VI

Rudge abandonó la Vicaría bastante satisfecho, y por más de una razón. Quedaba confirmada su hipótesis de que había sido Ware quien remaba aquella noche en el bote del almirante, y por fin había pruebas concretas de que lo había hecho corriente abajo. Era curioso que el viejo hubiera insinuado tanto sobre el particular. Salvo aquella única insinuación relativa al tiempo requerido para el viaje, parecía que no hubiera tenido ninguna intención de engañarlo, y que hasta hubiera tratado de ponerlo sobre la buena pista. ¿Era posible que el conocimiento culpable de Neddy Ware pesase en su conciencia hasta el punto de hacerlo desear que el asesino fuera descubierto, aunque al mismo tiempo, y por escrúpulos dignos de un colegial, no quisiera ser él quien lo delatara?

Bien pensado, ésta era la única explicación lógica de su conducta. Pero de ser así, había que lamentarlo en cierto modo, porque Rudge conocía a Neddy Ware lo bastante para estar convencido de que, si el viejo había tomado la resolución de no denunciar al criminal, no habría poder humano capaz de conseguir que lo denunciara.

Aunque, de todos modos, valía la pena intentarlo.

Rudge acudió, pues, a toda prisa al mayor Twyfitt y solicitó su autorización para la entrevista, y después de enterarse incidentalmente de que la teoría sobre las huellas había sido confirmada, se encaminó en su automóvil a la casita de Ware.

El viejo estaba tomando sol en el jardín y pareció muy complacido al ver a su visitante.

—¡Hola, míster Rudge! ¿Sigue usted intrigado con el problema de las mareas?

Rudge se sentó sobre el mismo banco.

—No, Ware. Esta vez no se trata de las mareas, sino de algo más serio. Quiero que usted me diga lo que estaba haciendo en compañía del almirante la noche del martes pasado... es decir, la noche del crimen.

El viejo parecía la imagen del más inocente asombro.

—¿Yo? Yo no estaba con el almirante, ¿quién le ha metido esa idea en la cabeza, míster Rudge? Ni siquiera lo vi jamás en esta comarca. ¿No le dije a la mañana siguiente que no lo había reconocido?

—Así es, y temo no poder creerle, sabiendo que estaba usted en Hong Kong cuando estalló aquel escándalo sobre Penistone, del que debió estar perfectamente enterado, aunque nunca dejó escapar una palabra sobre el asunto. Ahora escúcheme bien, Ware, y tenga en cuenta que no le estoy amenazando. No me gustaría hacerlo, pero al mismo tiempo estoy dispuesto a decirle que tenemos pruebas de que fue usted a ver al almirante Penistone en Rundel Croft, el martes pasado por la noche, y que lo llevó río abajo en su bote, a las diez y cuarto. Y, lo que es más, voy a decirle en qué consisten esas pruebas: los vieron partir, quedaron impresiones digitales suyas en los remos, y huellas de sus pies en la orilla. De modo que, como usted verá, de nada valdría negarlo. Ahora bien, no necesito decirle que esto lo pone en una posición bastante incómoda. Observe que yo no creo que tenga usted nada que ver con el crimen, pero otros podrían creerlo.

—Me alegro de que usted no crea que tengo algo que ver con el crimen, míster Rudge —dijo Ware secamente.

—Pero otros podrían creerlo —repitió Rudge—. Y lo creerán, a menos que nos cuente usted todo lo que sabe acerca de esa noche. Vamos, vamos, Ware...

Neddy Ware dio una o dos chupadas a su pipa antes de hablar.

—Usted está completamente seguro de que fue un asesinato, ¿no es así, míster Rudge?

—No supondrá que se trata de un suicidio, ¿no es cierto? Y no alcanzo a concebir cómo hubiera podido clavarse aquel puñal en el pecho del almirante por accidente. Accidente, suicidio o asesinato, una de estas tres cosas tiene que ser.

—¡Oh, no! No necesariamente... —replicó Ware—. De ninguna manera.

—¿Qué quiere usted decir? ¿Afirma qué la muerte del almirante no se debió a suicidio, accidente ni asesinato?

—¿Yo? Yo no afirmo nada. Es cosa suya descubrir cómo murió. Lo único que digo es que no todas las muertes se deben a una de esas tres cosas. ¿Qué diría usted de los que mueren en la horca, por ejemplo? ¿Qué sería eso, míster Rudge: accidente, suicidio o asesinato?

—Bueno, dejemos eso —indicó Rudge impaciente—. Lo que quiero saber es lo que hizo usted el martes pasado por la noche, y adonde condujo al almirante. Y no necesito repetir que le conviene contármelo.

Ware hizo una nueva pausa antes de contestar, y esta vez tan larga que el inspector empezó a creer que no iba a contestarle nunca. Pero sabía por experiencia que en momentos tan críticos como éste, la paciencia silenciosa resulta la mejor táctica.

Al cabo, el viejo se sacó la pipa de la boca.

—Hablemos primero un poco de esa mujer. ¿Qué hay de verdad en lo que se cuenta? Por ahí andan diciendo que era la esposa de míster Mount, mientras otros aseguran que era la doncella franchute que tenía la sobrina del almirante.

—Las dos cosas —explicó el inspector lacónicamente, fastidiado por esta digresión pero creyendo preferible no contrariar al viejo.

Como se recordará, Rudge era también aficionado a la pesca.

—¿Ah, sí? ¡Qué curioso! ¿Y se mató, dicen?

Ware se volvió de pronto, y miró al inspector cara a cara:

—¿Es eso verdad, míster Rudge? ¿De qué se trata esta vez: accidente, suicidio o asesinato?

—El superintendente y el mayor Twyfitt están de acuerdo en que fue un suicidio —dijo Rudge, sin añadir que él no lo estaba.

—¡Ah! —exclamó Ware y volvió a su pipa.

Una vez más se recordó el inspector que la paciencia es una virtud.

Y en este punto, Neddy Ware hizo algo que lo sorprendió vivamente: volvió por propia voluntad al tema de sus evoluciones en la noche del crimen.

—¿De modo que desea usted saber lo que yo hice, míster Rudge? Bueno, puesto que sabe ya tanto, quizá sea mejor que se lo diga. Se lo hubiera dicho antes, pero me pareció preferible no hacerlo para que no se le metiesen en la cabeza ideas sobre mi persona, y por la misma causa declaré la otra mañana no reconocer al almirante. Pero la verdad es que fui a su casa como usted ha dicho. Aquella tarde, al verme pescando cerca de sus tierras, me había ofrecido cinco chelines por conducirlo en bote hasta Whynmouth después de cenar; porque, como es lógico, no quería hacer muchos esfuerzos en seguida de comer copiosamente.

—¿Y adónde lo condujo? —inquirió Rudge anhelante.

—Pues adonde él quería ir... A Whynmouth. Lo dejé en la escalinata, y me preguntó el camino más corto para llegar al Lord Marshall. Ésa fue la última vez que lo vi.

—¿No lo esperó? —preguntó el inspector, decepcionado.

—No. Me dijo que tardaría, y que probablemente regresaría en coche.

—¿Y usted dejó allí el bote y regresó a pie?

—No. Volví a traerlo y lo dejé guardado en el cobertizo.

—¿Qué lado del bote entró primero?

—No sabría decirle. Probablemente la proa. Es más fácil. ¿Por qué, míster Rudge?

—¡Oh, por nada! ¿Hizo algo más?

—Le pasé un poco el estropajo antes de retirarme, eso fue todo.

—¿A qué hora llegaron a Whynmouth?

—No lo sé con exactitud. Supongo que alrededor de las once.

—¿Y cuánto tiempo tardó después, remando contra la corriente, en volver a recorrer ese trayecto de casi seis kilómetros?

—No mucho menos de dos horas. Llegué aproximadamente a la una, según el tiempo de ustedes.

—¿Y en seguida se marchó a su casa?

—Así es, míster Rudge. Y no sé más. De todos modos, me alegro de que usted no sospeche que yo asesinara al almirante, piensen lo que piensen los otros.

Rudge insistió todavía unos minutos, pero sin éxito. Ya de regreso en su automóvil, no se sentía demasiado satisfecho de sus resultados. ¿Hasta qué punto podía confiarse en Neddy Ware? Si se aceptaba su historia, parecía probado que el visitante del Lord Marshall había sido en realidad el almirante Penistone, cosa que no era imposible. Pero el resto del relato no sonaba tan verídico. ¿Podía aceptarse, por ejemplo, que el almirante hubiera cargado a Ware con aquel esfuerzo de remar durante dos horas contra la corriente, sólo para evitarse cuarenta minutos de marcha río abajo, y a favor de la marea? Era posible, por supuesto, pero el inspector tenía la extraña intuición de que era aquí donde el relato de Ware se apartaba de los carriles de la verdad. Estaba absolutamente convencido de que el viejo no había declarado todo lo que sabía. ¿Por qué, por ejemplo, después de acostarse tan tarde, estaba levantado y pescando a una hora tan temprana de la mañana siguiente? Parecía como si hubiera sabido lo que iba a descubrir.

Sin embargo, por lo menos por el momento, nada más podía hacerse, y Rudge pensó que algo había adelantado, puesto que ahora sabía con certeza que el almirante había ido a Whynmouth aquella noche. Pero ¿a ver a quién?

¿A quién..., sino a su asesino?

Walter Fitzgerald había estado en Whynmouth. Si el inspector tenía un poco de suerte, se habría alojado allí, y por consiguiente podría rastrearse su pista.

Todos los signos parecían apuntar en esa dirección. Y fue por lo tanto hacia Whynmouth hacia donde enderezó el inspector su ajetreado cochecito de dos asientos.