VII

Sin embargo, mientras viajaba su pensamiento estaba ocupado con reflexiones totalmente ajenas a su objeto inmediato. Cuanto más pensaba en ello, menos dispuesto se sentía a admitir que la muerte de mistress Mount se debiera a un suicidio, según la cómoda opinión del superintendente y del mayor Twyfitt. Las ciruelas recién comidas no eran sino uno en una docena de indicios más, insignificantes en sí, pero formidables en su conjunto. Evidentemente, mistress Mount había estado complicada de algún modo en el asesinato del almirante, o en el peor de los casos debía conocer algo acerca de él... Quizá demasiado, fantaseaba Rudge, para la tranquilidad del criminal. Y aquel suicidio le convenía a éste demasiado para ser verdadero. Sobre todo en el momento en que se produjo: inmediatamente antes de la conferencia convocada por ella misma, y en la cual se proponía descargar de sus hombros una parte del conocimiento que la agobiaba.

¿Era verosímil que al citar a su esposo, a los Holland y a sir Wilfrid Denny, mistress Mount hubiera tenido la intención de confrontarlos con su propio cadáver? Hubiera sido una broma bastante siniestra, y mistress Mount no parecía haber sido una dama de humor macabro.

No. La verdad es que constituía una suerte excesiva para Walter Fitzgerald el que ella hubiese muerto en la oportunidad en que murió.

¿Pero cómo se las habría arreglado él para conseguirlo? En este punto, el inspector se veía forzado a admitir su absoluta ignorancia.

No bien efectuadas las llamadas telefónicas necesarias, Hawkesworth y él habían registrado la casa, del desván a la bodega, sin encontrar nada. Estaba, además, seguro de que nadie se había escapado mientras él montaba guardia en las proximidades del estudio. La puerta principal y la cocina habían estado constantemente bajo su vigilancia, sin hablar del sendero. Si Walter Fitzgerald era el autor del hecho, había procedido con una astucia consumada.

A lo largo de todo el camino hasta Whynmouth, el inspector se rompió los sesos contra este muro de piedra.

Y no tuvo mejor fortuna en su otra misión. Aunque perdió toda la tarde visitando personalmente cada hotel, cada posada y cada casa de pensión del pueblo, no pudo hallar rastros de su barbudo. Al parecer, el hombre no se había alojado en Whynmouth.

¡Paciencia! No importaba mayormente. El almirante debió haber dispuesto encontrarse con él en Whynmouth, pero no era forzoso que el joven se hubiese alojado allí.

No costaba entender por qué no se había concertado la cita en Rundel Croft: sin duda el viejo no quería ver a su sobrino en su casa.

Rudge empezó a lamentar su falta de información sobre el tal Walter. El sujeto se le escabullía desde cualquier ángulo que lo atacase. De nada serviría dirigirse a la única persona que hubiera podido suministrar datos realmente importantes: mistress Holland. Por otra parte, en su papel actual de encubridora ella misma había vuelto a hacerse sospechosa. La última esperanza era sir Wilfrid Denny.

Rudge dejó estacionado su coche en Whynmouth y se hizo transportar en ferry hasta el West End, al otro lado del río.

Sir Wilfrid estaba en su jardín, regando sus rosales con jugo de tabaco para protegerlos contra la mosca verde. A Rudge, también amante de las rosas, le interesó observar que el rosedal era la única parte de la finca que no ofrecía aspecto de abandono.

Sir Wilfrid lo saludó con una inclinación de cabeza.

—Buenas tarde, inspector, casi lo estaba esperando. Mire, ¿ha visto usted nunca algo más exquisito?

Y con los dedos inclinó hacia el inspector un capullo entreabierto de la especialidad «Emma Wright».

—¡Preciosa, señor! —convino el aludido de buena gana.

—Pero pierde el color casi en seguida después de abrirse —se lamentó sir Wilfrid—. Es lo malo de estas rosas modernas (yo por lo menos la clasifico entre las modernas): no conservan el color. A mí que me den las antiguas. Ninguna variedad actual se aproxima a ésta, entre las rosadas.

—La «Madam Abel» ha sido siempre una de mis favoritas —admitió Rudge.

Sir Wilfrid le dedicó una sonrisa radiante.

—¿También usted es un devoto de las rosas, inspector? ¡Magnífico! Lo llevaré a dar una vuelta. Ésta es mi última adquisición: «Mrs. G. A. Van Rossem». ¿La conoce? No puedo decir que me satisfaga del todo. Es la mezcla habitual de matices que parece agradar tanto hoy en día. Por mi parte, prefiero mis rosas de un solo tono. Ésta es una «Mabel Morse»... ¿Cómo, no está usted de acuerdo?

—Sí, señor. Enteramente. Creo que tiene usted muchísima razón. Pero, para hablarle con franqueza, vine a verlo por algo muy distinto...

—¡Ah, sí! —dijo sir Wilfrid descendiendo a la tierra—. ¡Pobre almirante Penistone! Ya recuerdo: dijo usted que tenía algo que preguntarme, ¿no?

—Se trata del sobrino, Walter Fitzgerald. ¿Podría usted darme alguna información sobre él?

—¿Walter Fitzgerald? —Sir Wilfrid parecía perplejo—. No, en realidad no me parece que pueda. La verdad es, inspector, que nunca conocí íntimamente al almirante. Estábamos relacionados desde hace mucho tiempo, pero nunca llegamos a intimar. Me imagino —añadió una ligera sonrisa— que pocas personas hubieran podido hacerlo con el almirante Penistone.

—Vivía usted en Hong Kong cuando él estaba destacado allí, ¿no es cierto?

Sir Wilfrid asintió gravemente:

—Sí, así es. Y cuando se produjo cierto incidente... Pero ya estará usted enterado de eso.

—Sí. Algo hemos oído decir... ¿El mismo almirante le mencionó alguna vez ese episodio?

—Sí, muy a menudo —contestó Denny secamente.

—¡Claro!, tengo entendido que constituía una verdadera obsesión... ¿Cree usted, como él, que hubo en el asunto mucho más de lo que trascendió nunca?

—¡Ojalá pudiera! —contestó sir Wilfrid un poco apenado—. Pero los hechos eran demasiado evidentes, y me consta que las autoridades realizaron una concienzuda investigación. Siempre pensé que esa idea del almirante Penistone se debía a una especie de obstinado orgullo. Era el único desliz en una vida cabalmente honorable, y se negaba a afrontarlo.

—¿Entonces a su juicio no existe ni la menor posibilidad de que alguien se hiciera pasar por el almirante en aquella ocasión?

—Ninguna. Para cualquiera que conozca medianamente como yo las condiciones del servicio, esa hipótesis no pasa de ser un cuento de hadas. ¡Si hasta estaban presentes algunos hombres de su tripulación! ¿Cómo hubieran podido ellos equivocarse? No. Lamento decirlo, inspector, pero el capitán Penistone no pudo culpar de ello a nadie más que a sí mismo. Ésa fue por lo demás, la opinión general en el lugar del hecho. De todos modos, esto es historia antigua. No puede tener nada que ver con la muerte.

—No, claro que no —convino Rudge con discreción—. ¿Así que no puede usted proporcionarme ningún dato sobre el sobrino, que es en realidad el objeto de mi visita? ¿Sabía usted que él estaba también en Hong Kong más o menos por la misma época?

—¡Caramba!, ahora lo comprendo... Sí. Cenó con nosotros una vez. Era un mozo alto y bien parecido, de aspecto simpático. Oí decir que después se dio a la mala vida. Es lástima.

—¿Llevaba barba, señor?

—¿Barba? —coreó sir Wilfrid intrigado—. No lo creo, aunque la verdad es que no puedo acordarme. ¿Por qué?

—¡Oh, por nada importante! ¿Así que no volvió a verlo nunca?

—No. Si no me falla la memoria, sólo lo vi una vez. Pero no podría jurarlo. ¡Solíamos recibir a tanta gente en aquellos tiempos! —el tono de sir Wilfrid era casi irritado—. Acaso volviese, pero no lo recuerdo.

—Entiendo, señor. Gracias. Pasemos ahora a otro punto. ¿Por casualidad estaba usted aquí, en el jardín, el martes pasado por la noche?

—¿El día de la muerte del almirante? Sí, es casi seguro. Aunque tampoco podría jurar esto. Pero salvo que llueva, siempre doy un paseo en medio de mis rosas después de comer. Si no me equivoco, no llovía aquella noche, por lo que presumo que también en aquella oportunidad lo hice. ¿Por qué me lo pregunta?

—Porque tenemos noticias de que el almirante bajó de su bote en el desembarcadero de Whynmouth, hacia las once de aquella noche, y como quedaba casi enfrente de este jardín... me preguntaba si, por feliz casualidad, no lo habría usted visto y pudiera confirmarlo.

—No —contestó sir Wilfrid con decisión—. Temo no haber estado fuera hasta tan tarde. Y, según me parece, tenía un par de amigos en la casa. Es curioso lo difícil que resulta decir con seguridad lo que uno estaba haciendo a una hora determinada, tan sólo una semana antes. Pero ¿qué es eso de que el almirante fue visto en Whynmouth aquella noche? Yo me imaginaba que lo habían asesinado río arriba, en algún punto de la orilla.

Con leve aire de superioridad, el inspector le explicó entonces los caprichos del río Whyn, y reforzó sus asertos acompañando a sir Wilfrid por su descuidado parque hasta la orilla del agua, e ilustrando su lección sobre el terreno. Denny, que era un hombrecillo de natural dócil, parecía un escolar decidido a tener en cuenta la enseñanza para la próxima ocasión.

Luego de salir ostensiblemente por la puerta principal, bajo la mirada del dueño de la casa, el inspector Rudge dio media vuelta y se encaminó a la puerta trasera.

Allí, después de un hábil y discreto interrogatorio, se informó de que sir Wilfrid no había abandonado la casa en toda la noche del martes, pero que había recibido en cambio a dos amigos que fueron a visitarlo. Por lo menos el contenido del botellón había bajado de nivel, y a la mañana siguiente había tres vasos para lavar, amén de las colillas que llenaban los ceniceros, y que eran más de lo que hubiera podido fumar un hombre solo.

No cabía, pues, pensar otra cosa, ¿verdad?

Rudge convino en que así era.

Como ya se ha consignado, el inspector no dejaba nada al azar.