después fui hasta donde había quedado Ware aguardando con el bote del almirante, y encontré a Fitzgerald y a mistress Mount, que habían llegado en otro bote.
—Un minuto, sir Wilfrid —lo interrumpió el superintendente—. ¿A qué hora fue eso?

—¡Oh! Me imagino que hacia las once. Les dije lo que había hecho y que debíamos desembarazarnos del cadáver. Temo que debí perder el juicio, porque no quise escuchar a Ware ni a Fitzgerald cuando ambos me instaron a que aclarase las cosas llamando a la policía: se trataba de un homicidio justificable y nada podía ocurrirme. Pero yo sabía que, de hacerlo, todo el asunto de Hong Kong saldría a relucir, y que en el mejor de los casos perdería mi pensión y casi irremisiblemente tendría que afrontar el juicio por asesinato. Por fin Fitzgerald accedió a ayudarme, aunque nos costó mucho trabajo persuadir a Ware. Finalmente, convino en que, siempre que ello no le exigiese una mentira directa, y sin comprometerse más que a ocultar el hecho de haber salido con el almirante aquella noche, no me delataría. Se limitaría a ignorarlo todo. Yo estaba en exceso perturbado para tomar ninguna medida, y Fitzgerald se ocupó de los pormenores. Ware insistió en que no debíamos esconder el cadáver: todo tendría que ser tan simple y claro como fuese posible. Volvimos, pues, a la casa, tomamos un buen trago cada uno, y después colocamos el cadáver en el bote del vicario, cubierto con un trozo de lona embreada. Ware se encargó de trasportarlo corriente arriba y de soltarlo luego a la deriva, antes de restituir a su cobertizo el bote del almirante. Por su parte, Fitzgerald prometió dirigirse inmediatamente a Rundel Croft, para buscar entre los papeles de Penistone y destruir cualquiera que pudiese haber escrito contra mí, cosa que a mi juicio debía haber hecho. Al otro día, incapaz de quedarme y de hacer frente a los acontecimientos, giré sobre mis talones y huí a París. Fitzgerald me escribió comunicándome que no parecían existir sospechas contra mí. Por eso regresé.
—¿Y mistress Mount?
En voz muy baja, sir Wilfrid suministró los pormenores, que resultaron ser exactamente los que Rudge había conjeturado, salvo su afirmación de que tampoco en esta oportunidad había tenido realmente la intención de matar. Mistress Mount, al oír a los Holland en la habitación contigua, había hecho un desesperado esfuerzo por escaparse y, en la lucha, sir Wilfrid, automáticamente, había crispado sus puños sobre los de ella, hundiéndole así el puñal. Sus movimientos siguientes no habían obedecido a ningún plan determinado. Simplemente había corrido, loco de pánico, de uno a otro escondrijo, según la oportunidad se presentaba.
No tenía nada más que decir.
El mayor Twyfitt meneó la cabeza.
—Yo no debí permitirle que dijera nada hasta consultar con su abogado.
—Mi querido amigo —respondió sir Wilfrid, casi con alegría—: No se preocupe. Jamás me enfrentaré con un tribunal. ¿No me oyó toser poco antes de que su subordinado me arrestara? En el segundo acceso me deslicé en la boca algo que había comprado en París para una emergencia semejante. Confío en que no me queden más de unos diez minutos de vida.
El mayor Twyfitt saltó de su asiento, consternado, y otro tanto hizo el superintendente.
Mala cosa es para la policía que un preso consiga suicidarse delante de sus mismísimas narices.
Pero Rudge se les adelantó.
—Pues bien —dijo—, de todos modos lo pondremos en lugar seguro por esos diez minutos. ¿Quiere acompañarme, por favor? —y tomando al viejo de un brazo, salió con él de la habitación.
Cuando regresó, el superintendente Hawkesworth estaba telefoneando frenéticamente a la casa de un médico que había salido.
—Lo he dejado en una celda —anunció el inspector brevemente—. No se aflija, señor, no necesitamos ningún médico. Yo sabía lo que guardaba en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, y en previsión me confeccioné un paquetito similar, y los cambié en el encontronazo. El suyo está aquí —y extrajo de su bolsillo un sobre de pequeño tamaño de papel blanco.
—¿Pero cómo sabía usted cómo era el paquete? —preguntó el jefe de policía?
—Anoche me dediqué a espiar un poco a sir Wilfrid, entre los postigos de su salón. Lo vi hacerlo, y sospeché de lo que se trataba. Y me di cuenta de que lo había guardado en el bolsillo izquierdo, porque era allí donde tenía la mano cuando entró. Sir Wilfrid no ha ingerido sino tres tabletas de bicarbonato de sodio. Eso es todo.