5
El inspector Rudge empieza a concebir una teoría
El inspector Rudge asumió una expresión de profunda admiración.
—¡Palabra de honor, mistress Davis, que hace falta ser una mujer como usted para atar cabos de ese modo! —exclamó—. Claro que el almirante no pudo haber alcanzado el tren, ahora que usted me hace caer en ello.
Mistress Davis cloqueó con muy buen humor.
—¡Ah, con que se burla de mi! —dijo—. No sé por qué será, pero la mayoría de mis visitantes parecen encontrar chistoso lo que les digo. Tal vez resulte conveniente, después de todo, porque así están siempre animados y alegres. Es lo que yo digo: hay que tener contentos a los huéspedes mientras esté una segura de que tienen suficiente dinero para pagar sus cuentas. Y no crea que me engañan muy a menudo...
—Estoy convencido de que no —la interrumpió el inspector cortésmente—. Tengo la certeza de que sólo un hombre muy listo podría hacerlo. Y, de paso sea dicho, ¿cómo sabía usted todo lo referente a la muerte del almirante Penistone antes de que yo llegara?
—No siempre son los que andan de aquí para allá los que más oyen —respondió mistress Davis con picardía—. Aquí me tiene a mí, que no he salido de la casa en toda la santa mañana, y puedo asegurarle que sé más al respecto que cualquier otro de Whynmouth, exceptuando a la policía, naturalmente. Mire, la cosa fue así: usted entró por la puerta del hotel y puede no haberlo advertido, pero si va por la calle lateral verá otra puerta que conduce al bar. Lo hemos instalado allí, aislado de la casa, para que no moleste a los huéspedes del hotel, que toman sus bebidas en el salón de fumar, y así pagan más por ellas. Son los clientes de afuera los que hacen uso del bar: pescadores y gente por el estilo, con quienes no les gustaría codearse a los caballeros que utilizan el salón de fumar. No es que tengan nada de malo, pero a veces son un poquito libres en sus expresiones. Conmigo se muestran bastante corteses cuando paso por allí todas las mañanas a la hora de abrir, para cerciorarme de que todo esté en orden y confortable.
—De modo que oyó usted hablar del crimen esta mañana en el bar, ¿no es así, mistress Davis? —sugirió el inspector.
—Eso es, justamente, lo que me disponía a contarle —exclamó mistress Davis con tono ligeramente resentido—. Pero ustedes, los caballeros de la policía, son todos iguales, tan secos en sus preguntas que una apenas puede deslizar una palabra. Pues, como iba a decirle, estaba yo allí esta mañana, mientras Billy, el encargado del bar, sacaba los postigos, y tan pronto como abrió la puerta entraron dos hombres con los distintivos de la ambulancia. Les pregunté si había ocurrido algún accidente y me contaron que míster Ware, de Lingham, había encontrado el cadáver del almirante en el bote del vicario, que flotaba a la deriva, sin nadie a la vista.
En ese instante, y como respuesta a la súplica interna del inspector, una cocinera de aspecto agitado emergió de los fondos de la casa, y murmuró algo al oído de mistress Davis.
—¡Caramba, caramba! Casi se me había ido de la memoria —exclamó la señora—. Estaba tan interesada con su conversación, inspector, que no he dispuesto el menú para el almuerzo. Me disculpará si me retiro para ocuparme de él, ¿no es cierto, míster Rudge?
El policía esperó a que mistress Davis desapareciera, y cuando calculó que no podía oírlo oprimió un timbre que ostentaba el rótulo: «Portero». Al cabo de pocos minutos, un individuo calvo entró precipitadamente en el vestíbulo, luchando aún con la chaqueta que se había puesto a toda prisa sobre las mangas enrolladas de la camisa. Por su apariencia hubiera podido creerse que lo habían interrumpido en el acto de atizar el horno central de la calefacción.
—¿Y bien, señor? —dijo, contemplando inquisitivamente a Rudge.
—Soy el inspector Rudge, y he venido a hacer algunas investigaciones. Tengo entendido que conocía usted al almirante Penistone, ¿no es así?
El hombre se rascó la cabeza.
—El caso es que no puedo decir exactamente que lo conociera, señor —contestó—. No lo vi más que una vez en mi vida, y eso fue anoche. Se presentó aquí y preguntó por míster Holland.
El inspector hizo una señal de asentimiento.
—Así lo tenía entendido. Lo que me interesa ahora particularmente es saber qué aspecto presentaba en ese momento. ¿Parecía preocupado, o ansioso, o algo por el estilo?
—No podría decirlo, señor. Sabrá usted que eran más de las once y que me disponía a cerrar la casa. La señora Davis me recomienda siempre que tenga cuidado con el gas, y sólo había quedado una luz encendida. El almirante apenas traspuso la puerta y permaneció todo el tiempo más o menos donde está usted ahora, señor. «¿Está aquí míster Holland?», me preguntó con cierta aspereza. Y casi antes de que tuviera tiempo de contestarle que estaba en la cama, dijo que no importaba y que no podía esperar, porque tenía que alcanzar un tren. No estuvo aquí más de unos pocos segundos, señor. Parecía muy apurado, pero no pude distinguir claramente su rostro. No hubiera sabido de quién se trataba si no me lo hubiera dicho.
El inspector volvió a asentir.
—Supongo que lo reconocería si volviese a verlo... —aventuró.
—Pues tal vez sí y tal vez no, señor. Lo cierto es que en ningún momento le vi lo que podría decirse muy bien.
—¡Oh, bueno, no tiene importancia! —dijo el inspector despreocupadamente—. ¿Y estaba aquí míster Holland cuando vino el almirante?
—Estoy seguro de que sí, señor. Sus zapatos, por lo menos, estaban en la puerta. Los vi cuando subí a acostarme poco después. Y es un hecho que más tarde no volvió a entrar.
—¿Cómo puede estar seguro de eso?
—¡Pues, señor, porque cerré la puerta, como de costumbre, poco después de las once y media! Si alguien quiere entrar después de esa hora, toca el timbre, que suena en mi habitación, y yo bajo y lo hago entrar. Y el timbre no sonó anoche, señor.
—Comprendo. ¿Y a qué hora vuelve a abrirse la puerta?
—Más o menos a las seis. Lo primero que hago al bajar por las mañanas es descorrer el cerrojo.
—¿Y qué hace después de abrir la puerta?
—Enciendo el fuego de la cocina y pongo la tetera para prepararme una taza de té.
—¿Por casualidad vio a míster Holland esta mañana?
—Me hallaba en el vestíbulo cuando salió después del desayuno, señor, más o menos a las nueve. Y no ha regresado desde entonces, por lo menos que yo sepa.
El sonido de la voz de mistress Davis, en rápido aumento de intensidad a medida que se iba acercando desde los fondos, obligó a Rudge a emprender una veloz retirada. Se escabulló del hotel y echó a andar en dirección al cuartel de policía, repasando los fragmentos de información que había recogido en el Lord Marshall, y congratulándose de su ocurrencia de entrevistar a la señora Davis. Por muy chismosa que fuese dicha señora, sus opiniones sobre la gente, expresadas con tanta libertad, se basaban en cierta nativa perspicacia. El inspector sentía que había obtenido ya una valiosa impresión indirecta acerca de sir Wilfrid Denny, y que la misma revelación del curioso episodio en la vida pasada del vicario podía resultarle instructiva. En cuanto a Holland, la convicción de mistress Davis, de que no era él el asesino, estaba sin duda bien fundada si el joven había pasado la noche en el hotel.
Claro que el más importante de los datos cosechados era la supuesta visita del almirante Penistone, poco después de las once de la noche anterior. Por desgracia resultaba imposible determinar si el visitante había sido o no míster Penistone. Evidentemente la identificación del portero carecía de valor, pues no conocía personalmente al muerto, ni siquiera se comprometía a reconocer al visitante en caso de volver a verlo. ¿Pero dónde podía haber estado el almirante? Había sido visto por última vez poco después de las 10, cerca de la casilla de los botes. Eso le dejaba un margen aproximado de una hora para llegar a Whynmouth, escaso tiempo para recorrer esa distancia. Y sin embargo resultaba poco verosímil que hubiese sacado su automóvil, pues de haberlo hecho era casi seguro que alguien lo hubiese oído. ¿Podía haber recorrido el trayecto en su bote? Posiblemente, si la marea lo favorecía.
El inspector Rudge arrugó el ceño. No era marino, y estaba empezando a contemplar como una especie de ofensa personal los caprichos de aquel endemoniado río Whyn. Su concepto de un río respetable era el de un plácido arroyo que conociese bien su curso y corriese siempre en la misma dirección, como por ejemplo el Támesis en Maidenhead. Pero el Whyn era un río loco, sujeto, como todos los chiflados, a la influencia de la luna, y con un curso variable determinado por leyes que sobrepasaban la comprensión del inspector. Por fin decidió que necesitaba consultar a un experto en la materia, y de momento se conformó con suponer que si la marea había estado actuando río abajo, no existía ninguna razón para que el almirante no hubiese llegado al Lord Marshall a la hora declarada.
Pero, por otra parte, su conducta allí había sido totalmente opuesta a todo cuanto el inspector hubiera podido conjeturar sobre su carácter. Parecía haber sido de naturaleza resuelta y perentoria. Rudge no se lo imaginaba llegando al Lord Marshall con la intención de ver a Holland, para cambiar luego repentinamente de propósito, so pretexto de que le quedaba poco tiempo para alcanzar un tren. Más propio de él hubiera sido quedarse plantado en el vestíbulo hasta que hubiesen sacado a Holland de la cama.
A menos que... Sí, ésta era también una posibilidad. ¿Acaso no podía ocurrir que su visita al hotel no hubiera tenido más objeto que cerciorarse de la llegada de Holland? Por el simple hecho de que el portero se ofreciese a ver si estaba, habría sabido que se alojaba en la casa, y una vez seguro de esto y cumplido su objetivo, quizás había inventado aquella excusa del tren, bajo el apremio de las circunstancias, para explicar su mutis. Podía no haber querido ver a Holland en aquel momento.
Por lo demás, si el visitante no hubiera sido el almirante Penistone, ¿por qué había dado su nombre? ¿Para sugerir que el muerto estaba en Whynmouth en aquel momento preciso? Esto abría un campo de especulaciones en el que destacaba un hecho central: el visitante debió conocer algo acerca de las evoluciones de la víctima aquella noche, y, en consecuencia, realizar todos los esfuerzos posibles para dar con él.
¿Y qué pensar del mismo Holland? El inspector no tenía ninguna confianza en ese impulsivo caballero. Acaso mistress Davis estuviese en lo cierto al suponer que miss Fitzgerald no se sentía demasiado deseosa de casarse con él, pero Rudge no tenía ninguna seguridad de que fuese igualmente acertada su opinión de que no era el asesino. No había ningún medio de verificar su declaración, probando que había pasado la noche en el hotel. No le hubiera resultado difícil escabullirse en la confusión que al parecer había reinado allí antes de las once y regresar por la mañana, poco después de las seis, cuando la puerta estaba abierta ya y el portero atareado con el fuego de la cocina. ¿Sería éste en realidad el caso, y se habría encontrado con el almirante en Whynmouth, o en cualquier otro lugar?
Cuanto más consideraba el problema, tanto más amplio parecía ser el campo de conjeturas que se abría ante los ojos de Rudge.
Su plan originario había sido seguir viaje en su automóvil y entrevistarse con sir Wilfrid Denny en el West End, luego de terminar con mistress Davis. Pero la luz que esta dama había arrojado sobre los posibles movimientos del almirante lo decidió a aplazar su proyectada visita. Había concebido los rudimentos de una teoría sobre la hora y el lugar del crimen, pero su verosimilitud dependía de la acción de las mareas sobre el río Whyn, y sobre este punto le hacía falta la opinión de un experto. ¿Por qué no intentar otra charla con Neddy Ware, que conocía las mareas mejor que cualquier otra persona porque sus aficiones habían hecho indispensable tal estudio? Por lo demás, cabía siempre la posibilidad de que hubiera advertido algún detalle, olvidado en la primera excitación de su descubrimiento.
El inspector Rudge volvió a dirigir su automóvil hacia Lingham, y no tardó en llegar a la casita de Ware. El viejo fumaba meditabundo su pipa después de la comida del mediodía. Saludó cordialmente al inspector, y ambos hombres tomaron asiento en una habitación decorada con modelos de barcos y fotografías desvaídas de los navíos en que Ware había prestado servicios.
—¿Quiere usted informarse acerca de las mareas que influyen sobre el río? —dijo, en respuesta a la explicación del inspector sobre el motivo de su visita—. Pues es muy simple, si se tiene en cuenta que hay marea alta, luna llena y cambio en Whynmouth a las siete.
Rudge se echó a reír.
—No tengo la menor duda de que será muy simple para usted —contestó—. En cuanto a mí, no tengo ni la más remota idea de lo que me está hablando. ¿Qué diablos quiere decir con eso de marea alta, luna llena y cambio?
—Pues, sencillamente, que hay marea alta en Whynmouth alrededor de las siete en las noches de luna llena o luna nueva —contestó Ware—. Tomemos por caso la marea de esta mañana. Hoy es miércoles día diez. El lunes hubo luna nueva, vale decir que ese día había marea alta en Whynmouth a las siete de la tarde; la hubo hacia las ocho de anoche, y media hora después esta mañana. Hay un margen de seis horas entre la marea alta y la marea baja, lo cual quiere decir que esta última se produjo a las dos y media de la mañana. Por aquí la corriente empieza a subir de media hora a tres cuartos de hora después que se produce la marea baja en Whynmouth, o sea poco después de las tres. Y fue entonces cuando salí a pescar.
—¡Después de las tres! —exclamó Rudge—. Pero me pareció oírle decir que el reloj de la iglesia dio las cuatro no mucho antes de que usted viera el bote...
—¡El reloj! —replicó Ware con acento de supremo desdén—. No esperará usted que las mareas entren en ese juego de niños que hacen ustedes con el reloj en verano, ¿no es cierto? Ustedes tratan de engañar al tiempo, sólo porque no tienen el valor de afrontar la perspectiva de levantarse una hora más temprano que de costumbre. Eso puede estar muy bien para la gente que vive en tierra, pero no sirve para los marinos. Para ellos el tiempo es el tiempo, y no es posible alterarlo.
—Entiendo, entiendo. Así pues, en verano el flujo empieza por estos lugares poco después de las cuatro. Por lo que usted me dice, deduzco que empezó a menguar alrededor de las diez de anoche, ¿no es así?
—Exactamente. A las diez o un poco antes —admitió Ware—. Como le informé, hubo luna nueva hace dos días, lo que quiere decir que la corriente debió llegar a su máximo de fuerza anoche. Juraría que debió alcanzar en el río una velocidad de cerca de tres nudos en el primer par de horas, aunque luego se debilitara un poco, como ocurre siempre.
—¿De modo que un hombre que hubiera salido de aquí entre las diez y las once, no habría encontrado ninguna dificultad para llegar en bote a Whynmouth? —suspiró el inspector.
—Y no sólo eso, sino que, desde allí la corriente lo habría precipitado al mar, según todas las posibilidades —contestó Ware—, a menos que emplease los remos. Y en ese caso habría podido llegar a Whynmouth, con toda facilidad, en menos de una hora.
El viejo marinero había estado observando sagazmente al inspector mientras hablaba. Rudge sorprendió su pensamiento y sonrió.
—Ya podrá usted suponer adónde voy a parar —dijo—. Me pareció posible que el almirante Penistone hubiese ido en bote a Whynmouth anoche. Pero si fue así el bote no pudo regresar por sí mismo. Alguien tuvo que darle vuelta y meterlo en la casilla.
Hizo una pausa, esperando quizá algún comentario de Ware, pero el viejo se limitó a asentir, y continuó chupando su pipa en silencio. Rudge ensayó un nuevo ataque.
—¿Por qué estaba rota, y no desatada, la amarra del bote del vicario? —preguntó de improviso.
Ware sonrió.
—Pues porque no podía ser de otra manera, como se lo hubieran podido decir los chicos del vicario si los hubiese interrogado —contestó—. Este crimen no es asunto mío, pero, como es natural, le he estado dando vueltas mentalmente toda la mañana.
—Me agradaría mucho conocer las conclusiones a que ha llegado —dijo el inspector suavemente—. ¿Por qué afirma usted que la amarra no pudo haber sido desatada?
—No he llegado a ninguna conclusión —repuso Ware sin inmutarse—. Es decir, ignoro quién asesinó al almirante, si a eso se refiere. Pero no es difícil comprender por qué fueron encontrados los botes en la forma que lo fueron.
—Tal vez no sea difícil para usted —observó el inspector—, pero para mí representaría una gran ayuda que se explicase.
—Si es así, lo haré con mucho gusto. Tomemos, en primer término, el bote del vicario. Cuando los muchachos están en la casa, no lo guardan en la casilla, sino en el río mismo, atado a un poste de la orilla. A veces los chicos se acuerdan de sacar los remos y desmontar los toletes cuando desembarcan, pero por regla general lo olvidan. Los he visto abandonados en el bote una docena de veces. Supongamos ahora que los hubieran dejado ayer a la tarde, y que hubieran amarrado el bote mientras la marea estaba alta, o iba subiendo, como debió ocurrir en todo momento entre las siete y las diez. En todos los ríos sometidos a la acción de las mareas, comprobará usted que la creciente mayor se produce durante las tres primeras horas del flujo y la bajante mayor, durante las tres primeras del reflujo. Pues bien: los chicos llegan cuando la marea está alta, ¿y qué hacen? Uno de ellos se pone en pie a proa y ata la amarra al poste. Los dos son muchachos bien desarrollados y, como es natural, cualquiera de ellos tenía que alzarse más de metro y medio sobre el nivel del agua. Luego debieron acercar la popa a la orilla hasta poder saltar a tierra. Quizá temieran llegar tarde a comer, y en su apresuramiento olvidaron los remos y las horquetas.
El inspector hizo un ademán de asentimiento. Todo esto no parecía adelantarlo mucho.
—Pasemos ahora al bote del almirante —continuó Ware—. Según he oído decir, fue visto dentro o junto a la casilla de Rundel Croft, poco después de las diez. Pero de una cosa estoy seguro: si alguien lo sacó entre las diez de la noche y la una de esta madrugada, no pudo llevarlo muy lejos río arriba. Poco se puede luchar contra la corriente, en un bote tan pesado como ése, y con una marea de tres nudos. Créame: si de veras salió, fue río abajo, y no en dirección contraria. Después de la una de esta madrugada (y ahora le estoy hablando del tiempo de tierra, y no del verdadero) las cosas hubieran sido distintas. Hasta las cuatro, la corriente debió ser muy débil, de un nudo a lo sumo. Cualquiera puede remar contra una corriente así. No le llevaría más de un par de horas llegar desde Whynmouth, por ejemplo, sin esforzarse mucho. Esto es suficientemente claro, ¿verdad?
—Perfectamente claro —admitió Rudge—, y viene a parar en lo siguiente: si el almirante fue asesinado en su propio bote, debió haberlo sido en algún lugar entre Rundel Croft y Whynmouth, ¿no es así?
—Así es. Y supongo que el asesino, quienquiera que fuese, volvió a transportar el bote con el cadáver. Supongamos que regresara en el momento del repunte. En esa ocasión ve el bote del vicario amarrado al poste, y se le ocurre la idea de dejar en él al muerto. Se acerca, pues, lo arroja allí, ¿y qué hace a continuación? ¿Cómo lo va a botar, me quiere decir?
—No veo claramente la dificultad —contestó el inspector—. Después de todo, no estaba sujeto con cadena y candado.
—Veo que no ha comprendido lo que iba yo a decirle —replicó Ware con una nota de impaciencia en la voz—. Cuando el hombre llegó, la marea había bajado, y el río había descendido cosa de un metro desde el momento en que amarraron el bote. ¿No entiende? A menos que se tratase de un hombre excepcionalmente alto, no hubiera podido alcanzar el nudo sin trepar al poste. Sólo le quedaba por hacer una cosa, y era cortar la amarra. Y a propósito de esto, hay un detalle que usted puede no haber observado. Esa amarra es un trozo casi nuevo de cuerda de cáñamo de Manila, de pulgada y media de diámetro.
—Me fijé en que era casi nueva, pero por ahora no se me alcanza qué puede tener eso que ver con el caso.
—¿Alguna vez ha tratado de cortar una soga de cáñamo de Manila con un cortaplumas corriente? No, supongo que no. Pero puede fiarse de mi palabra: es un trabajo bastante pesado, y cuando se acaba con él se ha estropeado un filo. Sin embargo esta soga fue cortada con toda limpieza, como si lo hubieran hecho de un solo tajo, con un cuchillo muy afilado. De todos modos, el hecho es que estaba cortada, y que el bote flotaba a la deriva.
Ware golpeó su pipa para vaciarla y la empezó a llenar de nuevo lentamente. Extrajo luego del bolsillo una pastilla de tabaco que procedió a raspar cuidadosamente contra la palma de la mano.
—Este cuchillo está bastante afilado —observó—. Lo mantengo así para cortar mi tabaco. Pero no creo que pudiera cortar con él esa amarra de un solo tajo. No. Fue un cuchillo más cortante y más fuerte el que se empleó para ello, lo juraría.
Mientras el viejo se ocupaba de llenar y encender su pipa, el pensamiento del inspector estaba activo. La posibilidad de que el almirante Penistone hubiera vuelto a sacar su bote y remado río abajo, parecía considerablemente robustecida. En tal caso, probablemente había sido asesinado en algún punto próximo a Whynmouth, y su cadáver debió llegar al sitio donde fue encontrado en forma muy semejante a la propuesta por Ware. Pero ¿habría algún medio de comprobarlo?
En primer término, ¿a qué hora habría salido? El médico había expresado su opinión de que el crimen debió cometerse antes de medianoche. Y, por añadidura, si en realidad había sido Penistone el visitante del Lord Marshall, debió llegar a Whynmouth poco después de las once. No pudo, pues, demorar mucho su partida de Rundel Croft, y su impaciencia por salir de la Vicaría parecía sugerir la intención de ponerse en marcha tan pronto como fuese posible. La excusa que dio a su sobrina para no acompañarla hasta la casa, su deseo de fumar un cigarro antes de entrar, probablemente no tuviera más objeto que sacársela del paso. Sin duda estaba decidido a partir no bien quedase fuera del alcance de su vista y de su oído.
Pero, si había hecho esto, ¿cómo era posible que el vicario, que había permanecido en la glorieta hasta las diez y veinte, no lo hubiese visto? De pronto recordó Rudge la evidente confusión del reverendo Mount al oír la noticia del crimen. ¿Era verosímil que hubiese presenciado la partida del almirante en su misterioso viaje, y tuviera sus propias y excelentes razones para no revelar el hecho? Por lo menos no era imposible.
Las reflexiones del inspector se vieron interrumpidas por una observación de Ware, que por fin había logrado que su pipa tirase satisfactoriamente.
—¡Cosa extraña que no reconociera yo al almirante Penistone! —declaró—. Sólo había uno de ese nombre en la Armada en mi época de servicio, y lo vi más de una vez.
—¿Lo vio? ¿Y cuándo fue eso? —interrogó Rudge ansiosamente.
—Pues en la base de China, hace veinte años, y acaso más. Yo estaba entonces en el Rutlandshire, uno de esos cruceros de tres chimeneas, endiabladamente difícil de gobernar en caso de mar alborotado. Recuerdo que una vez quedamos atrapados al borde de un tifón y casi nos mandó a las nubes. Aquí lo tiene usted —y señaló con el caño de su pipa una de las fotografías que adornaban la habitación—. Su gemelo estaba en la misma base que nosotros. Huntingdonshire se llamaba, y nadie hubiera podido distinguirlos, a no ser por las bandas de las chimeneas. Nuestros cañones delanteros de seis pulgadas sobresalían un poco más sobre la cubierta, y eso era todo. El capitán del Huntingdonshire era un hombre llamado Penistone, un oficial como no había otro. La tripulación lo adoraba. El barco fue siempre afortunado y a bordo estaba en perfecto orden y hasta elegante. El capitán Penistone había sido un perfecto artillero antes de su promoción, y ya en su propio barco se mantuvo a la altura de sus antecedentes. Mientras él lo mandó, el Huntingdonshire tuvo la hoja de servicios de artillería más brillante de la Armada.
—¿Era ése el mismo hombre cuyo cadáver vio usted esta mañana en el bote del vicario? —preguntó Rudge.
—Si lo era, no había cambiado poco desde que lo conocí. No es que no tuviese aproximadamente la misma estatura y todo eso... Pero si era la misma cara, había cambiado bastante en los últimos veinte años. Me refiero especialmente a la expresión. El capitán Penistone que yo conocí era un hombre jovial, que tenía una palabra amable para todo el mundo, desde el fogonero hasta el mismísimo almirante. Y el sujeto que vi esta mañana, dicho sea con todo el respeto que se le debe, parecía tener un genio de todos los demonios.
—Así me lo figuro, por todo lo que he oído decir de él —corroboró Rudge—. Bueno, Ware, le quedo muy agradecido por lo que me ha contado. Como sabe, tendrá que prestar declaración en el juicio. Ya recibirá una citación a su debido tiempo. Por mi parte, si me lo permite, pienso volver a visitarlo para que sostengamos una nueva plática.
—¡Claro que sí! Siempre será usted bien venido —dijo Ware cordialmente—. Y si le gusta pescar, lo llevaré a un sitio donde se puede obtener una pesca excelente. Es propiedad privada, como lo son por aquí todos los lugares de pesca, pero nadie se incomoda por mi presencia.
El inspector Rudge abandonó la casita del viejo y puso en marcha su automóvil. Era ya tiempo de efectuar su diferida visita a sir Wilfrid Denny. Mientras conducía en dirección al West End, su pensamiento estaba ocupado en el problema de cómo determinar si el almirante Penistone había navegado o no contra la corriente la noche anterior. En el primer caso, no era probable que lo hubiesen visto. En la mayor parte de su curso el río corría oculto de la carretera principal, y el puente de Fernton era el único punto de ésta desde el cual resultaba visible. Había, sin duda, unas pocas casas cerca de la orilla, pero lo más probable era que sus habitantes hubiesen estado en la cama desde las diez. Sólo quedaba, pues, la posibilidad remota de que alguien hubiera cruzado el puente en el preciso momento en que el almirante pasaba por debajo.
La escasa verosimilitud de que alguien hubiera sorprendido su viaje tenía en el caso una proyección ulterior. La alternativa era clara: o bien su asesino conocía sus intenciones, o bien lo vio por casualidad en el puente de Fernton o en Whynmouth. Pero de ser esta última eventualidad la verdadera, ¿cómo se hallaba provisto del arma conveniente? Por regla general, la gente no lleva consigo dagas capaces de infligir una herida semejante.
No, el encuentro fortuito no parecía encajar en el cuadro. El crimen debió ser premeditado.
Pero hasta no saber algo más sobre las relaciones del almirante, sería imposible precisar quién hubiera podido conocer sus planes. Y de todos modos, siempre quedaba la posibilidad de que el asesino hubiese concertado la cita.
Al atravesar el puente de Fernton, Rudge detuvo el automóvil y miró por encima del parapeto hacia uno y otro lado, comprobando que sólo podía ver unos cien metros corriente abajo y corriente arriba, antes que los recodos le ocultaran el río en ambas direcciones. En una noche clara, un bote se habría destacado sobre el agua hasta cierta distancia. Seguro ya de esto, el inspector prosiguió su camino.
El West End era un suburbio de Whynmouth, situado junto a la desembocadura del río, que consistía principalmente en unas cuantas casas de ladrillo rojo, cada una en el centro de un jardín cuadrado. Pero había también un edificio más viejo, construido en piedra, oculto de los vecinos y de la vía del ferrocarril, hacia el norte, por un espeso matorral. Este edificio, llamado Mardale era, como Rudge había supuesto, la residencia de sir Wilfrid Denny.
La puerta cochera estaba abierta, y por ella entró el inspector, a quien sorprendió de inmediato el aspecto de abandono que presentaba el parque que descendía hasta el río, y la condición ruinosa en que se había dejado sumir la vivienda.
Recordó la insinuación de mistress Davis sobre la falta de recursos de sir Wilfrid y pensó que al parecer era perfectamente justificada.
No parecía haber nadie en la casa cuando oprimió el timbre, pero al cabo de una prolongada espera se le apareció una mujer de bastante edad y casi impresentable, que lo miró inquisitivamente.
—¿Está en casa sir Wilfrid Denny? —preguntó el inspector.
—No, no está —respondió la mujer—. Lo llamaron de Londres inesperadamente y partió en el primer tren de esta mañana.