9
La visitante nocturna
El inspector Rudge se despertó a la mañana siguiente con una vaga turbación mental. Tenía la impresión subconsciente de que aquél no era un día como todos los otros, y de que importantes deberes lo aguardaban.
Entonces recordó que su gran oportunidad había llegado y saltó de la cama.
Durante el desayuno planeó sus actividades del día.
Lo primero era una conferencia con sus jefes. El superintendente Hawkesworth estaba en uso de licencia en el momento del crimen, y aunque Rudge le había telegrafiado en cuanto tuvo conocimiento de él, no se le esperaba hasta las primeras horas de la mañana. El jefe de policía, mayor Twyfitt, estaba asimismo ausente cuando ocurrió el hecho, pero había regresado por la noche, y también querría enterarse de los pormenores. Acto seguido, la entrevista con el coroner a propósito de la audiencia, tras la cual contaba Rudge quedar en libertad para seguir una o dos pistas que se le habían ocurrido la noche anterior.
Estaba bastante mortificado por no haber conseguido todavía una identificación formal de los restos. Personalmente, no tenía ninguna duda de que el muerto fuese el almirante, pero el hecho no había sido probado, y era obligación suya hacerlo. Esta cuestión de la identidad sería la primera planteada por el superintendente, y, según las probabilidades, la única que interesaría al coroner a esta altura de la pesquisa.
Rudge recorrió a pie el camino hasta el Lord Marshall con la esperanza de que míster Dakers anduviese por allí. Dakers era el hombre que necesitaba para la identificación. Por una casualidad, que el inspector interpretó como de buen presagio para la jornada, ocurrió que cuando entraba en el porche se cruzó con el abogado que salía.
—Buenos días, señor Dakers —lo saludó cordialmente—. ¡Qué suerte la mía! Justamente me estaba preguntando si podría verlo...
Dakers se mostró cortés, pero no cordial. No parecía muy entusiasmado con el encuentro.
—¿De qué se trata? —preguntó secamente.
—De la identificación de los restos, señor. ¿Puedo preguntarle cuánto tiempo hace que conocía usted al almirante?
—¿Cuánto tiempo? —repitió míster Dakers lentamente—. Veamos... Veintiuno... veintidós... Cerca de veintidós años; veintitrés, probablemente.
—¡Magnífico! ¿Y supongo que durante ese período lo vería con algunos intervalos?
—Sí, con intervalos irregulares.
—Entonces, le agradeceré que cuando le parezca conveniente me acompañe a Lingham, donde se halla el cadáver, para ver si puede identificarlo oficialmente.
—Me agradaría tomar antes mi desayuno.
—Repito que cuando le parezca conveniente, señor. ¿Le vendría bien a las diez? —Dakers hizo un ademán afirmativo, y Rudge prosiguió—: Hay otra cosa que yo quería preguntarle en cuanto se presentara la oportunidad de hacerlo. Se trata del consentimiento del difunto almirante para la boda de su sobrina. ¿Lo tiene usted en su poder?
—¿Se refiere usted a la declaración escrita a máquina?
—Sí, señor.
Dakers reflexionó.
—¿En qué sentido está usted interesado en ella?
—En el mismo sentido en que usted lo está, según espero —respondió Rudge rápidamente—. A mi juicio, los dos deseamos estar seguros de que fue realmente extendido por el almirante.
—¿Quiere usted insinuar —preguntó Dakers con frialdad— que mistress Holland es una mentirosa, o una falsificadora, o ambas cosas a la vez?
—No, señor —contestó Rudge imperturbable—. Mistress Holland no ha dicho que lo recibiera del almirante. Fue míster Holland quien lo dijo. Mi pregunta redunda, en realidad, en interés de esa señora. Entiendo que habrá que comprobar la autenticidad del documento, para que ella pueda entrar en posesión de su herencia, e iba a sugerir que cuanto más pronto se haga, tanto mejor.
La actitud de Dakers se enfrió más todavía.
—Gracias, inspector. Pero trataré de cuidar los intereses de mis clientes sin ayuda de la policía.
Rudge se encogió de hombros.
—Como usted quiera, señor. Pero debe comprender que la policía tendrá que examinar ese documento. Y yo me limitaba a insinuar que, si usted encontrase la forma de colaborar con nosotros en el asunto, se ahorrarían con ello tiempo y molestias. De todos modos se hará como usted disponga. Hasta las diez, entonces, señor.
El superintendente Hawkesworth estaba esperando a Rudge en el destacamento, y al cabo de pocos minutos llegó también el jefe de policía Twyfitt.
Rudge no tardó en darles un informe detallado de lo ocurrido, así como de las medidas que había tomado y de las que se proponía tomar inmediatamente. Los otros dos lo escucharon sin interrumpirlo y Hawkesworth garrapateó mientras lo hacía una cantidad de notas.
—Hasta aquí todo parece en regla —dijo el superintendente con una rápida mirada a su superior.
—Sí —corroboró el mayor Twyfitt—, creo que Rudge ha procedido perfectamente. Y los pasos que se propone dar a continuación me parecen acertados.
—En efecto, salvo que suponen un trabajo excesivo para un hombre solo —decidió Hawkesworth—. Tendremos que repartirlo. Dedicaremos un minuto más a fijar lo que cada uno debe hacer, y en seguida usted, Rudge, podrá proseguir con la identificación. Veamos... —Durante algunos segundos escribió rápidamente y continuó diciendo—: Creo que ésta será mi tarea: me ocuparé del aspecto chino. Me pondré en comunicación con el Almirantazgo, con el Foreign Office y con ese periodista de la Gazette, así como con cualquier otra persona o institución que se me ocurran. En seguida me las entenderé con el tal Denny. Me atrevo a aventurar que existe una vinculación entre ambos hombres. Al sargento Appleton lo encargaremos de Holland, es decir, de las andanzas de Holland en este país; su actuación en China me corresponde a mí. En caso necesario, Appleton podrá recurrir a Scotland Yard para obtener allí alguna ayuda. Al mismo tiempo, podría averiguar si la pareja contrajo realmente matrimonio en Londres. ¿Cómo se ha portado el agente Hempstead?
—Perfectamente, señor. Ese Hempstead no es ningún tonto.
—De acuerdo. Le daremos, pues, su oportunidad. Lo pondremos a explorar el río, una y otra orilla en el trecho que pudo recorrer el bote. Tendrá que buscar rastros de todas clases, pero especialmente huellas de pisadas, señales de lucha, sitios en los cuales pudo arrojarse el cadáver dentro del bote, y el trozo de amarra desaparecido. Esto lo tendrá ocupado. Usted por su parte, Rudge, tome Rundel Croft y sus ocupantes, con excepción del muerto, que, según creo, cae dentro de mi jurisdicción, ¿no?
—Sí, señor. Creo que sí.
—Bueno, ya pueden marcharse. ¿Irá a hablar con el coroner sobre la identificación oficial y le pedirá el aplazamiento de la audiencia?
—Sin duda, señor.
Quince minutos más tarde, Rudge y Dakers llegaban a la posada donde yacía el cadáver del almirante. En el camino, Dakers había recuperado su buen humor y conversado amistosamente.
—¿Y bien, señor? —preguntó Rudge cuando su compañero hubo contemplado algunos instantes los rasgos rígidos.
Dakers pareció salir de un sueño.
—¡Oh sí! —dijo sin vacilar—. Es el almirante Penistone, sin duda alguna. —Parecía un poco conmovido—. ¡Pobre viejo! —prosiguió—, lamento verlo en estas condiciones. No siempre estuvimos de acuerdo en todo, pero... Si ha de juzgarse a la gente por lo que uno mismo puede comprobar, no tengo nada que decir en contra de él. —Se volvió con un suspiro—. Probablemente querrá usted que preste testimonio sobre la identificación en la audiencia...
—Le evitaría el mal rato a la señora Holland.
—Muy bien. ¿Cuándo tendrá efecto?
—Mañana a las diez.
—Estaré allí.
—Gracias, señor. Supongo... —y Rudge sonrió como anticipando que lo que iba a decir era una tontería—, supongo que mistress Holland era en realidad sobrina del difunto almirante, ¿no? Aquí nadie conoce a la familia, puesto que, como usted sabe, se instalaron hace cosa de un mes.
—¡Claro que lo era! —respondió Dakers con impertinencia—. Temo que por esos caminos no llegue usted muy lejos, inspector.
—Tenemos que dudar de todo, señor, como usted sabe. Le quedo muy agradecido por la identificación. ¿Adónde quiere usted que lo deje?
Volvieron al Lord Marshall y Dakers se apeó del coche. Cuando Rudge se disponía a arrancar, el abogado lo detuvo con un gesto.
—A propósito de ese consentimiento, inspector. He estado reflexionando y, después de todo, no encuentro ninguna razón para que usted no lo vea. No lo tengo, por ahora, pero cuando llegue a mis manos se lo haré saber.
Rudge volvió a darle las gracias, y ambos hombres se despidieron. Hasta aquí el inspector se sentía satisfecho de su jornada: indudablemente estaba realizando progresos. Algunas de sus hipótesis habían sido ya eliminadas, y algunos hechos, firmes como rocas, comenzaban a emerger de la masa de conjeturas en que estaba hundido el caso. La entrevista con el coroner concluyó pronto. Era a todas luces imposible completar la investigación, y míster Skipwort estuvo de acuerdo en que lo único que urgía por el momento era llevar adelante las formalidades para conseguir una orden de inhumación. El asunto había sido previamente convenido por teléfono, y la entrevista no tenía otra finalidad que concertar las pruebas requeridas y asegurarse de que no se hubiera presentado ningún factor imprevisto.
Durante el resto del día, Rudge estuvo muy atareado cosechando informaciones sobre los habitantes de Rundel Croft.
Fuerza es admitir que no averiguó mucho, pero en cambio inició una serie de indagaciones sobre cada uno, que quizá resultasen útiles cuando las respuestas fuesen llegando. Entre los papeles del almirante había encontrado la dirección de Cornwall, su punto de residencia anterior, y telefoneó al superintendente del distrito pidiéndole todos los pormenores que le interesaba conocer acerca de la familia. Entrevistó también a Elma Holland, aunque por desgracia sin mayor éxito. Se enteró del nombre de la agencia donde habían sido contratados los sirvientes: el mayordomo y su mujer, y la actual doncella de Elma; y escribió a sus anteriores señores pidiendo referencia de ellos. Por último efectuó un registro general de la casa, que, por lo demás, resultó completamente infructuoso.
A las 9.50 de la mañana siguiente, Rudge entró en el salón donde debía celebrarse la audiencia. A decir verdad, los interrogatorios del coroner eran formalidades que lo aburrían soberanamente.
En primer término, Neddy Ware refirió punto por punto su hallazgo. En seguida míster Dakers juró haber visto los restos, y haberlos identificado como perteneciente al difunto contraalmirante Hugh Lawrence Penistone. Hizo un breve esbozo de su vida, explicó cómo lo había conocido, y se sentó. Inmediatamente el doctor Grice prestó declaración sobre la causa de la muerte: una herida en el corazón, inferida con un cuchillo o daga, de hoja larga y fina. La autopsia había revelado que el almirante disfrutaba de una salud relativamente buena para su edad.
Con esto se dio por terminado el procedimiento, y el coroner manifestó que, a fin de permitir a la policía realizar ulteriores investigaciones, se aplazaba la audiencia hasta tres semanas más tarde a partir de la fecha.
Una vez más, Rudge quedó impresionado por la vivacidad de su amigo, el periodista de la Evening Gazette. El hombre lo asaltó literalmente a preguntas, y como la creciente sequedad de sus respuestas no pareciese surtir el menor efecto, se vio obligado a amenazarlo con pasar toda la información pertinente a un periódico rival, para hacerlo entrar en razón.
Otra persona que demostró una curiosidad sorprendente fue míster Mount. Él fue el primer hombre a quien vio Rudge en cuanto llegó al tribunal. Esto nada tenía de extraño, puesto que el propio inspector le había sugerido que quizá se requiriese su presencia. Pero debido a la resolución de no tomar más testimonios que los referentes a la identificación del cadáver, Mount no sólo no había sido citado, sino ni siquiera se le había informado oficialmente acerca del lugar y de la hora. Sin embargo, allí estaba el hombre, y por cierto que en un estado de intensa curiosidad o aprensión.
Al salir de la sala, Rudge tuvo que sufrir el asedio del vicario. Encubierto apenas bajo el precario disfraz de un párroco naturalmente interesado en sus feligreses, realizó un intento más que ostensible por sonsacarle lo que sabía la policía acerca del caso, pero en las expertas manos del inspector el pobre vicario no era más que un chiquillo. Rudge le contestó sin rodeos y con aire convincente de sinceridad, luego de advertirle que no divulgara sus confidencias. Pero no ignoraba que cuando el otro reflexionase sobre lo que le había dicho, no le sería fácil concretar en qué habían consistido tales confidencias.
El inspector quedó preguntándose si habría prestado la debida atención al reverendo Mount y, una vez sentado en sus habitaciones repasó sus notas y transcribió todo lo que sabía acerca de él.
En primer lugar, el vicario había estado en términos claramente amistosos con la gente de Rundel Croft. Además, había sido en su bote donde fue encontrado el cadáver y, lo que era aún más significativo, también se encontró allí su sombrero.
Por añadidura había que tener en cuenta su repentino viaje a Londres, el riego del jardín, y ahora su profunda ansiedad por el caso. Cuanto más lo pensaba, más inclinado se sentía Rudge a concluir que el hombre estaba de algún modo complicado en el drama.
Consideró los puntos anteriores alternativamente, pero el único sobre el cual le pareció conveniente averiguar algo más, fue la visita a la ciudad, por lo que se aplicó a estudiar sus pormenores.
Había sido entre las once y la una cuando le envió el vicario aquella nota donde le comunicaba su deseo de salir aquella misma tarde para Londres por un asunto urgente vinculado con sus deberes eclesiásticos. Aquélla debió de ser una resolución muy repentina, puesto que él, Rudge, había estado conversando con Mount en las primeras horas de la mañana, sin que éste mencionara para nada su viaje.
El inspector no sabía gran cosa de asuntos eclesiásticos, pero dudaba de que se llevaran así. Suponía que la mayor parte de las visitas de carácter profesional a Londres debían implicar, para un clérigo, citas concertadas con bastante anticipación, o entrevistas con dignatarios de la Iglesia, también concertadas previamente, por lo que se sentía predispuesto a sospechar que los deberes religiosos invocados no debían tener mucho que ver con la religión.
¿Qué partido tomar en ese caso? Mount disfrutaba de un sólido prestigio de integridad, y si se le planteaba el problema directamente acaso diera la explicación requerida. Pero el inspector descartó esta posibilidad, porque no se le ocurría ninguna pregunta que exigiera respuesta.
Cierto que el vicario había ido a la ciudad; pero otro tanto habían hecho Elma, Holland y Denny. ¿Era lógico suponer que no hubiera ninguna relación entre todos estos viajes?
De pronto comprendió que lo más acertado sería rastrear los pasos del vicario en la ciudad. Esto no llevaría mucho tiempo y acaso revelase algo de vital importancia. Fue, pues, al superintendente y le expuso sus puntos de vista. Hawkesworth pareció impresionado, y le concedió una licencia de dos días.
—Lo mejor será que avise usted en Scotland Yard lo que se propone hacer —le dijo—. Telefonearé para advertirles de su llegada.
El primer problema era: ¿en qué forma había hecho Mount el viaje? Tenía automóvil, pero casi todas las personas de ingresos modestos iban a Londres en tren, ya que el ferrocarril resulta más barato para las distancias largas.
Mount estaba en la Vicaría a la una y lo había llamado desde el Hotel Charing Cross a las nueve. Solamente dos trenes hubiera podido tomar en el intervalo: el que salía de Whynmouth a las 2.50 y llegaba a Waterloo a las 5.45, y el que salía a las 4.25 y llegaba a las 8.35.
Rudge empezó por acudir al periódico local y se procuró una fotografía de Mount. Luego se dirigió a la estación e inició sus investigaciones. En seguida comprobó que su hombre había sido visto allí el día señalado, pues tanto el empleado de la taquilla como el revisor del tren se habían fijado en él especialmente, y ambos por la misma razón: al parecer había comprado un billete para Londres, pero no había viajado en un tren hacia Londres, sino en el de la una y media, que tenía combinación en el empalme de Passfield con el expreso que salía de Waterloo a las once, en dirección oeste.
Había explicado que quería hacer el viaje en dos etapas y que seguiría para Londres en un tren posterior.
Mientras Rudge viajaba en el siguiente tren que conducía al empalme de Passfield, recapituló las condiciones del terreno. La línea principal de la sección Oeste del Ferrocarril Sur iba de Waterloo a Devon, sin pasar por Whynmouth, sino unos quince kilómetros tierra adentro. Whynmouth era la estación terminal de un ramal secundario que se desprendía de la línea principal en el empalme de Passfield, una estación sin importancia, situada junto a la carretera veinticinco kilómetros más lejos, en la dirección de Londres. En la línea principal, la ciudad más próxima a Whynmouth era Drychester, a veinte kilómetros por la carretera. Entre ambas ciudades no había comunicación ferroviaria directa, y era necesario hacer el viaje de una a otra por el empalme de Passfield.
En cada una de las pequeñas estaciones entre Whynmouth y el empalme, saltó Rudge del tren para averiguar si en alguna de ellas habían visto bajar al vicario el día en cuestión, pero ninguna información pudo obtener hasta llegar al mismo empalme. El jefe de esta estación conocía un poco al reverendo, y le parecía recordar que en aquella ocasión lo había visto entrar en un vagón de tercera del expreso. Rudge se dirigió inmediatamente a la taquilla donde se le informó que no se habían vendido más que tres billetes para ese tren: uno de ida para Exeter, y dos de ida y vuelta para Drychester. Parecía, pues, bastante claro que Mount había adquirido uno de estos últimos.
A su debido tiempo llegó el inspector a Drychester, pero aquí no tuvo la misma suerte. Tratábase de una estación de mucho movimiento, muy diferente al pequeño empalme, y en la que nadie conocía a míster Mount ni había reparado en ningún clérigo que se le pareciese.
No obstante, parecía lógico que el vicario hubiese llegado a Drychester a las 2.40, pero si así era no había tenido tiempo de alcanzar el primero de los dos trenes a Londres, y por consiguiente debió partir en el segundo, a las 4.50. Lo que significaba que había dispuesto en Drychester de dos horas y diez minutos. ¿Qué podía haber hecho en ese tiempo? Rudge no lograba imaginárselo. Primero pensó en ir a la catedral e interrogar a los sacristanes, pero desistió porque no tenía interés en divulgar sus investigaciones. Por fin, y sin más que una remota esperanza de éxito se decidió a indagar entre los conductores de taxis de la estación, por si acaso hubieran llevado a míster Mount a destino.
Pertrechado con su fotografía, fue, pues, a conversar con los hombres. No esperaba conseguir mucho de ellos, y por lo tanto quedó agradablemente sorprendido al comprobar que había dado con una veta inesperada, aunque hasta mucho tiempo después no alcanzó a medir su profundidad y su riqueza.
Uno de los hombres, sujeto reseco y marchito, reaccionó al ver la fotografía.
—Sí —dijo—. Claro que he visto a este caballero, pero no aquí, sino en Lingham.
—¡Ah! —contestó Rudge—, conque en Lingham, ¿eh? Lo lamento. Estoy buscando huellas suyas aquí.
—Aquí no lo he visto, jefe. No lo vi más que una vez en mi vida, y fue en Lingham.
El destino de Rudge, el de Mount y el de varias otras personas osciló en la balanza. El inspector estuvo a punto de pasar al taxista inmediato, pero por fortuna para él no lo hizo. Por fortuna para él formuló la pregunta fatal:
—¿Y cuándo ocurrió eso?
—El martes pasado por la noche —contestó el otro— en una casa situada cerca de Lingham, más o menos a un kilómetro del pueblo, junto al río.
—¿Junto a la iglesia?
—Eso es.
—¿A qué hora?
El chófer hizo una pausa para reflexionar.
—Hacia la medianoche o algo más tarde.
El corazón de Rudge dio un salto brusco: las doce o un poco más tarde en la noche del crimen, era un momento bastante crítico de la historia. A aquella hora el espantoso drama que halló su desenlace en la muerte del viejo Penistone debía haber comenzado ya. A Rudge le hubiera complacido extraordinariamente saber qué podía haber estado haciendo el vicario a esa hora.
—Será mejor que me lo cuente todo —invitó, tratando de que su voz no traicionara su impaciencia.
Pero lo que le contaron, lejos de aclarar el enredo, sólo consiguió hacerlo más intrincado.
Al parecer, esa noche, la noche del crimen, el hombre estaba de servicio a las diez y veinte, hora de llegada del último tren de la ciudad, que salía a las siete de Waterloo, y que le proporcionó un viaje. Su pasajera había sido una señora menuda, de mediana edad y ademanes vivaces y nerviosos. Por lo que el chófer había podido ver, a la claridad más bien pobre de las lámparas, tenía aspecto agradable y vestía con extrema elegancia. Evidentemente, lo había impresionado como una dama muy atractiva.
Ella le había pedido que la llevara a una casa de Lingham que le indicaría en su momento, y la esperase allí unos minutos para conducirla luego de regreso al hotel Angler’s Arms de Drychester.
Salvo la hora, relativamente avanzada para una visita, Rudge no vio en esto nada insólito. Conocía los trenes de la ciudad. El último con combinación para Whynmouth salía de Waterloo a las cinco y media. El de las siete no paraba en el empalme de Passfield, y el único modo de que pudiera llegar a Whynmouth un pasajero de este tren, era recorriendo en automóvil los veinte kilómetros que separaban a esta ciudad de Drychester.
—Lo escucho —dijo con voz alta—. Continúe.

El hombre había llevado a la viajera a Lingham, y ella lo había guiado hasta la casa contigua a la iglesia. Allí le había indicado que la aguardase en la carretera, para no despertar a los niños con el ruido del motor, y después de prometer que no tardaría mucho había desaparecido en dirección al edificio. Esto debió ocurrir pocos minutos antes de las once.
El chófer se dispuso a esperarla, y por cierto que la esperó. Los pocos minutos pasaron tres o cuatro veces y aún no había señales de la dama. El hombre empezó a impacientarse; bajó del automóvil y recorrió el corto trecho de camino que lo separaba de la casa, oculta tras un pequeño huerto. Todo era allí sombras y silencio, y no parecía haber nadie levantado en el interior. Cada vez más ansioso por el importe de la carrera, se adelantó para llamar en la primera puerta que encontró al paso, y que Rudge identificó como la puerta lateral. Por unos momentos no contestó nadie, y el conductor golpeó más y más fuerte, hasta que acabó por abrirse una ventana del primer piso, y aquel clérigo de la fotografía asomó por ella la cabeza. ¿De qué se trataba? ¿Acaso de la llamada de algún enfermo? El chófer le hizo entender claramente que no era así y el párroco dijo que bajaría a enterarse. Ya en la puerta, el otro le preguntó si su pasajera saldría pronto, porque tenía un trabajo para la mañana temprano y no quería esperar toda la noche. Evidentemente, el caballero no sabía nada de la señora, pero pidió una descripción de ella, y cuando la obtuvo pareció consternado. Después declaró que todo estaba bien, que creía que la mujer era una amiga de su ama de llaves, y que si el conductor esperaba unos minutos más iría a averiguar cuánto tardaría. Desapareció en efecto para volver poco después, con la noticia de que la señora había sufrido un desmayo, y en la confusión subsiguiente nadie se había acordado del taxímetro. No estaba del todo repuesta para regresar a Drychester aquella noche, por lo cual se quedaría con el ama de llaves y le había encargado pagar el viaje.
Finiquitado así el asunto, el chófer había vuelto a Drychester, y esto era todo lo que sabía.
¡Esta sí que era una nueva complicación! Rudge lanzó un juramento. Las cosas se enmarañaban cada vez más, en vez de irse desenredando por sí mismas.
—Dígame —preguntó—, ¿pasaron ustedes por Lingham, no es cierto?
—Exacto, jefe.
—¿Y se detuvieron allí?
—Sólo uno o dos minutos. Paré para que la señora me indicara el camino que debía tomar.
Bueno, aquí por lo menos había algo reconfortante: ése debió ser el automóvil que había visto el agente Hempstead. Y hasta ahora el relato de Hempstead corroboraba la historia del chófer.
Rudge dejó para más tarde las reflexiones que el caso merecía, y se encaminó al hotel Angler’s Arms, que quedaba cerca de la estación. Allí obtuvo algunos datos que, a su juicio, justificaban plenamente sus sospechas.
Resultaba que, hacia las siete del día en cuestión, se había recibido en el hotel un telegrama procedente de Waterloo, cuya remitente, mistress Marsh, anunciaba que viajaría en el próximo tren, y pedía que le reservaran una habitación para pasar la noche. Recomendaba asimismo que no cerraran la puerta hasta su llegada, pues una diligencia urgente le impediría estar allí a las doce, o todavía más tarde. De acuerdo con sus instrucciones, la habitación había sido convenientemente dispuesta, y el portero había aguardado casi hasta las dos, sin que la dama se presentara ni se tuvieran noticias de ella.
Esto probaba que la señora había tenido realmente la intención de regresar a Drychester desde la Vicaría de Lingham, y en cierto sentido demostraba su buena fe.
Quizá no fuese difícil obtener más pormenores en la Vicaría, pero en el ínterin Rudge no debía perder de vista el motivo principal de su investigación: ¿qué estaba haciendo el reverendo Mount en Drychester?
Sacó la fotografía, y preguntó al gerente del hotel si había visto alguna vez al original. Y aquí fue donde surgió la información que reanimó de pronto las antiguas sospechas de Rudge, y le hizo congratularse por no haber descuidado este aspecto del caso.
Mount, según le dijeron, se había presentado en el hotel al día siguiente de los hechos referidos, y Rudge dedujo que debió de hacerlo inmediatamente de llegar a Drychester. Había dicho que estaba realizando una delicada investigación en beneficio de uno de sus feligreses, algo relativo a un matrimonio desgraciado..., esperaba que el gerente no le exigiese detalles. La esposa de su feligrés había dispuesto encontrarse el día anterior con su marido, para concertar una reconciliación, y se proponía regresar después al Angler’s Arms, para pasar allí la noche. Pero no había acudido a la cita, y el amigo del párroco estaba muy afligido. No se presentaba personalmente en el hotel para mantener el secreto de sus conflictos domésticos, pero había encargado al párroco que hiciera las averiguaciones. ¿No podría el gerente darle alguna noticia de la dama? El vicario ignoraba, por otra parte, bajo qué nombre podía haberse inscrito en el registro...
Aunque el gerente no conocía personalmente al reverendo Mount, lo había visto muchas veces en la catedral ejerciendo su ministerio y no se le ocurrió dudar de su bona fides
El inspector supuso que esta entrevista debió constituir todo lo que el vicario tenía que hacer en Drychester, pero, para asegurarse de ello en la medida de lo posible, se dirigió a la catedral y, fingiéndose un feligrés, preguntó al sacristán si había tenido alguna noticia de su antiguo párroco, el reverendo Philip Mount que, según creía estaba ahora a cargo de una parroquia en algún lugar vecino. Partiendo de este principio, no le fue difícil encauzar la conversación por el rumbo deseado, y no tardó en convencerse de que el vicario no había estado en la catedral el día en cuestión.
Aquella noche, el inspector tomó el último tren para la ciudad. En las primeras horas de la mañana siguiente estaba en Scotland Yard, donde manifestó su propósito de realizar ciertas averiguaciones en el hotel Charing Cross, y posiblemente en algunos otros lugares. Se le preguntó si necesitaba colaboración y, ante la respuesta negativa, le dijeron que siguiera adelante y llamase en caso de necesitarla.
Asegurada así su libertad de acción, Rudge se dirigió al hotel, y allí, con la ayuda de su fotografía, no tuvo inconveniente en establecer que Mount había llegado pocos minutos antes de las nueve, la misma noche en que lo llamó por teléfono, evidentemente en el tren que arribaba a Waterloo a las 8.35. Que se supiera, no había salido esa noche. A la mañana siguiente había pagado su cuenta después del desayuno, y se había marchado. Hasta aquí todo iba viento en popa para Rudge, que había obtenido información rápidamente por medio del registro del hotel y de los mozos y camareros. En lo sucesivo, su trabajo no iba a ser tan simple. En vano interrogó a porteros y botones. El conserje recordaba haber visto al vicario, pero no podía precisar cómo se había marchado. Quizás él mismo, o alguno de su personal, le hubiese buscado un taxi, pero buscaban tantos que no podía estar seguro.
Rudge se mostró insistente en grado superlativo, pero el éxito no coronó sus esfuerzos. Mount había partido, esto era un hecho, pero nadie sabía cómo.
El inspector se dirigió a la plaza de la estación. Según todas las probabilidades, Mount había ido a pie adonde deseaba ir, o de lo contrario había tomado un autobús o el metro. Si así era, Rudge no veía la forma de seguir sus rastros; tendría que regresar a Whynmouth y hacer una nueva tentativa para extraerle una declaración que posiblemente se rehusaría a prestar, sin que existiera medio de obligarlo.
No; era infinitamente preferible descubrir lo que había hecho en la ciudad sin recurrir a su testimonio.
El inspector volvió a preguntarse si a pesar de todo no podía Mount haber tomado un taxi. No era difícil que los porteros hubiesen olvidado esta circunstancia, y, por lo demás, acaso hubiese salido a la plaza y se hubiese procurado el vehículo por su cuenta. Rudge decidió, pues, interrogar a los taxistas que solían estacionar sus coches cerca del hotel.
Empezó en seguida, y por cierto que el trabajo resultó largo.
Exhibió su fotografía ante cada uno de los hombres, y les preguntó si habían llevado al vicario. Y cada uno de ellos meneó la cabeza y declaró no haber visto nunca al caballero.
Pero Rudge no se dio por vencido. Estas indagaciones eran su última esperanza, y antes de abandonarlas quería cerciorarse de que no conducían a ninguna parte. Por último, su perseverancia obtuvo la justa recompensa. De regreso de un viaje, un nuevo taxi se situó en la fila, y Rudge se aproximó a él retrato en mano.
El conductor parecía inclinado a la discreción. Sí, había visto al clérigo, pero no comprendía qué diablos podía importarle eso al inspector. Una propina extravagante ahogó, sin embargo, sus escrúpulos y acabó por revelar lo que sabía.
Mount lo había llamado desde la plaza y le había indicado que lo llevara a una pensión de Judd Street. El hombre no recordaba con exactitud el número, pero podría encontrar el edificio.
—Pues encuéntrelo —ordenó Rudge, subiendo al coche.
Al poco rato se detuvieron frente a la pensión Friedlander’s y al cabo de un par de minutos estaba el inspector interrogando a la administradora. Sí, el clérigo de la fotografía había estado allí en la mañana señalada, solicitando ver a mistress Arkwright, una señora que se hospedaba en el establecimiento desde hacía tres semanas. Pero esta señora había partido el día anterior, inesperadamente, y aún no había regresado, cosa que pareció decepcionar al clérigo, que dejó su nombre y una dirección: «Rev. Philip Mount, Vicaría de Lingham, Whynmouth, Dorset», y pidió que mistress Arkwright le telefoneara en cuanto estuviera de regreso. Y tras este encargo había partido.
Rudge orientó la conversación hacia mistress Arkwright y, pese a las reticencias de la administradora, pudo sacar en limpio unos cuantos datos. Tratábase de una dama de edad madura, bajita, activa y vivaz, francamente agradable de apariencia y vestida siempre con elegancia. Aunque se veía que no era rica, parecía de posición acomodada. La administradora no estaba segura de que no fuera francesa. En el hotel se alojaba una muchacha de esta nacionalidad, y mistress Arkwright hablaba en francés con ella de corrido, como hablaba en inglés con los otros.
Rudge tuvo la impresión de estar progresando. Resultaba ahora claro que mistress Arkwright había viajado inesperadamente de Londres a Drychester, en la tarde anterior al crimen. Convertida, por modo misterioso, en mistress Marsh en el curso del viaje, se había hecho conducir a la Vicaría y allí había desaparecido.
Al inspector le hubiera agradado registrar la habitación y los efectos de la dama, pero sin una orden de allanamiento no le pareció prudente. No obstante, y por medio de un hábil sondeo, todavía pudo obtener de la administradora unos cuantos datos más.
Mistress Arkwright era de modales afables y se contaba entre las pensionistas preferidas. No tenía sin embargo muchos amigos personales, denominación con la cual la administradora se refería a las visitas. Lo cierto es que podía asegurar que sólo recibía una, un hombre que acudía a intervalos regulares. Era alto y de aspecto distinguido, y su frente bronceada hacía pensar que había vivido en algún país cálido. Pocas veces había visto la administradora a un hombre de tan buena planta. Su nombre era Jellett.
Rudge estaba en una disposición de ánimo cavilosa cuando abandonó el hotel y automáticamente encaminó sus pasos a la estación del metro más próxima. Había en todo esto algo sumamente desconcertante. No cabía ya ninguna duda de que mistress Arkwright o Marsh, había estado en la Vicaría la noche del crimen, pero tampoco ninguna certeza de que hubiera visto a Mount. Por lo que éste le había dicho al chófer, costaba creer que conociera su presencia en la casa; pero tampoco podía admitir Rudge que la dama hubiera padecido un desmayo en mitad de su visita al ama de llaves. De todos modos, ¿cómo había desaparecido? Parecía como si el mismo Mount lo ignorase, y sus excursiones a Drychester y a Londres hubieran representado simplemente un esfuerzo para descubrirlo.
El inspector sospechaba que debieron de existir negociaciones secretas entre el vicario y esta mujer. Se hubiesen visto o no la noche del crimen, algo debió ocurrir que inspiró a Mount el deseo de entrevistarse con ella al otro día. Y el factor de misterio que rodeaba toda la incidencia parecía cualquier cosa menos inocente.
En este punto recordó Rudge algo que le había contado la gárrula posadera del Lord Marshall en Whynmouth. Aquel Mount había tenido problemas en su vida: su esposa se había fugado con otro hombre. Y tal vez...
Rudge silbó entre dientes. Si mistress Arkwright era en realidad mistress Mount, resultaban comprensibles, por lo menos en cierta medida, todas estas evoluciones misteriosas. Algún problema pudo surgir, posiblemente relativo a un divorcio, que exigiera una entrevista inmediata. Así se explicaba la visita a la Vicaría y el subsiguiente viaje del clérigo a la ciudad, aunque no la ignorancia simulada por éste. Y sin embargo... En el calor de la discusión sobre el divorcio, era muy probable que la mujer se hubiera olvidado del taxi, y cuando Mount lo encontró aguardando en la puerta, pudo inventar aquella fábula del ama de llaves para evitar un escándalo.
Fuese lo que fuere, la hipótesis era lo bastante prometedora como para justificar una investigación ulterior. Hemos de admitir que Rudge no veía aún cómo vincularla con la muerte del almirante Penistone, pero tal vinculación se imponía a raíz del bote, del sombrero, y sobre todo, de la ansiedad demostrada por el vicario en la audiencia.
Ahora bien, ¿cómo averiguar algo más sobre la esposa fugitiva? El inspector dedicó a este problema unos minutos más y regresó a Scotland Yard, donde pidió prestada una guía Crockford. Por ella se enteró de que Mount estaba en su cargo actual desde hacía diez años, antes de los cuales había sido párroco de una iglesia de Hull. De inmediato se comunicó con el superintendente de Hull y le rogó que tratara de conseguir una descripción y, de ser posible, una fotografía de mistress Mount.
Al cabo de un par de horas, le contestaron que habían obtenido una fotografía y una descripción y que habían enviado ambas cosas a Scotland Yard. Llegaron, en efecto, el lunes por la mañana. La fotografía, proveniente del archivo de un periódico local, mostraba a la dama en medio de un grupo, con otros miembros de la junta del asilo. La descripción hizo estremecer a Rudge de pura satisfacción: aparentemente estaba sobre la buena pista.
No tardó media hora en estar por segunda vez en la pensión de Judd Street. Lamentaba tener que molestar de nuevo a la administradora, ¿pero tendría la gentileza de informarle si mistress Arkwright figuraba en aquel grupo?
La administradora titubeó un momento, pero cuando el inspector le explicó que la fotografía había sido tomada diez años antes, pareció ya segura. Sí, la cuarta señora de la izquierda era, sin duda, su pensionista.
Ampliamente satisfecho de sí mismo, tomó el inspector el primer tren que salía de Waterloo. Decidido a no descuidar detalle, descendió en Drychester y se fue a ver a su amigo, el taxista, de quien no obtuvo una confirmación tan rotunda, aunque el hombre admitió que su pasajera podía haber sido el original de la fotografía.
Cuando volvió aquella tarde al destacamento policial de Whynmouth para dar cuenta de sus progresos al superintendente Hawkesworth, Rudge lo hizo con la agradable certidumbre de haber logrado algo y de haber hecho mucho. Pero Hawkesworth, con el criterio desalentadoramente estrecho que tan a menudo adopta la autoridad, no pareció muy impresionado.
—Hum... —dijo, cuando Rudge hubo concluido su exposición—. Todo esto me huele a un enredo familiar y nada más. Ese bendito párroco debe estar pensando en hacer las paces con su mujer o en divorciarse, o en cualquier otra cosa por el estilo. Pero esto no nos ayuda a descubrir quién mató al viejo Penistone. ¿Qué piensa usted hacer ahora?
—Pensaba acudir al vicario y exigirle una explicación, señor.
—¿Una explicación de qué? —preguntó Hawkesworth frunciendo el ceño.
—De los movimientos de mistress Mount aquella noche. El bote desapareció de la Vicaría y está relacionado con el crimen. ¿Quién se lo llevó..., mistress Mount? Creo, señor que, dadas las circunstancias, podemos insistir en ese punto.
El superintendente pareció reflexionar, y luego admitió secamente:
—Muy bien. Inténtelo. No veo por qué no habría de hacerlo, en vista de que ha llegado ya tan lejos.
Rudge era presa de una amarga indignación mientras conducía su coche hacia la Vicaría de Lingham. ¡Éste era siempre el resultado cuando uno se molestaba en hacer las cosas bien! ¿Qué clase de mentalidad era la de Hawkesworth? ¡Que el diablo se lo llevase si aquella información sobre mistress Mount no era de vital importancia! Su inesperada visita a la Vicaría en la noche del crimen, su inesperada desaparición después de llegar, la ignorancia de Mount, real o fingida, acerca del asunto... El bote, el sombrero, el repentino afán del vicario por encontrar a su esposa; sus subterfugios para impedir que se conociesen sus verdaderos propósitos («asuntos eclesiásticos», le había dicho a Rudge; «las desgracias conyugales de uno de sus feligreses», le había explicado al gerente del hotel de Drychester; «noticias de familia», había alegado ante la administradora de Judd Street...). Todo el caso, en suma, era infernalmente sospechoso, y casi no cabía dudar de que míster Mount podía suministrar alguna información valiosa.
Algo más animado, Rudge se dirigió hacia la Vicaría.