11
En la Vicaría
Rudge llamó a la puerta y, como no obtuviese respuesta, volvió a llamar. Pudo oír el repiqueteo de la campanilla en el interior del edificio, pero no alcanzó a percibir ruidos de pasos. La somnolencia estival que reinaba en el jardín parecía haberse contagiado a la casa misma. Estaban corridos todos los postigos, y el viejo reloj del vestíbulo desgranaba en el silencio su pesado tictac. Aplicando el ojo a la cerradura, el inspector observó dos cosas: a) que la llave no estaba puesta, y b) que el vestíbulo estaba desierto: ningún vicario con la conciencia culpable, de pie sobre el felpudo, temblaba ante las consecuencias de ignorar la llamada, sin atreverse no obstante a abrir. Aquella calma parecía la calma habitual de la hora del té, aunque no se percibía allí la grata vibración de la porcelana, ni el tintineo familiar de las cucharillas.
«Indudablemente —pensó el inspector Rudge—, las criadas deben de estar tomando el té afuera. Las muchachas suelen salir a los prados con sus costuras. Daré la vuelta a la casa.»
Y la dio. El patio posterior, limpio y embaldosado, estaba igualmente desierto. La puerta de la cocina estaba cerrada con llave, y tampoco había nadie en los cobertizos de los fondos. Pero sobre la puerta de la cocina habían fijado una de esas tarjetas en blanco que se usan en los funerales, con las palabras: «Volveré a las 7.30.»
No había, pues, nada que hacer. De mala gana, porque, a despecho de su celo profesional, al inspector le hubiera complacido beber una taza de té, abandonó a grandes trancos el pequeño patio.
El eco sonoro de sus pasos quebró la quietud del jardín. Debía haber salido directamente a la calle, y lo sabía. Fuera de sus deberes profesionales, no tenía allí derecho alguno, y su presencia constituía una vulgar violación de domicilio. Pero tenía por delante dos horas desocupadas antes de poder regresar. Virtuosamente se dispuso a vagabundear por la aldea, dejando caer aquí y allá alguna que otra pregunta ocasional, y quizá visitando de nuevo a aquella esfinge pueblerina que era el viejo Ware, con la esperanza de obtener alguna brizna de información.
Pero el calor era excesivo... ¿para qué apresurarse? Y, además, ¿no era un ciruelo verde aquel árbol atado al muro como un prisionero vapuleado?
Ahora bien, si alguna debilidad tenía el inspector Rudge en la vida era por esa fruta engañosa que es la ciruela verde. El londinense sólo conoce las ciruelas envasadas o semipodridas sin madurar; sabe que es necesario ingerir al menos tres bolitas repugnantes, arrancadas prematuramente, antes de dar con la excepcional y azucarada perfección de una ciruela arrancada demasiado tarde. Pero treinta años atrás, un niño llamado Tommy Rudge había vivido con su abuela en algún lugar de Norfolk, y había comido ciruelas de Norfolk junto a un muro igual que aquél. La memoria, esa arpista insigne, pulsó las cuerdas de su corazón.
Ahí estaba el árbol, y ahí las ciruelas, en cada una de las cuales una grieta dorada anunciaba la perfección oculta bajo la mejilla de jade. El inspector saltó simultáneamente por encima de los años y del cantero de lechugas. Arrancó, comió, dejó que el jugo se le escurriera por el mentón y por los dedos y arrojó los huesos a sus pies.
Al hacerlo, un resplandor atrajo sus ojos y los obligó a mirar hacia abajo. El resplandor se explicó pronto pero no fue el fragmento de botella lo que retuvo su atención, tras aquella rápida mirada preliminar. Su atención quedó fija en un par de huesos de ciruela; no los que él había arrojado, sino otros, húmedos aún. Junto a ellos había un pañuelo manchado de zumo y enrollado como una pelota. Y en la tierra desnuda, debajo del árbol, huellas de pies, diminutas y nítidas. «Medida 34 —calculó Rudge automáticamente—. ¡Y tacones franceses, por añadidura!»
Agachándose sin moverse de su lugar, atrajo hacia sí el pañuelo y lo sacudió. No le costó desplegarlo, porque todavía no estaba seco. Era evidente que alguien se había secado con él las puntas de los dedos sucios de zumo. Luego, incorporándose con cierta dificultad y con las mismas precauciones, para no alterar las huellas vecinas, examinó su hallazgo. Estaba todo manchado y arrugado, pero la tela era fina y el bordado exquisito. «Dos libras quince chelines la docena», estimó el eficiente inspector Rudge, que estaba muy versado en los asuntos más heterogéneos, y cuya madre, en su juventud doncella de una dama distinguida, se había preocupado siempre de que una parte de esos conocimientos fueran exactos. «Dos quince, por lo menos, a no ser que haya sido adquirido en una liquidación», se repitió, pensativo, mientras tanteaba las esquinas de la tela y descubría en una, menuda y sin formar parte del dibujo, la inicial «C».
Con nuevas e infinitas precauciones, alisó y dobló el pañuelo; extrajo de su libreta un sobre en blanco; lo guardó allí, y devolvió el todo a uno de sus bolsillos interiores. Por último, y con más cuidado aún, miró a su alrededor, trastabilló sobre las piedras, meneó la cabeza, examinó los rastros, volvió a menear la cabeza, y con una cautela que contrastaba visiblemente con su impetuosa llegada, tendió la pierna por encima del cantero, salió al camino, y una vez más empezó a andar majestuosamente de un lado a otro.
El último sol de la tarde se derramó sobre sus hombros inclinados, hasta que su traje de sarga azul empezó a brillar con ese resplandor mortecino de los trajes de sarga azul en los días radiantes. Un inquisiti o petirrojo, confundiéndolo por su porte con el jardinero, lo seguía acompasadamente entre las matas. Tan lento era su avance, que las Reinas Margarita asomadas al sendero que apartaba a su paso, tenían tiempo de golpear resentidas su ancha espalda. Y era que el inspector estaba profundamente hundido en sus pensamientos, y acaso en algo más hondo que sus pensamientos, porque, como ya le había ocurrido en una o dos oportunidades de su extraña existencia, fluctuaba ahora entre el terreno llano del sentido común y los abismos insondables del instinto. Un presentimiento lo dominaba. Esa parte de su conciencia, que, para decirlo en sus propios términos, «pensaba con la piel», había tomado el mando. Algo andaba mal. En alguna parte, y de algún modo, algo andaba mal, y el inspector Rudge lo sabía. Por lo que había podido comprobar, la casa estaba vacía. Había espiado el vestíbulo y no había visto a nadie. La tarjeta en la puerta trasera era una explicación suficiente. Claro que podía haber alguien escondido en el interior, pero ¿con qué objeto? La cosa no tenía sentido. Ni fundamento, pensó Rudge, porque la verdad era que no alcanzaba a figurárselo, ni con toda su penetrante aptitud lógica; ni siquiera con su habilidad para sumar dos y dos y hacer que dieran veintidós.
No, sólo contaba con el testimonio del pañuelo, con sus manchas delatoras de una presencia reciente en el jardín, y con aquella sensibilidad de su piel que le anunciaba que algo andaba mal.
Desde luego, en la medida en que había podido comprobarlo no había nadie en la casa, pero tenía la extravagante sensación de que había alguien en el jardín. Y esta sensación era tan poderosa, que por dos veces le obligó a detener la marcha y a volverse de pronto, para quedarse mirando de hito en hito la exuberante vegetación que crecía a uno y otro lado del sendero largo y recto. Nadie, naturalmente. Sólo un resplandor lo había saludado.
Ardientes manchas rojas, blancas, azules y amarillas resurgían en los canteros de piretro, de margaritas purpúreas y de flox. Los malvones guardianes se erguían inmóviles en el aire denso y saturado de lumbre solar.
¿Qué podía andar mal en el jardín de la Vicaría, poco después de la hora del té, en una tarde de agosto?
Se volvió, y reanudó su marcha a paso lento.
Sí..., algo andaba mal, a pesar de todo.
Si «C» era mistress Mount, mistress Mount había estado en algún momento del último cuarto de hora en el jardín de su ex esposo, comiendo las ciruelas de su ex esposo, y perfectamente a sus anchas. ¿Pero dónde estaría ahora mistress Mount? ¿En la casa? ¿Por qué habría de estarlo? ¿Y por qué no?
El inspector no conocía su letra, y era muy posible que ella misma hubiera escrito en la tarjeta de duelo: «Volveré a las 7.30.» Pero ¿dónde se habría procurado aquella tarjeta si no había entrado en la casa? Era una tarjeta de las que cabría encontrar en el estudio de un vicario, pero no en un bolso de moda.
¿Habría escrito ella el mensaje? ¿Para el incomprensible vicario? ¿Para el gallardo desconocido que iba a visitarla ocasionalmente en la pensión? Y además, ¿por qué, precisamente, «a las 7.30»?
¿Y si no era ella la autora de la nota, sino una de las criadas, por ejemplo, o el dueño de la casa?
El inspector sintió el impulso de correr hacia la puerta y arrancar la sugestiva tarjeta, pero se refrenó. Aquél era un mensaje para alguien. ¿Y si ese «alguien» no había llegado aún y no lo había leído...? Era mejor dejar las cosas como estaban.
Sin el menor sentimiento, Rudge renunció a la perspectiva de una abrumadora excursión por el pueblecito amodorrado para mantener infructuosas conversaciones con el calderero, el sastre y el fabricante de candelas, así como al proyecto de una nueva entrevista con el viejo Neddy Ware. Y, con un poco más de sentimiento, descartó igualmente el agradable final planeado para aquella excursión abrasadora. Ya no habría visita a la taberna local para el inspector Rudge, ni un sorbo profundo de la exquisita cerveza refrescada en el pozo. En lugar de ello, impulsado por su instinto profesional, abandonó el camino abierto por la pequeña franja de césped que remataba en un matorral, y penetró entre los laureles. Estos empezaban donde acaba el huerto, y serpenteaban en torno del jardín delantero, protegiendo, con tres metros de follaje, el parque y la casa de las miradas de los transeúntes que pasaban por la carretera.
El inspector conocía su deber. Miró el reloj: eran casi las seis. Si alguien llegaba a la Vicaría entre esta hora y la indicada en la tarjeta, se proponía enterarse de ello. Los laureles estaban tan sucios como suelen estarlo, aun en pleno campo, y debajo de ellos la tierra era seca y polvorienta. Su puesto de observación carecía de aire, y resultaba intolerablemente caluroso. Sin embargo, estaba decidido a permanecer allí hasta que regresara el autor de la tarjeta o se presentara su destinatario.
Se acomodó, pues, lo mejor posible y se armó de paciencia. No se atrevía a encender un cigarrillo, pero siempre llevaba consigo goma de mascar para emergencias semejantes, y se dispuso a jugar un solitario partido de ceros y cruces, echando mano a toda su abnegación, porque el terreno sobre el cual estaba tendido era tan seco y suelto como si fuera de arena.
Cuando se espesaron las sombras, el aire se aligeró y empezó a padecer menos por el calor, y más por los mosquitos. Pero sólo cuando la campana de la iglesia hubo dado las siete, vio recompensada su espera. Voces fuertes y animadas golpearon su oído. La puerta de acceso a la carretera, invisible a sus ojos, crujió y tableteó de nuevo. Sonaron pasos al otro lado del impenetrable cerco de laureles y acebo que separaba el parque de la entrada. Dos figuras lo contornearon, profundamente enfrascadas en una conversación; llegaron al porche, se hundieron en sus sombras, y la más alta se colgó de la campanilla.
El inspector Rudge se aferró, atónito, a las ásperas ramas de laurel. Las últimas personas del mundo que hubiera esperado encontrar en aquel sitio y a aquella hora, eran los Holland, marido y mujer.
¿Qué se decían? ¿Qué estaban haciendo allí?
Oyó el tintineo de la campanilla, pero no podía distinguir sus palabras. Y las sombras del porche eran tan densas que no alcanzaba a discernir sus rostros. ¿Saldría de su escondite para interrogarlos?
Vacilaba aún, cuando ellos se volvieron, y la voz de Holland le llegó con toda nitidez.
—Mejor será esperar.
Su mujer salió al sendero.
—¿Qué hora es?
Holland consultó su reloj:
—Algo más de las siete.
Elma vaciló.
—No he recorrido todo este trayecto para nada...
—¿Has pensado —preguntó el hombre, molesto— que podría tratarse de una trampa?
—¿Una trampa? ¿Y por qué?
—Pues... —Holland titubeó—. ¿Hasta qué punto sabe Célie la verdad?
—¡Oh, no te muevas de ese modo, Arthur! Hace calor y quiero estar tranquila. Siéntate un poco.
Atravesó el césped y se echó en la vieja hamaca que colgaba entre dos ramas de un cedro gigante, mientras su marido se tendía a su lado sobre la hierba.
Durante diez minutos permanecieron así, hablando apenas. El inspector Rudge maldijo su suerte. Nueve de cada diez mujeres hubieran charlado hasta quedarse roncas en diez minutos de tan forzosa inactividad. Tenía que tocarle a él sospechar de la única hija de Eva capaz de quedarse sentada inmóvil, sin decir una sola palabra. Incluso cuando se cansó de aquella inmovilidad, contuvo la lengua, y no dio indicio alguno al observador sobre el motivo de su repentino movimiento.
Pero cuando bajó los pies a tierra y echó a andar hacia la casa, su esposo se levantó instantáneamente y se le reunió. ¿Le habría hecho alguna seña? ¿Se sentiría vigilada?, se preguntó Rudge.
Por su parte, estaba seguro de no haberse movido, y se quedó absolutamente quieto. Elma Holland era muy capaz de tenderles una trampa a los mismos que se la habían tendido. Mientras tanto la pareja había llegado a la casa por segunda vez y la voz de Holland vibró por encima del césped.
—¡Hola! La puerta está abierta...
—Debe de haber entrado sin que la viéramos —contestó la voz femenina—. Apresúrate, entremos. Debe de estar en alguna parte.
Y desaparecieron.
El inspector Rudge lanzó un profundo suspiro de alivio. Por fin podía moverse, bostezar, desperezarse, aligerar del peso de su cuerpo al desgraciado pie que, doblado bajo él, se le había dormido. Sentía ya los molestos alfilerazos y estaba iniciando un suave masaje, cuando el eco débil pero inconfundible de un alarido lo dejó casi paralizado de espanto. Se quedó rígido en su lugar. Después se puso en pie, y cuando se disponía a salir de su escondite, más próximo y más agudo, mucho más intenso, sonó un segundo grito, una serie completa de gritos, y la silueta de Elma Holland se precipitó al jardín desde la penumbra del porche.
Fuera ya de la casa, parecieron faltarle las fuerzas para caminar, aunque intentó uno o dos pasos cortos hacia adelante, como tratando de abrirse camino a través de un cerco invisible. Su rostro estaba tan blanco como las paredes encaladas de la casa, y cuando su marido salió corriendo detrás de ella y le dio alcance, se dejó caer en sus brazos como una bolsa repleta.
El inspector no fue menos rápido, pero al abalanzarse en medio de los matorrales, y mientras corría a través del jardín, su pensamiento corría aún más ligero. «¿Qué ha podido ver, para perder así su sangre fría?»
Después, ya junto a la trastornada pareja, y al advertir el estado de las manos de Holland, gritó:
—¡Salgan del paso! —Y añadió acto seguido—: ¡Y no se muevan de donde están!
Tras lo cual se les adelantó a toda carrera, subió los escalones, se abalanzó al vestíbulo, y abrió de un golpe la puerta del comedor. ¡Estaba vacío! Y también la sala. Pero la puerta del estudio estaba entornada. Rudge penetró por ella y arrojó al interior una rápida mirada.
El estudio estaba muy silencioso, cerrado a piedra y lodo, muy fresco, muy oscuro. Aquella frescura y aquella oscuridad resultaban gratas tras el reciente resplandor del parque. «Tranquilo como una tumba», pensó el inspector. ¿Por qué, pues, los gritos?
Pero al volverse hacia el escritorio situado en un rincón, junto a la ventana, vio detrás de él lo que había provocado el alarido de Elma Holland.
Caído en tierra, entre el escritorio y la pared, yacía el cuerpo de una mujer. Sus ojos estaban fijos y vidriosos como los de una muñeca de cera prolijamente maquillada. El colorete de sus mejillas formaba dos parches sobre la blancura de la piel. Tenía las dos manos cruzadas sobre el pecho, pero no en una actitud apacible, sino en la crispación de un esfuerzo postrero, aferrando el mango de un cuchillo cuya hoja se hundía entre los pliegues ensangrentados de su vaporoso vestido de seda floreada.