7
El inspector sufre varias impresiones violentas
El inspector rumió por unos momentos las fascinantes perspectivas abiertas por la información anterior, y luego de despedir a Hempstead con el consejo de que tomara un buen almuerzo y se acostara, volvió hacia la casa lentamente.
—Sí, hijito. ¿Qué ocurre?
Estas palabras iban dirigidas a Peter Mount, que había aparecido de improviso a la altura de su codo.
—Una nota de papá para usted —anunció el chico—. Vine a traerla.
«Acerca del funeral, me imagino», se dijo Rudge. Pero se equivocaba, porque la nota decía así:
Estimado inspector Rudge:
Tengo necesidad de salir para Londres esta tarde por un asunto urgente relativo a mis deberes eclesiásticos. Espero que no habrá objeción para que lo haga. No pensaría en ausentarme si el caso no fuera de la mayor importancia, pues me consta que usted preferirá tener a todos sus testigos en el terreno. Confío, no obstante, en no tardar mucho y, naturalmente, haré cuestión de honor el estar de regreso a tiempo para asistir al juicio que, según me informa míster Skipwort, se efectuará pasado mañana. Lo tendré a usted al corriente de mis evoluciones, por si necesitara ponerse en comunicación conmigo en cualquier momento, y si me fuese imprescindible pasar la noche en Londres me alojaré en el hotel Charing Cross.
Rogándole disculpe las molestias que esta circunstancia pudiera ocasionarle, me reitero sinceramente a sus órdenes.
«¡Cielos. Otro más...», fue el comentario interno del inspector, que permaneció indeciso unos instantes.
Debía tomar una determinación... Si prohibía al vicario que se marchara... No, no podía hacerlo sin comprometer una acusación para la que no estaba preparado. Podía, en cambio, rogarle que se quedase, pero tras la cortesía de la forma la nota parecía sugerir una serena resolución. Rudge no tenía ningún cargo concreto contra el vicario, fuera del hecho de que su sombrero y su chaqueta hubiesen aparecido en un lugar por demás curioso, y de su ineficiencia como jardinero.
Se volvió hacia Peter.
—Me gustaría ver a tu padre, si pudiera concederme unos minutos.
—Perfectamente.
—Dicho sea de paso, ¿cómo atravesaste el río?
—Su nuevo policía me acercó la batea... Aunque la verdad es que no sabe manejarla muy bien.
Rudge comprobó con satisfacción que el reemplazante de Hempstead había llegado. Esto significaba que por su parte podría, de ser preciso, abandonar Rundel Croft. Luego de cruzar una o dos palabras con el recién llegado, hombre de apariencia sólida y de nombre Bancock, subió a la batea y Peter lo condujo a la orilla. Camino de la Vicaría, observó la zona de tierra mojada alrededor de la glorieta. La manguera había cubierto un macizo de begonias al borde de un cantero. Una o dos de las plantas habían resultado quebradas por la violencia del chorro, y las gotas de agua habían quedado sobre otras como diminutos espejos bajo el brillante sol. Era probable que el vicario se preguntase al día siguiente por qué su follaje aparecía moteado de diminutas ampollas blancas...
El vicario estaba en su estudio y saludó a Rudge cordialmente, aunque con el rostro un poco tenso. No cabía duda de que había recibido un golpe bastante fuerte, pensó el inspector. Aquel rostro no carecía de fuerza, y hasta tenía una cierta especie de belleza, si bien un poco rígida y clerical. Parecía el semblante de un hombre honrado, pero nunca puede decirse... De acuerdo con los comentarios locales, el vicario era un ritualista, y los ritualistas suelen tener ideas peregrinas acerca de la verdad. Pueden, por ejemplo, aceptar los treinta y nueve artículos y luego, sin el más leve rubor, inventar ingeniosos recursos para eludirlos. Rudge estaba bastante al corriente de las diversas variedades de párrocos, porque su cuñado era pastor de almas en la iglesia del Salvador, de Whynmouth.
—Bien, inspector, espero que no haya venido usted a comunicarme que no podré partir para la ciudad —empezó míster Mount.
—No, señor. No es eso, precisamente. No me gustaría llegar tan lejos, aunque no digo que no preferiría que se quedase. Sin embargo, como tengo entendido que el asunto es urgente...
Hizo una pausa, como para dar tiempo a que el vicario se explicase revelando de qué asunto se trataba, pero éste se limitó a decir:
—¡Oh, sí! Es sumamente importante. Si hubiera podido esperar un par de días habría tratado de diferirlo. Pero temo que sea de todo punto imposible.
—Ya veo, señor.
Rudge no hubiera podido conjeturar, así le fuera en ello la vida, qué asunto eclesiástico podía ser tan urgente como todo eso, con excepción quizá de una llamada del arzobispo de Canterbury, o de una conferencia importante, y si tal era el caso, ¿por qué demonios no lo decía el clérigo de una vez? Pero la fisonomía del vicario no acusaba sino dulce severidad de quien se dispone a leer la Primera Lección.
—¿Debo pues inferir que no hay inconvenientes, inspector Rudge?
—En efecto, señor, con tal que, como lo promete, se mantenga en contacto con nosotros. Y le quedo muy agradecido por haberme hecho conocer sus intenciones. No todos serian tan considerados.
—Ambos tenemos nuestro deber que cumplir —contestó el otro—. Aparte de que si me hubiese marchado sin hacérselo saber —añadió con un ligero guiño—, usted hubiera podido imaginar que me escapaba, y eso no sería justo.
Rudge se echó a reír por compromiso.
—Hay una o dos cosas que quería preguntarle —dijo—. Y me alegro de que se me haya presentado esta oportunidad. Se refieren al difunto almirante. ¿Diría usted que era un hombre capaz de caminar muy ligero?
—No —contestó míster Mount—. El almirante Penistone tenía cierta dificultad para caminar, a causa de una herida que recibió en el pie durante la guerra. Un fragmento de granada, según tengo entendido. No era en realidad cojo, pero lo fatigaba caminar mucho o muy de prisa. Prefería siempre ir en automóvil, o remontar el río si era posible.
El inspector asintió con la cabeza. Esto echaba por tierra sus cálculos recientes y lo dejaba como al principio. Pasó al punto inmediato.
—¿Duerme usted en el lado de la casa que mira al río?
—No. Mis hijos y los sirvientes duermen de ese lado, pero la ventana de mi dormitorio da al otro, y mira a la pradera. A veces me llaman por la noche para visitar a un enfermo o a un moribundo, y resulta más conveniente que me puedan llamar sin alborotar toda la casa. Hay una puerta lateral que da al prado, ¿sabe?, con un timbre que suena en mi dormitorio.
—Entiendo. ¿Se domina desde su ventana la carretera?
—Sí, en cierto sentido. Quiero decir que puedo verla desde ella; aunque, naturalmente, queda a unos cien metros de la casa.
—Perfectamente. ¿Supongo que no habrá visto pasar anoche un automóvil cerrado en dirección a Whynmouth?
—Ésa es una pregunta un tanto vaga. ¿A qué hora se refiere usted?
—Aproximadamente a las once menos cuarto. Se me ocurrió que quizá lo hubiera visto mientras se desvestía.
El vicario meneó la cabeza.
—No —dijo de inmediato—. Temo no poder ayudarlo. Subí a las diez y veinte, me desvestí y me acosté en seguida. No recuerdo haber mirado por la ventana. Y de todos modos, a la hora que usted menciona podía estar en el cuarto de baño, que queda al otro lado del corredor, o bien... —y volvió a pestañear— rezando mis oraciones.
—Es muy posible —admitió Rudge molesto, como todo buen inglés, ante la mención de las devociones privadas—. Bien, no era más que una posibilidad, señor, aunque bastante remota. En realidad no podía tener esperanzas de que se hubiera fijado. ¿Tendrá usted la gentileza de telefonearme cuando llegue a la ciudad?
—Desde luego que sí —contestó el vicario—. Y muchas gracias por permitirme huir. Le prometo no quebrantar mi palabra.
—Estoy absolutamente seguro de ello —respondió Rudge con toda convicción, y se despidió. Luego echó a andar lentamente por el jardín de la Vicaría, y sus pesadas botas resonaron con fuerza sobre la grava, en el silencio ardiente de la mañana de agosto.
Peter seguía husmeando cerca del cobertizo de los botes. Rudge contempló el poste clavado junto al agua, con el extremo de la soga todavía sujeto a él por un nudo de dos vueltas. Se preguntaba si no habría supuesto demasiado a la ligera que el cadáver hubiese sido arrojado del bote del vicario desde otro bote. Por lo menos debió tomar la precaución de inspeccionar la orilla en busca de rastros. Sin embargo la búsqueda no dio ningún resultado útil. El borde del césped estaba a trechos aplastado y quebrado, como por fuerza debía ocurrir si la familia del clérigo solía echar el bote al agua desde ese punto, pero el propio césped era demasiado corto y seco para presentar huellas definidas, y cualquier rastro que hubiese habido por debajo del nivel de la marea alta habría sido borrado, naturalmente, cuando el agua volvió a subir aquella mañana.
Rudge se sentó en la orilla y miró hacia el río. La corriente empezaba a mermar y las ondas chocaban y aleteaban contra las paredes de la batea y del cobertizo. En la otra margen estaba el bote del almirante, ligeramente sacudido por el chapoteo del agua que levantaba su popa y oscurecía el contorno de su forma espejeante entre las sombras cobrizas. Entre orilla y orilla, el sol fulguraba de lleno sobre el agua.
Rudge sintió bailar en su mente una melodía:
Esto le recordó que había prometido a su casera la grabación del Swing low, sweet chariot, de Paul Robeson y que su radio necesitaba un acumulador nuevo.
¡Maldito río, con su eterno chapoteo y sus caprichos imbéciles con las mareas! Conocía el Ouse de Huntingdon, lento, solitario, regulado por bombas y por presas, y poco transitado por los botes debido a sus esclusas abandonadas y llenas de yerbajos. Había visto ríos en Escocia, bramadores y torrentosos, inútiles para todo, salvo para la pesca, si se era aficionado a esta especie de distracción. Hasta había hecho una excursión de vacaciones por Irlanda, y había visto allí el majestuoso Shanon, doblegado y sometido a producir energía eléctrica. Pero este río era una bestia taimada y dañina para todos. ¿Qué sentido tenía una corriente cuyo nivel oscilaba dos veces al cabo del día, con una diferencia de un metro entre la alta y la baja marea?
Volvió a mirar el poste de amarre (Swing low, sweet chariot) y calculó la distancia existente entre el nudo de la soga y el nivel del río: casi dos metros y medio. Neddy tenía razón. Cualquiera que hubiese estado esperando en el río para soltar el bote con la marea baja, habría tenido que cortar la amarra.
El bote debía balancearse bastante abajo (Coming for to carry me home) y la amarra tenía que ser muy larga para que el bote tocase el agua. De pronto, se levantó, interrumpiendo sus húmedas vacilaciones.
—Oye, hijito —dijo en voz alta.
Peter salió de la casilla.
—¿Cuál crees que sería la longitud de vuestra amarra?
—Medía cerca de tres brazas, o sea cinco metros y medio, como usted sabe. Tenía que ser bastante larga por el reflujo de la marea.
—Sí, ya me lo imaginaba.
Rudge midió con la vista el extremo de la soga que flotaba sobre el río, y trató luego de recordar el aspecto que ofrecía el otro, que había quedado en el bote del vicario. Metro y medio a lo sumo, pensó. Pero no podía estar seguro. Probablemente no hubiera en ello nada de particular, pero aunque sólo fuese como asunto de rutina, no sería mala idea juntar ambos cabos para ver si coincidían.
Sus ojos se clavaron de nuevo en el poste, y vio mentalmente el bote del vicario con la soga de cáñamo nueva cortada limpiamente, y a Neddy Ware demostrándole, sobre su barra de tabaco, el filo del cuchillo que efectuó el corte. El reflejo del sol sobre el río era deslumbrador. Al fijarse en el poste, los ojos de Rudge estaban turbios de lágrimas, a pesar de lo cual le pareció que aquel cabo estaba cortado menos limpiamente que el otro.
—¿De qué se trata? —preguntó Peter, mirando primero al poste y luego al inspector.
—Nada importante —contestó Rudge—. Un trabajito que se me ha ocurrido y del que tendré que ocuparme en seguida. Me parece que ahora voy a atravesar el río si no necesitas la batea.
Así lo hizo por su propia cuenta y sin desastre, para encontrar a P. C. Bancock en la otra orilla, estólidamente enfrascado en la lectura de un periódico. Recomendándole que vigilase la casa y tomase nota de todos los mensajes telefónicos, trepó a toda prisa al automóvil de la policía, y se dirigió a Lingham cruzando el puente de Fernton. Allí estaba el bote del vicario, cuidadosamente transportado en el carro de una granja, y encerrado bajo llave en el salón de bailes de la taberna local, donde yacía también, encomendado al empresario de pompas fúnebres, el cadáver del almirante Penistone. Después de pensarlo, Rudge había decidido que el mejor arreglo, ya que la encuesta había de realizarse en Lingham, sería dejar allí el cadáver momentáneamente, y llevarlo de nuevo a Rundel Croft para el funeral, en caso necesario.
Pero no era el cadáver, sino el bote con su amarra lo que le interesaba por el momento y, al entrar en el salón de baile, lo encontró en posesión del fotógrafo de la policía, que al parecer había obtenido una abundante cosecha de impresiones digitales, y se ocupaba ahora en revelar metódicamente las placas. El inspector le indicó por señas que prosiguiera su trabajo, y tras extraer de su bolsillo una cinta métrica, la extendió cuidadosamente a lo largo de la amarra. La medida exacta resultó ser de un metro y cuarenta y cinco centímetros, desde el extremo cortado hasta la argolla sujeta a la quilla del bote.
Volvió a salir, puso nuevamente en marcha su automóvil, maldiciendo la estúpida necesidad de hacer un rodeo de cinco kilómetros por viaje y, ya de regreso en Rundel Croft, tomó la batea una vez más y atravesó en ella el río hasta el poste de amarre, para tomar nuevas medidas.
Había dos metros y medio desde el nudo hasta el extremo de la soga, y calculando la que se había empleado en rodear el poste y hacer los nudos, así como en el cabo suelto, se obtenían unos ochenta centímetros más, lo que daba un total de tres metros treinta para la soga atada al poste. Sumándole un metro cuarenta y cinco, daba un largo de cuatro metros setenta y cinco solamente.
Quedaban setenta y cinco centímetros de soga, cuya ausencia carecía aún de explicación. Rudge, tiernamente abrazado al poste mientras tomaba las medidas, y afirmando bien los pies sobre la batea para evitar que se le escapara, dejándolo en la situación de un mono colgado de una estaca, meneó la cabeza ante esta comprobación. Tomó después en la mano el extremo cortado de la amarra y lo observó atentamente. Había estado en lo cierto: este corte no era tan limpio como el otro. Habían usado un cuchillo afilado, sin duda, pero la soga se había ido partiendo gradualmente, las hebras de cáñamo se habían aflojado bajo la presión, y una de ellas sobresalía de las demás.
Estaba, pues, frente a un nuevo problema. ¿Para qué precisaría nadie un trozo de soga de poco más de dos palmos? Imposible que fuese para atar algo, porque su calibre sugería que casi toda la cantidad haría falta para hacer el nudo. Tratábase indudablemente de un rompecabezas más.
Era necesario encontrar aquel pedazo de soga, de ser ello posible. Pero probablemente lo hubieran arrojado al río, y en tal caso ya habría ido a parar al mar. O bien (puesto que ese absurdo río Whyn corría en ambas direcciones) quizás hubiera seguido al almirante corriente arriba. No parecía una línea de investigación demasiado prometedora.
No se había recibido en la casa mensaje de ninguna especie durante su ausencia, y, sin saber exactamente qué partido tomar, Rudge se encaminó al estudio del almirante.
Allí encontró al sargento que, después de numerosas conversaciones con la oficina local, había logrado comunicarse con el Almirantazgo, y estaba tratando de explicar a una lánguida voz que le respondía desde el otro extremo de la línea, a qué departamento llamaba y con quién deseaba hablar. El inspector se hizo cargo del aparato.
—Habla la Policía de Whynmouth —dijo con acento perentorio, destinado a significar que, aun cuando la Armada fuese la institución más antigua, la Ley era todavía más importante—. Necesitamos información sobre la carrera del almirante Penistone, retirado, que sirvió en la Base de China y vive ahora en Lingham. Tenga usted la bondad de comunicarme inmediatamente con la persona que pueda suministrarme esos datos. El asunto es urgente.
—¡Oh! —contestó la voz—. ¿Qué desea usted saber acerca de él? Puedo consultar su hoja de servicios, por supuesto. Yo...
—No es eso lo que necesito —dijo el inspector—. Quiero hablar confidencialmente con alguien que tenga autoridad, y cuanto más pronto, mejor.
—¡Oh! —repitió la voz—. Bueno, no sé qué decirle. Todos han salido a almorzar, ¿sabe? Como ya es la una... Oiga, creo que será preferible que vuelva a llamar dentro de una o dos horas, y pida la extensión 55; probablemente podrán informarlo de algo que usted no sepa. Daré el recado.
—Gracias.
El inspector colgó el receptor violentamente y, pasados los treinta segundos reglamentarios, lo volvió a levantar.
—Número, por favor —rogó la telefonista.
—Oiga, señorita —dijo Rudge—. ¿Tiene usted una guía telefónica de Londres? La tiene. Bien. ¿Querría buscarme el número de Dakers & Dakers? Son unos abogados que tienen estudio en..., espere un minuto... En Lincoln’s Inn. Sí, le deletrearé. Eso es: Dakers & Dakers. Es bastante urgente.
—Lo llamaré —aseguró la telefonista.
Las observaciones del joven del Almirantazgo le habían recordado a Rudge que estaba trabajando desde las seis, y que aún no había almorzado. Tocó pues el timbre y preguntó a Emery si no podía servirle algo de comer.
—No lo sé, pero creo que sí —contestó dudoso el mayordomo. Reflexionó un instante y añadió—: Yo y mistress Emery estábamos comiendo unas lonjas de jamón. Supongo que podríamos servirle una, si le apetece.
El inspector aprobó la idea, y respondió que le agradaría mucho.
—Bueno, iré a decírselo a mi esposa —anunció Emery que salió para volver al cabo de pocos minutos—. Me imagino que también querrá beber algo —sugirió, casi contra su voluntad.
—Cualquier cosa que tenga a mano —aceptó Rudge gentilmente.
—En ese caso, puedo ofrecerle un vaso de cerveza —propuso Emery—. Yo y mistress Emery estábamos tomando cerveza. Ella quería beber algo que levantase el ánimo.
El inspector aceptó de buena gana el ofrecimiento de la cerveza, y el criado se retiró lentamente y regresó a los pocos minutos para inquirir:
—¿No le importaría que se lo trajese todo en una bandeja? No estamos habituados a tener policía en la casa y...
El inspector expresó que lo que les pareciese más conveniente a él y a mistress Emery, contaría también con su aprobación. El hombre volvió a retirarse, y después de un tiempo considerable, regresó para anunciar con acento lúgubre:
—Mistress Emery dice que puede cocinarle una lonja de jamón si usted quiere. Dice que hoy no ha hecho ningún postre por no tener ánimo, pero que quizás acepte usted un trozo de Stilton.
El inspector respondió que le parecía muy bien, y en aquel momento sonó el timbre del teléfono, y al contestar comprobó que lo habían comunicado con el estudio de míster Dakers. Éste y míster Trubody habían salido. ¿Podía el empleado que estaba hablando hacer algo en su obsequio?
El inspector explicó que necesitaba comunicarse urgentemente con míster Edwin Dakers, por asuntos relacionados con el almirante Penistone. No, no hablaba en nombre del almirante. La verdad era que el almirante había muerto.
—¿Sí? Míster Dakers lo lamentará mucho cuando se entere.
—El hecho es —prosiguió el inspector— que ha muerto en circunstancias sumamente misteriosas. Soy un representante de la policía.
—¿Ah sí? Míster Dakers lo lamentará profundamente. Si quiere usted dejarme su número, le rogaré que lo llame en cuanto venga.
El inspector dio las gracias, y en seguida recordó que el sargento Appleton debía andar todavía por allí, y sin haber comido. Volvió a tocar el timbre. Emery entró arrastrando los pies, y empezó a decir con expresión de reproche:
—De nada servirá que llame. Nadie puede apurar una lonja de jamón. Tiene que cocinarse muy bien para que no dé bilis.
—Así es —admitió Rudge—. Pero yo estaba pensando en mi sargento. ¿Cree usted que podría darle también algo de comer?
—El sargento —contestó Emery— ya está tomando un bocadillo en la cocina conmigo y con mistress Emery. Espero que no habrá en ello nada malo...
—¡No, no, ni pensarlo! —lo tranquilizó Rudge—. Me alegro mucho de que así sea.
El mayordomo volvió a retirarse, mientras el inspector se quedaba admirando los recursos y el poderoso espíritu de iniciativa del sargento Appleton.
La lonja de jamón, cortada gruesa y perfectamente frita, llegó poco después, en manos de mistress Emery, una mujercita con cara de pájaro y modales dominantes que en cierta medida explicaban el aspecto apocado y marchito de su marido. Un simple vistazo a la lonja de jamón, cocinada a las mil maravillas con su acompañamiento de guisantes y de patatas fritas, desveló otro misterio. Evidentemente, la estupidez de Emery había sido el precio pagado por el almirante por la habilidad culinaria de su esposa. Rudge le expresó su elogio.
—Y cómo he conseguido hacerlo, es cosa que no alcanzo a comprender —declaró la cocinera—, con el pobre amo desaparecido en forma tan repentina, y miss Elma fuera y toda la casa revolucionada. Hasta el olor de la comida parece una falta de respeto, por así decirlo. Pero, claro, Emery es hombre, y un hombre tiene que comer aunque se venga el mundo abajo.
—¡Gran verdad! —aprobó el inspector—. Temo que seamos un sexo empedernido, señora Emery. ¡Claro que esto tiene que haberla perturbado mucho! Y con la inesperada partida de miss Fitzgerald, toda la responsabilidad ha quedado sobre sus hombros...
—¡Ah! —comentó mistress Emery—, lo que me gustaría saber es cuándo no ha estado sobre mis hombros. ¡Mucho que se ocupaba miss Elma de la casa! Para la ayuda que representaba, bien podía haber sido un hombre. En cuanto al pobre almirante, le gustaba que todas las cosas estuvieran limpias y arregladas, y a pesar de sus modales bruscos era un placer servirlo. Muchas veces tuve que llamar al orden a mi marido, porque veía que sus negligencias incomodaban terriblemente al amo, pero Emery no es más que un pobre hombre, aunque sea mi esposo. El almirante lo despidió en una oportunidad y le dijo que a fin de mes se marchase, pero yo no me di por enterada. No hice más que prepararle una excelente comida, con los platos de su predilección, y él me hizo llamar y me dijo: «Señora Emery, puede usted comunicarle a ese condenado zoquete que tiene por marido que puede quedarse. Y aquí tiene media guinea para usted, para que se compre algún trapo.» Era un buen amo, sí. Ni en mi lecho de muerte diría otra cosa...
—Estoy seguro de ello —asintió Rudge con simpatía.
Tenía la sensación de haber descuidado imperdonablemente a mistress Emery. «Si se quiere conocer la verdad acerca de un hombre —había sostenido siempre—, hay que interrogar a sus criados.» Contaba ahora con dos testimonios a favor del almirante, y ambos le parecían dignos de crédito. Neddy Ware se había hecho eco del juicio en que su tripulación le tenía, y una tripulación pocas veces se equivoca al juzgar a su capitán. Por lo demás, el testimonio de mistress Emery coincidía con aquél.
—Tengo entendido que el almirante Penistone mostraba, en ocasiones, un genio algo violento, ¿no?
—Y no por eso pensaré mal de él —replicó mistress Emery—. Por mi parte prefiero un hombre vivo de genio, a otro pobre de espíritu. Y el pobre señor tenía muchas cosas que aguantar, con esa miss Elma tratándolo siempre tan mal, y sus preocupaciones, y una cosa y otra...
—¿Qué preocupaciones eran ésas?
—Bueno, inspector, no creo que pueda decirle exactamente cuáles. Pero he oído decir que el Almirantazgo no se portó muy bien con él en su juventud, y nunca pudo sobreponerse del todo. Fue algo ocurrido en el extranjero, y él decía siempre que se reivindicaría alguna vez, así tuviera que esperar toda la vida. Pero miss Elma no le demostraba más simpatía de la que puede demostrarle un hombre a su mujer, cuando ella se ha reventado peleando con los chicos el día entero. —Y, sin detenerse a explicar esta oscura comparación, mistress Emery prosiguió, aún más deprisa—: No entendía razones miss Elma... No hacía más que estarse ahí sentada, terca como una mula, y sin llevar siquiera la mano a un plumero o arreglar un jarrón con flores para que la casa tuviera aspecto de hogar. Y bastante que lo sentiré por míster Holland, que es un caballero tan agradable, si llega a casarse con ella, aunque no podría decir qué le ha visto para enamorarse. Para mí es un misterio que un hombre vaya siempre a elegir lo peor, con tantas muchachas decentes y sensatas como andan por ahí. Porque si de belleza se trata, yo no se la pude descubrir nunca...
—Bueno —dijo Rudge—. La cosa ya no tiene remedio. Se casaron esta mañana.
—¿Cómo? ¡Nunca lo hubiera imaginado! —exclamó mistress Emery—. Así que por eso su sargento se mostraba tan misterioso... «Le espera una gran sorpresa, señora —me dijo—, pero no le adelantaré nada, porque pronto lo sabrá.» ¡Qué escándalo! ¡Muy propio de esa perra sin corazón casarse con el cadáver del tío todavía caliente, por así decirlo! ¡Y no me sorprende poco que míster Holland haya hecho una cosa semejante! Aunque la seguía como un corderito con un lazo azul en el pescuezo. Esos hombres grandotes son los más flojos de todos cuando media una mujer.
—¿Cree usted, pues, que míster Holland está muy enamorado de miss Elma? —insinuó Rudge.
¿Llegaría alguna vez a conocer la verdad sobre las relaciones de la pareja? No había dos opiniones coincidentes.
—Como enamorado, lo estaba —contestó mistress Emery—. Y lo está, de eso no tengo la menor duda. Aunque lo que pueda durarle es harina de otro costal. Ella tomaba el asunto con bastante frialdad, pero ése es su carácter. Nunca ha estado enamorada más que de sí misma y de sus propios caprichos, si me pide usted mi opinión, y él no tardará en darse cuenta. En el matrimonio, las cosas son muy distintas. ¡Y bien ladina que se ha mostrado, tomándolo y dejándolo según le soplaba el viento! Pero importarle de veras no le importaba, y el amo lo sabía perfectamente, como lo sabía todo el mundo. Si él hubiera vivido, no se habrían casado tan fácilmente, eso es un hecho... ¡Pero ir en seguida y unir sus manos por encima del cadáver, como podría decirse, es cosa de la que no hubiera creído capaz a míster Holland!
—Hum... —comentó el inspector. Estaba tratando de recordar en cuanto tiempo se puede obtener una licencia especial de matrimonio. Le parecía recordar vagamente que el trámite requería un plazo mínimo de veinticuatro horas—. De todas maneras, es posible que tuviesen ya proyectado casarse hoy —añadió.
—Si así fue, debieron alterar sus planes —replicó mistress Emery—. ¡Es repugnante! Pero, ahora que lo pienso, no me extrañaría que tuviese usted razón. Y tal vez fuera ése el motivo de que míster Holland estuviese anoche tan ansioso por ver al almirante.
—¡Oh, sí! Llamó desde Whynmouth, ¿no es cierto?
—Así es. Yo misma le tomé el mensaje. Necesitaba ver al amo con urgencia. Le contesté que estaba con miss Elma en la Vicaría, y que no regresarían hasta tarde, porque supuse que se quedarían hasta las once más o menos, jugando a las cartas o algo por el estilo. El vicario no tiene escrúpulos en jugar a las cartas, pese a su investidura y a sus ceremonias, pero era de esperar, porque cirios y trapos no constituyen la religión, ¿no le parece? Bueno, pues le dije que no regresarían hasta las once, porque entonces tenía esa impresión, y no se me puede exigir que adivinara que iban a volver temprano esa única noche. Todo lo que una puede hacer es proceder con buena intención. De modo que le sugerí que fuese a la Vicaría, pero él me contestó que no, y que quizá viniese más tarde.
—¿Y lo hizo?
—No, que yo sepa, pero gracias a Dios tengo el sueño profundo, y bien que lo necesito con todo el trabajo que hay en esta casa. Se supone que Emery tiene a su cargo la limpieza, pero la mitad de las veces tengo que hacerla yo después que él la da por terminada, y en cuanto a Jennie es una buena chica, pero miss Elma la obliga a hacer más de lo que puede, pues no da un paso ni una puntada por sí misma. A mí me tomaron para la cocina, y con miss Elma que desayuna en la cama y se levanta a cualquier hora, con un solo par de manos como tengo...
—¡Claro! Aunque estoy convencido de que son manos muy hábiles, mistress Emery.
—De lo que yo estoy convencida es de haber dicho, cuando llegué aquí, que necesitaría tener a mis órdenes a una muchacha para que fregara todos esos suelos de ladrillo. Es el inconveniente de estas casas viejas. Pero no me quejé al almirante, porque no era hombre rico, aunque ella podía haber hecho algo para ayudarlo si lo hubiera querido, porque dicen que tiene mucho dinero. Qué podía hacer con sus rentas es difícil de adivinar, y no es que me importe, pero nadie puede evitar sus pensamientos. Porque lo que es gastarlas en trapos no lo hacía, de eso nadie la podrá acusar. Fuera de un vestido de noche alguna que otra vez, y de algún abrigo elegante, no se compraba nada, y no es en eso en lo que se va más dinero, como usted sabrá perfectamente si es hombre casado, sino en los zapatos, y en los guantes, y en las carteras, y en las medias, y en las blusas. Pero estoy segura de que miss Elma no se preocupaba de esas cosas como hubiera hecho cualquier otra mujer joven. Esa doncella francesa que tenía solía poner el grito en el cielo por el desaliño con que se vestía miss Elma.
—¡Ah, la muchacha francesa! ¿Qué aspecto tenia?
—¿Muchacha? Hoy en día le dicen muchacha a cualquiera, pero si vuelve a ver sus cuarenta años me sorprendería mucho. Era una personita bastante agradable y hablaba muy bien el inglés. Pero a mí no me gusta que una doncella tenga excesiva intimidad con su ama, y he visto a miss Fitzgerald cambiar con ella miradas de entendimiento en algunas oportunidades en que el amo estaba un poco fuera de sí, cosa que no hubiera debido ocurrir entre personas de tan distinta condición social. Los señores tienen que estar de un lado y los sirvientes de otro, ésa es mi norma, y no me parece propio que una joven señora haga confidencias a su doncella sobre el amo de la casa. Tengo la impresión de que eso originó algún conflicto, porque de lo contrario, ¿qué necesidad hubiera tenido mademoiselle de marcharse tan precipitadamente, sin cobrar siquiera su sueldo? ¡Ah! Creo que ése es el timbre de la puerta principal. Espero que Emery atienda, como es su obligación, ¡pero está tan trastornado con todas estas cosas! Ya habrá usted notado que su cabeza no es muy fuerte. Claro está que yo soy muy distinta, y me fijo en todo. Es cierto que no estuve sino un mes con el almirante, pero una mujer de mi experiencia (he servido en muchas casas en mis tiempos) no tarda mucho en atar cabos. ¡Y bien pude advertir los puntos que calzaba miss Elma! ¡Ah! Me alegro de que Emery haya recordado su obligación, siquiera por una vez...
La puerta se abrió y el susodicho asomó por ella la melancólica cabeza.
—Están aquí dos caballeros de los diarios que desean ver al inspector.
Rudge estuvo a punto de mandar decir a los «caballeros de los diarios» que se marchasen con viento fresco, cuando se le ocurrió que todas las criaturas del Señor pueden resultar útiles. Echó pues un vistazo a la tarjeta que se le tendía, y comprobó que tenia impresas las palabras mágicas Evening Gazette.
—Los recibiré —dijo secamente.
Emery hizo pasar a los periodistas. Uno de ellos era un mozo vivaz, de pelo cortado al rape y anteojos con aro de carey, cuyo rostro aparecía oscurecido, en la mitad superior, por alguna forma imperfecta de baños de sol («todos los hombres elegantes tienen el cutis levemente bronceado»), y el otro era un sujeto calmoso, provisto de una cámara fotográfica.
—Veamos —saludó Rudge—. ¿Cómo se han enterado ustedes de esto, muchachos?
—Informaciones, inspector. «Si no figura en la Gaceta es porque no ha ocurrido todavía.» ¿Querrá usted hacer todo lo que pueda por nosotros?
—Pues el caso es... —empezó Rudge.
Reflexionó unos instantes y acto seguido les trasmitió toda la información que, a su juicio, estaba necesariamente destinada a trascender.
—Perfectamente —dijo «Cabeza rapada»—. Hablemos ahora un poco de usted, inspector. Nuestros lectores querrán saber todo cuanto le concierne. ¿Tendría la gentileza de permitir que lo fotografiáramos en el cobertizo de los botes? Es un detalle que añade interés al cuadro, ¿sabe? Gracias, es usted amabilísimo. No llevará más de un minuto. ¿Es ése el bote del almirante? Señálelo como al descuido. ¡Muy bien! Será una hermosa fotografía, ¿eh, Tom?
A pesar suyo, el inspector se sintió casi halagado.
—Diremos, como es natural, que usted tiene ya en su mano todos los hilos, y que evidentemente no hay necesidad de recurrir a Scotland Yard. Nada más. En cuanto a esa sobrina... ¿No podríamos cambiar con ella dos palabras?
—No —repuso Rudge, y añadió amablemente—: El hecho es que no me importa contarles algo acerca de ella.
El periodista aguzó el oído.
—Partió esta mañana para Londres —anunció dramáticamente el inspector— y se casó con un hombre llamado Arthur Holland, comerciante, que vino de China.
—¿De veras? ¡Trabajo rápido! Esto constituirá una historia sabrosa. ¿Y por qué tanta prisa?
—Todavía no puedo decirlo. Pero oigan, si les doy la exclusiva del relato, ¿querrán en cambio hacerme un favor?
—Sin duda.
—Necesito conocer la carrera del almirante Penistone. Por qué presentó su dimisión a los cuarenta y tres años, por qué se reincorporó posteriormente, y todo lo demás.
—¡Oh! Sobre eso puedo adelantarle algo —rió el periodista—. Lo supe por un hombre que conozco en la Embajada de China. El viejo sufrió algún percance en Hong Kong en 1911. Fue asunto privado; algo referente a una mujer. Una de esas cosas que no están permitidas a los oficiales de la Armada. Se le exigió que presentara su dimisión y no hubo escándalo. Ya sabe cómo es esa clase de asuntos... Mi hombre no conocía bien todos los pormenores, pero me prometió informarse. Le haré saber todo lo que averigüe. Me aventuro a decir que no lo publicaremos todo, porque posiblemente todavía vivan algunas de las personas que intervinieron, pero le mandaré el informe completo. ¡Ah!, y si se presentara algo que usted juzgue oportuno comunicarnos directamente, como quien dice de primerísima fuente, no dejará de hacerlo, ¿verdad? Trato hecho.
Rudge aceptó de buena gana. Esto parecía más prometedor que tratar de obtener informes secretos del Almirantazgo. ¿Complicaciones en Hong Kong en 1911? Así se explicaban muchas cosas... Sin duda, puesto que Penistone era un brillante oficial, le habrían permitido de buen grado reincorporarse en 1914. Pero para él ya no debió ser lo mismo. Sin duda el incidente le había agriado un poco el carácter. ¿Sería posible que el asesinato fuese el epílogo de aquel viejo episodio? Parecía un lapso demasiado largo para conservar rencores, pero con los chinos nunca sabe uno a qué atenerse. E, incidentalmente, Holland acababa de llegar de China. ¿Qué había dicho de Holland la señora Emery? El joven le había sugerido la posibilidad de ir a Rundel Croft después de las once. ¿Y si lo hubiese hecho?
Era obvio que urgía encontrar a Holland y Elma, y en todo caso tendrían citación para la vista del caso. Habría que conversar con el coroner al respecto: otro trabajito para el sargento Appleton.
Rudge regresó a la casa y despachó a su subordinado con una nota. Apenas lo había hecho, sonó el teléfono.
Míster Edwin Dakers estaba al otro extremo de la línea. Sí, lo había apenado y horrorizado la noticia de la muerte del almirante. Pensaba que lo mejor sería partir para Rundel Croft en seguida. Como apoderado y representante de miss Fitzgerald, necesitaba verla sin demora. Estaría sin duda muy trastornada por el triste acontecimiento...
—No lo he advertido —contestó Rudge con una especie de sombría satisfacción—. La verdad es que no bien se enteró miss Fitzgerald de la muerte de su tío, partió para la ciudad y contrajo matrimonio con un tal míster Holland. Me agradaría, señor...
—¿Qué? —exclamó míster Dakers con tono de espanto tal que pareció sacudir el aparato.
—¡Dios nos asista! —gritó el abogado, e hizo una pausa tan larga que Rudge empezó a temer que se hubiese caído muerto de pánico. Después le oyó decir—: Esto es algo horrible, inspector. Estoy más que impresionado. Estoy aterrado.
—No hay duda de que parece demostrar cierta falta de sentimientos...
—¿Falta de sentimientos? —repitió míster Dakers—. Puede resultar lo más funesto para sus intereses financieros. ¿Podría usted indicarme dónde encontrarla?
—Paraban en el Carlton, según dijo ella —respondió Rudge—. Miss Fitzgerald, es decir, mistress Holland —aquí míster Dakers emitió un débil gruñido—, anunció que pensaban ir a un baile esta noche. Me agradaría, señor...
—¡Un baile en el Carlton! —interrumpió míster Dakers—. Debe de haber perdido el seso. Tsss... tsss... tsss... ¡Desesperante! No estoy absolutamente seguro acerca del punto de la ley implicado, pero, si no me equivoco, el juez del Supremo sostuvo en el caso de... ¡Dios mío!, creo que tendré que solicitar la opinión del juez. Mientras tanto, le agradezco muchísimo que me haya enterado de los acontecimientos. Iré a ver a mi cliente de inmediato y...
—Espero que dé con ella, señor. Y me agradaría que la persuadiese de que debe regresar en seguida. Los señores Holland serán citados, naturalmente para el juicio, pero en el ínterin sería deseable...
—Por supuesto, por supuesto... —respondió Dakers—. Es una situación por demás desgraciada e indecorosa. Pondré especial empeño en aconsejarle que regrese a su casa sin dilación.
—Gracias. Y también me agradaría mucho cambiar unas cuantas palabras con usted en alguna oportunidad. Hay uno o dos pormenores relativos a un documento que tenemos aquí, que convendría aclarar.
—¡Oh! —exclamó míster Dakers—. ¿Cómo?
—Relativos —prosiguió Rudge— a la copia de un testamento extendido por John Martin Fitzgerald, en 1915.
—¡Ah! —volvió a exclamar el abogado, y su voz sonó cautelosa—. Sí, sí, ya entiendo. ¿En qué sentido, exactamente, está usted interesado en ese testamento?
Rudge tosió.
—Pues en un sentido que podríamos llamar general, señor Dakers. Se menciona allí a un hermano, por ejemplo, y hay uno o dos puntos más que podrían resultar de interés.
—Sí, sí. Comprendido, inspector. Creo que será preferible que vaya a verlo yo mismo. Trataré de llevar también a miss Fitz... es decir, a mistress Holland. Pero en cualquier caso llegaré a Lingham esta noche. ¿Dónde puedo encontrarlo?
—Estaré en Rundel Croft.
—Muy bien. Le telefonearé para comunicarle a qué hora puede esperarme. ¿Cuándo se realiza la audiencia?
—Creo que pasado mañana.
—Bien. Naturalmente, asistiré a ella en representación de mistress Holland. Me parece que deberían haberme enterado de este asunto antes. ¿Cómo es que no me telefoneó usted hasta la una?
Al inspector la habría gustado contestar que no figuraba entre sus obligaciones notificar a los abogados de las personas sospechadas o sospechosas, pero se limitó a responder suavemente que había estado muy ocupado y que apenas había tenido tiempo de digerir el contenido del testamento.
—Es lamentable —añadió— que mistress Holland no lo haya enterado por sí misma de la situación.
—Lo es, y mucho —replicó el abogado secamente—. Bien, inspector, dejaremos las cosas como están.
Y colgó.
«No hay nada que hacer —pensó Rudge descontento—. Supongo que lo único que me resta es esperar al viejo pelma. Aunque si trae a los Holland consigo ya se habrá ganado algo. Es una lástima que haya tan poco que hacer. Los Holland en la ciudad. Denny en la ciudad. Bueno ¿y qué hay de esos recortes?»
Todavía no había examinado la colección de recortes de periódicos. Quizá pudiesen sugerirle algo sobre el misterioso pasado de Penistone, o sobre algún otro punto de interés.
Los papeles, como casi lo anticipara, parecían en su mayor parte relativos a China, aunque una sección entera se refería a asuntos navales. Databan de muchos años antes de la guerra y estaban prolijamente numerados y clasificados de acuerdo con un índice alfabético escrito a mano por el almirante. Rudge advirtió un pequeño legajo, reunido bajo el rubro de «Denny W.» y lo repasó ansiosamente. Por él se enteró de que sir Wilfrid Denny había trabajado muchos años en la Aduana de Hong Kong, para retirarse en 1921 con una pensión y un título. Al parecer no había llegado a Whynmouth hasta 1925, y previamente había vivido en Hertfordshire. Era un viudo de sesenta y cuatro años, cuya esposa había muerto en China hacía quince, y sin hijos, porque el único había muerto en la guerra.
¡Esto era interesante! También sir Wilfrid tenía algo que ver con China. Sin duda, su amistad con el almirante databa del último período de servicios de éste en aquella base.
Rudge devolvió los recortes a su carpeta y estaba a punto de guardarlos en su estante, cuando advirtió un rótulo que rezaba: «Ver H.5 y X 57.»
No tenía la menor idea de lo que esta enigmática referencia pudiese significar. Buscó el número 5 en la H, y descubrió que se refería a un solo recorte que hablaba de un marinero, de nombre Hendry, que había resultado muerto en Hong Kong, durante una pendencia, algunos años antes. La cosa prometía. Pero cuando revisó la X no encontró ningún recorte en esta letra extraña. Y por cierto que cincuenta y siete notas en el apartado X hubieran sido cosa insólita.
X debía referirse a algo distinto. Pero ¿a qué?
Volvió al índice, y sus ojos se detuvieron en otra indicación bajo la letra F: «Fitzgerald W. E.». ¡El hermano desaparecido!
También esto debía ser interesante, sin duda. La división marcada «Fitzgerald W. E.» no contenía, sin embargo, más que una tira de papel escrita con lápiz: «Ver X.»
«¡Condenada X! —pensó Rudge—. ¿Adónde diablos se ha ido la X?»
Acaso se tratase de un asunto extremadamente privado. El viejo pudo haber escondido esos papeles en algún sitio más seguro.
Lleno de excitación, emprendió Rudge un minucioso registro del bargueño y el escritorio.
El bargueño no tenía secretos, como no los reveló tampoco el escritorio ante un examen superficial. Pero finalmente, y después de hacer a un lado un fajo de recibos y de talonarios de cheques viejos que encontró en la cavidad del mueble, dio con una tapa corrediza. La descorrió, y descubrió una cerradura. Un breve análisis del llavero del almirante reveló una llave del tamaño adecuado. La probó: giraba con toda facilidad. La puerta se deslizó y dejó al descubierto una carpeta similar a las del bargueño, señalada con la letra X.
Antes de extraerla, ya sabía Rudge que iba a sufrir una decepción: la carpeta, tan chata como una tarjeta de visita, estaba vacía.
Seguía mirándola disgustado, cuando la puerta se abrió para dar paso a Jennie con una bandeja.
—De modo que ya está usted de regreso, Jennie —la saludó el inspector afablemente—. Es una gran gentileza de su parte haberme traído té. ¿Sigue mejor su madre?
—No está muy bien, señor Rudge. Gracias. El doctor dice que son los riñones. Ha ido a verla dos veces hoy. Ahora se encuentra un poco más aliviada, aunque todavía muy débil.
Rudge le expresó su simpatía y anotó mentalmente que la madre enferma parecía ser bastante auténtica.
Después de ingerir su té, continuó el registro en busca del contenido de la carpeta, pero sin éxito. Tres llamadas telefónicas vinieron a interrumpir la monotonía: una del coroner, pidiéndole que fuese a verle como primera diligencia, la mañana siguiente; la segunda, de míster Dakers, para comunicarle que seguía tratando de ponerse en contacto con los Holland, y que llegaría en el tren de las 8.50; la última, y mucho más tardía, del vicario.
—Le hablo desde el hotel Charing Cross —dijo la engolada voz con acento de Oxford—. Me veo obligado a pasar la noche en la ciudad. Volveré a llamarlo mañana por la mañana.
Rudge le dio las gracias y colgó. Luego, al cabo de uno o dos minutos, tomó una precaución indispensable: pidió comunicación con el hotel Charing Cross.
—¿Se aloja en este momento en el hotel un tal míster Mount, el reverendo Philip Mount?
Hubo una breve pausa, y en seguida:
—Sí, señor.
—¿Está míster Mount aquí ahora?
—Voy a averiguarlo. ¿Quiere aguardar un instante?
Un apagado tumulto de voces, luego el chasquido metálico de unos pasos cada vez más próximos, y el sonido del receptor.
—¿Sí? ¿Quién habla?
«Es él, sin lugar a dudas», pensó Rudge, y en voz alta dijo:
—Acabo de recordar algo que deseaba preguntarle, señor.
Y volvió a soltar su pregunta sobre la medida de la amarra.
El vicario confirmó la declaración de Peter, y después de darle las gracias, cortó la comunicación.
«Hasta aquí, todo en regla. No me gustaba nada dejarlo partir así, pero parece sincero. Espero que lo sea, por los chicos. Pero esa soga es un rompecabezas, esto no tiene vuelta.»
El tren de las 8.50 llegó a Whynmouth puntualmente, y al poco rato se detuvo un taxi frente a Rundel Croft. Rudge lo oyó llegar por la carretera y pararse. Sus esperanzas se reanimaron, para decaer en seguida al oír el timbre.
—Mistress Holland hubiese entrado —murmuró con desaliento—. Aunque no... —y volvió a animarse—. La puerta debe de tener corrido el cerrojo para evitar intrusiones.
Los pasos de Emery se arrastraron a través del vestíbulo. Se abrió la puerta del estudio, y un hombre alto, delgado y de cabellos grises, apareció en el quicio..., ¡solo!
—¿Míster Dakers? —interrogó Rudge poniéndose de pie e iniciando un movimiento intermedio entre saludo y reverencia.
—Sí —contestó el abogado—. Y usted, según presumo, es el inspector Rudge. Perfectamente. Y ahora, inspector, lamento tener que comunicarle que mis esfuerzos por ver a míster o a mistress Holland han resultado infructuosos. Se alojan, indudablemente, en el Carlton, y se les esperaba allí a comer. Dejé para mistress Holland una nota concebida en términos tales que no puede, a mi juicio, desatenderla. No necesito reiterar lo impresionado y apenado que estoy por los acontecimientos.
—Comprendo perfectamente su punto de vista, señor, y puedo agregar que la ausencia de los señores Holland está dificultando mucho mi tarea. Y a propósito le diré que me encuentro en una situación bastante peculiar en esta casa, con el almirante Penistone muerto y sin nadie que la dirija, pero me atrevo a creer que no me extralimito en mis atribuciones al preguntarle, antes de entrar en materia, si ha cenado.
—Gracias, inspector, gracias, pero no necesito nada. Le quedo muy agradecido por su atención. Me agradaría conocer de inmediato todos los pormenores de este lamentable asunto.
Rudge se apresuró a esbozar lo sucedido al almirante y la partida de su sobrina, interrumpido aquí y allá por algún «Ta, ta, ta...» o algún «¡Caramba! ¡Caramba!» de míster Dakers.
—No parece, pues, caber ninguna duda de que el almirante fue asesinado...
—Mucho me temo que así sea.
—Supongo que no hubiera podido... ejem... eliminarse, y arrojar el arma al río...
Esta idea no había atravesado la cabeza de Rudge, pero contestó que, dada la posición del cadáver y las circunstancias generales, le parecía fuera de toda verosimilitud.
Dakers asintió fúnebremente.
—Me imagino —dijo con el aspecto de un hombre que toma por los cuernos a un toro enfurecido— que no habrá... ninguna sospecha contra mi cliente, ni contra su esposo.
—Pues le diré... —empezó Rudge prudentemente—. No puedo afirmar que haya sospechas contra nadie, por el momento. Y, en igualdad de circunstancias, el crimen no es, por cierto, de los que podrían atribuirse a una joven. En cuanto a míster Holland, todavía sabemos muy poco de él. ¿No podría usted ayudarnos en esto, señor Dakers?
—Tampoco yo sé gran cosa de él, fuera de su nombre, y de que estaba hasta cierto punto comprometido con mi cliente.
—¿Contaba el noviazgo con la aprobación de míster Penistone?
El abogado lo miró con suspicacia.
—Ya veo lo que hay en su pensamiento, inspector. Era de esperar que ocurriese, y sería completamente inútil que yo tratara de alterar los hechos. Si no me equivoco, el almirante Penistone, aunque un poco reacio a dar su consentimiento, no había prohibido concretamente el matrimonio. Esto es cuanto puedo decirle.
—Bien, señor. Pasemos ahora a ese testamento de John Martin Fitzgerald. Presumo que míster Fitzgerald ha fallecido, puesto que usted y el difunto almirante estaban actuando en calidad de apoderados de mistress Holland. ¿Es ésta la copia del documento auténtico legalizado en oportunidad de la muerte?
—Lo es. Mi amigo John Fitzgerald era abogado. Falleció en 1916 y ésta fue su última voluntad. No puedo decir que fuese el testamento que yo le hubiese redactado, ni siquiera que hubiese redactado él de buena gana para alguno de sus clientes. Pero ya sabrá usted, inspector, que los abogados nos distinguimos por las malas disposiciones que tomamos con nuestra propia fortuna.
—¿A cuánto ascendía la de míster Fitzgerald?
—Aproximadamente a cincuenta mil libras, y no la hizo con la ley: la mayor parte era heredada. Pero será mejor que empiece por el principio. John Fitzgerald se casó en 1888 con Mary Penistone, hermana del difunto almirante, la cual murió en 1911 dejando dos hijos: Walter Everett, nacido en 1889, y Elma Mary, nacida nueve años después, en 1898. Cuando Walter tenia veinte años se produjo cierto conflicto doméstico a raíz de sus relaciones con una muchacha que estaba en la casa en situación subalterna: la institutriz.
»El padre se encolerizó muchísimo y hubo un disgusto terrible. El joven Walter se fugó del hogar y desapareció. Durante algún tiempo no se permitió que nadie en la casa mencionara su nombre. Ya sabe usted cómo son esas cosas... Elma era demasiado niña para que se le explicase la situación, pero mistress Fitzgerald consideró siempre que su marido se había mostrado demasiado severo con el muchacho.
»Ella murió, como le iba diciendo, en 1911, y a mí me parece que la preocupación por Walter fue una de las causas que contribuyeron a quebrantar su salud, y lo cierto es que el episodio le destrozó el corazón, como solemos decir. Sé que John Fitzgerald lo creyó así y que esto lo ablandó mucho. Hizo algunos intentos por encontrar a Walter, sin ningún fruto, y redactó un testamento dividiendo su fortuna entre sus dos hijos.
»Nada se supo de Walter hasta principios de 1915, cuando envió a su padre una carta escrita “desde algún lugar de Francia”. En ella expresaba remordimientos por su mala acción y por su ausencia de seis años; manifestaba sus esperanzas de obtener el perdón y decía que en aquel momento estaba tratando de iniciar una nueva vida y de cumplir su deber para con la patria. Ni una palabra sobre su existencia en el intervalo. Al mismo tiempo incluía, “para caso de accidente”, un testamento extendido a favor de su hermana Elma. Su padre y ésta le contestaron en seguida, rogándole que volviese al hogar en cuanto obtuviera permiso, y asegurándole que todo estaba perdonado y olvidado. Pero no volvió nunca al hogar, aunque escribió de tiempo en tiempo, y después de la desastrosa batalla de Loos, su nombre apareció en la lista de los “desaparecidos con presunción de fallecimiento”. Su padre estaba bastante enfermo por entonces. Padecía el mal de Bright y no le quedaba mucha vida por delante. Se negó en redondo a creer que Walter hubiese muerto. Ya una vez había reaparecido, declaró, y volvería a hacerlo. Y como en el ínterin había entrado en posesión de una cuantiosa fortuna, rehízo su testamento en 1911, conservando sus líneas generales, pero con la adición de determinadas cláusulas.
»Debo ahora decirle unas pocas palabras acerca de su cuñado, el almirante Penistone. Él... ¿Conoce usted algo de su historia?
—He oído decir que su carrera sufrió una interrupción en 1911.
—¡Ah! ¿Conque sabe usted eso? Sí, fue un asunto muy desdichado. No necesito entrar en detalles, pero el lance había sido de tal naturaleza que Penistone resultaba muy poco recomendable para tutor de la joven. Entiéndame bien: no abro juicio acerca de si el capitán (porque tal era entonces su grado) fuera o no culpable. Pero el simple hecho de que se hubiese vinculado su nombre a tan desagradable asunto, era ya más que suficiente. Sin embargo, John Fitzgerald, que nunca quiso pensar mal de nadie...
—...rasgo muy poco usual en un abogado —no pudo evitar decir Rudge.
—Mi querido señor, un abogado en su vida privada y en su vida profesional puede ser dos personas muy distintas —replicó míster Dakers con cierta acritud—. El hecho es que John Fitzgerald no podía pensar mal del hermano de su esposa. Sostenía que Penistone había sido tratado injustamente, y, para demostrar al mundo su opinión, lo nombró albacea de Elma e insertó en su testamento esa cláusula absurda relativa al matrimonio.
—Pero usted mismo aceptó ser coalbacea con el almirante Penistone.
—Y si no lo hubiera hecho —dijo míster Dakers— él hubiera designado a alguna otra oveja negra, necesitada de reivindicación. No, saqué el mejor partido posible de una situación mala, en beneficio de la pobre hija de mi viejo amigo, y debo decir, para hacer justicia al almirante Penistone, que la forma en que cumplió su cometido no me dio jamás motivo de queja. A pesar de sus modales bruscos, y en ocasiones desagradables, creo que era un hombre absolutamente honrado en cuestiones de dinero, y tampoco había nada que decir acerca del hogar que instaló para su sobrina. En caso contrario, yo hubiera intervenido, naturalmente.
—¿Por disposición de quién fue a vivir miss Fitzgerald con su tío?
—De su padre. A mí no me parecía conveniente, pero no logré presentar argumentos valederos. El dinero que le correspondía a Elma fue invertido en valores seguros, por consejo mío, y la renta se le pagaba bimestralmente, por intermedio de los albaceas.
—Sería una bonita renta...
—Unas mil quinientas libras anuales.
—Me sorprende un poco —dijo Rudge— que el almirante no buscara un alojamiento mejor para su sobrina. Esta casa es bastante cómoda, pero está muy aislada, y tengo entendido que no veían a mucha gente.
—Eso es verdad —admitió Dakers—. Pero no fue culpa del almirante Penistone. Personalmente se abstenía, como es lógico, de frecuentar la sociedad y desde 1914 hasta 1918 estuvo en servicio activo, pero no imponía restricciones a su sobrina. Ella recibió una esmerada educación y pasó en Londres dos temporadas, bajo la custodia de una dama distinguida, aunque me parece que la vida social no la atraía mucho.
—Es curioso que no se haya casado antes —observó Rudge—. Una joven poseedora de veinticinco mil libras debió de tener una cantidad de pretendientes.
El abogado se encogió de hombros.
—Presumo que Elma era... un poquito difícil —explicó—. Quizá tampoco sea muy... atractiva, en el sentido que podríamos llamar «matrimonial». Claro está que se presentaron algunos candidatos cortos de dinero, pero no se los alentó. El almirante no hubiera consentido de ningún modo una boda con un hombre desprovisto de recursos propios. Y, por desgracia, estalló luego el escándalo de Walter.
—¿Qué escándalo fue ése?
—¡Ah! Ocurrió en 1920. Era obvio que, como primera medida, debíamos procurar de la Corte la presunción del fallecimiento de Walter. Nada pudimos hacer en este sentido hasta 1919, cuando fueron liberados los prisioneros de guerra ingleses que quedaban en Alemania. Su nombre no figuraba en ninguna de las listas y esperábamos no tropezar con ninguna dificultad. Sin embargo, y por extraño que parezca, se presentó un hombre que había estado en la unidad de Walter en 1915, y este hombre declaró haberlo visto vivo en Budapest después de terminadas las hostilidades. Dijo que no había hablado con él, pero que no tenía dudas sobre su identidad. Walter era, según creo, un hombre extremadamente buen mozo, y por cierto que lo prometía de muchacho. Se parecía mucho a su madre, que era una mujer hermosísima, físicamente muy superior a su hermano, a pesar de su gran parecido de familia.
»Bien. El caso es que esto significó nuevas demoras y trámites ulteriores. No conseguimos ninguna noticia de Walter, pero, en atención al testimonio del soldado, la Corte, como es natural, se negó a conceder la presunción de fallecimiento. Entretanto, el asunto había tenido una secuela profundamente deplorable. No bien trascendió la probabilidad de que Walter no hubiese muerto en la guerra, recibimos la noticia de que había orden de arresto contra él en Shanghai por una falsificación. ¡Qué le parece...!
—¿En Shanghai?
—Sí. La orden databa de 1914. Al parecer, cuando Walter abandonó el país en 1909, había entrado al servicio de la Compañía Anglo-Asiática de Tabacos. Estuvo primero en Hong Kong, y en 1913 fue trasladado a Shanghai. Anduvo en ciertos aprietos económicos, según presumo. Lo cierto es que falsificó la firma de un cliente de la compañía en un cheque importante, y huyó. La guerra estalló precisamente por esa época, y supongo que, en la confusión general, el asunto quedó detenido o descuidado, hasta que la noticia de la presunta muerte del muchacho en 1915 le puso fin. No obstante, cuando surgió la posibilidad de que, a pesar de todo, hubiese sobrevivido, el caso volvió a salir a luz. El almirante se disgustó muchísimo. Este nuevo escándalo en el momento preciso en que su antiguo incidente parecía olvidado, agrió por completo su carácter.
—Entiendo que el almirante Penistone se había reincorporado a la Armada durante la guerra...
—Sí. Era un buen oficial, y se alegraron de recuperarlo. Prestó excelentes servicios, y por último se retiró por segunda vez, terminada la guerra, con el grado de vicealmirante. Pero si otras personas olvidan las desgracias pasadas, él no pudo hacerlo. Le pesaban en la conciencia, y el asunto de Walter lo remató. Un hombre que había estado casi comprometido con Elma se retiró sin ningún disimulo cuando supo lo del hermano, y el almirante Penistone declaró que no expondría a su sobrina a nuevos ultrajes. Lió, pues, sus bártulos y se la llevó a vivir a Cornwall. Allí permanecieron hasta hace cosa de un mes. Todo esto que le cuento ocurrió en 1920, y desde entonces nada se ha sabido de Walter. Comprenderá, pues, que la situación es bastante peculiar.
—Sí —convino Rudge, pensativo—. Walter parece estar en una posición muy delicada. Si se presenta, posiblemente tendrá que cumplir una condena. Si no lo hace, no puede entrar en posesión de su dinero.
—Exactamente. Por otra parte, en caso de que hubiera muerto, su parte en la herencia pasaría a manos de Elma por su testamento de 1914. Supuesto, claro está, que el testigo no hubiera mentido al declarar que lo vio con vida después de la muerte de su padre. En caso contrario, el dinero iría a parar también a manos de mi cliente como coheredera en el testamento de su padre.
—De modo que la muerte de Walter redundaría en provecho de su hermana. Comprendo. Pero ahora, míster Dakers, ¿en qué están las cosas con referencia a la participación personal de mistress Holland en la fortuna de su padre? Supongo que, muerto el almirante, la cláusula relativa a su consentimiento para la boda quedará invalidada.
—Ahí está, precisamente, la dificultad —contestó, molesto, el abogado—. El punto de vista adoptado por la Corte en casos análogos es que el testador no puede exigir que el beneficiario realice imposibles. Así se ha sostenido una y otra vez que, si las condiciones no pudiesen materialmente cumplirse, por caso fortuito, el legado persiste.
—¿Por caso fortuito? —inquirió Rudge.
—Sí. Suponiendo, por ejemplo, que se requiriese la autorización de una persona determinada, y dicha persona muriese antes de la boda, la condición resultaría imposible de cumplir y el legado seguiría en pie.
—Claro está —dijo el inspector—. ¿Pero qué significa exactamente «por caso fortuito»?
—Pues significa —contestó el abogado, un poco a regañadientes, según a Rudge le pareció advertir—, significa... Bueno, significa «bajo condiciones que el beneficiario no hubiese podido evitar».
—Hablemos claro —incitó el policía—. Si se descubriese que Elma Holland tuvo algo que ver en la muerte del almirante Penistone...
—¡Ah! Por supuesto que en esa eventualidad —lo interrumpió míster Dakers— no tendría ninguna posibilidad de recibir la herencia. La ley prohíbe explícitamente que el criminal se beneficie con su crimen. Pero no será ése el caso, sin duda.
—Espero que no —concedió Rudge—. ¿De modo que, si no me equivoco, mistress Holland queda ahora en condiciones de recibir la herencia?
—Sí... —contestó el otro, después de una ligera vacilación—. Espero que la Corte verá las cosas con ese criterio. La única dificultad estriba en el excesivo apresuramiento con que la boda sucedió a la muerte. Seré franco con usted, míster Rudge. No me parece imposible que el fallo sea discutido y, si ello ocurriera, tendríamos que decidirnos por un camino entre dos: podríamos alegar, naturalmente, que ella tenía el propósito de solicitar la autorización necesaria antes de la boda y que, de no haber sido por la muerte, hubiese tenido tiempo de obtenerla. La verdad es que la había solicitado ya... en repetidas ocasiones.
—¿Con alguna esperanza razonable de lograrla? —preguntó Rudge, y añadió, viendo que el abogado titubeaba—: Míster Dakers, no quiero ocultarle que tengo aquí testigos dispuestos a declarar que, según todas las apariencias, el almirante no aprobaba ese matrimonio.
—Precisamente —contestó míster Dakers—. Debo admitir que existía, de su parte por lo menos..., una objeción aparente. Y siendo así, ignoro lo que pensará la Corte de una boda celebrada con tanta premura. Podría inferirse que el almirante se oponía enérgicamente a ella y que, por lo tanto, fue realizada con la intención definida de frustrar los propósitos del testador. La prisa indecorosa con que se efectuó la ceremonia suministra por sí misma la presunción de que la muerte del almirante eliminaba el único obstáculo.
—Por lo que acaso podría alegarse —intervino Rudge— que no ha sido del todo «caso fortuito».
—Si se hiciese tan monstruoso alegato —replicó míster Dakers— habría que refutarlo, y nos bastaría con un solo argumento: el hecho de que la precipitación de la boda compromete el derecho absoluto a la herencia constituye una refutación suficiente.
—Sí —admitió Rudge, cogiendo al vuelo el punto débil de la argumentación—, siempre que el beneficiario conociese las disposiciones legales. —Reflexionó un momento y preguntó—: ¿Y cuál sería su segunda línea de defensa?
—Demostrar que la ceremonia no se concertó hasta después que la muerte hubo hecho de todo punto imposible obtener el consentimiento. Si así fuese (aunque no veo cómo se hubiera podido conseguir una licencia en tan poco tiempo) contaríamos con una réplica concluyente para la parte contraria. Este criterio ha prevalecido a menudo. En el caso de Collet contra Collet, por ejemplo, la madre, cuyo consentimiento se requería, falleció en 1856. En 1865 la hija se casó. El juez sostuvo que «el legado secundario, es decir, el que hubiera correspondido a la persona que debía recibir el dinero en caso de no cumplirse la condición, quedaba sin efecto, ya que dicho cumplimiento se había hecho imposible, por caso fortuito, y no por culpa del que debía cumplirlo». —Míster Dakers, que había leído estas últimas palabras en una libretita, miró por encima de sus gafas a Rudge, que no dijo nada, y continuó hablando—: En este caso era razonablemente seguro que la madre, de haber vivido, habría dado su consentimiento para el matrimonio, conveniente desde cualquier punto de vista. Y al parecer la Corte basó su decisión en lo que la madre pudo razonablemente haber hecho.
—Ya veo —dijo por fin Rudge—. No obstante, en el caso actual, el consentimiento del almirante no puede presumirse con ninguna certeza.
—Tampoco eso es del todo seguro —objetó el abogado—. ¿Quién podría decirlo? Si la conveniencia de la boda es en sí misma un factor digno de tenerse en cuenta, no parece existir razón alguna para que el almirante Penistone se negase a autorizarla. Holland, por cuanto sabemos de él, parece hombre respetable, de edad adecuada, sólida posición y dinero suficiente para que no pueda tomársele por un vulgar cazador de dotes. El caso es muy consistente, míster Rudge, y si yo no estuviera personalmente envuelto en él me resultaría un placer defenderlo.
El inspector estaba a punto de contestar cuando se oyó el rumor de un automóvil que se acercaba. Siguió un ligero tumulto en la puerta principal, resonaron voces y pasos, y se abrió de par en par la puerta del estudio.
—Inspector —dijo Arthur Holland, entrando en la habitación en pos de su esposa—, debemos presentarle nuestras excusas por habernos escapado así, pero teníamos prisa y temimos que usted nos demorase. ¿Es éste míster Dakers? Mucho gusto, señor. Mi esposa y yo recibimos su nota y creímos conveniente venir a tranquilizarlo.
—Gracias —contestó míster Dakers con bastante sequedad—. Bueno, Elma, se ha casado usted con gran apresuramiento. Confío en que no tendrá que arrepentirse cuando lo piense más despacio.
Elma se echó a reír.
—Padece usted una equivocación, señor Dakers —dijo—. Yo no he arriesgado ni comprometido nada. Mire esto —y le tendió una hoja de papel.
El abogado se afirmó las gafas en la nariz, leyó con unos cuantos murmullos de sorpresa, y tendió la hoja al inspector.
—Pues bien, señor, creo que esto resuelve nuestros problemas.
Rudge miró el papel. Estaba escrito a máquina, con excepción de la firma y decía:
«Por mi propia voluntad otorgo mi consentimiento para la boda de mi sobrina, Elma Mary Fitzgerald, con Arthur Holland.
La fecha era del 9 de agosto.
El inspector miró a Holland.
—¿Cuándo llegó esto a su poder, señor?
—Me lo entregó mi esposa esta mañana —contestó el aludido—. Lo había recibido anoche del almirante.
—¿A qué hora fue eso, señora? —volvió a preguntar Rudge.
—Exactamente después de medianoche —contestó la muchacha en un curioso tono grave que recordó al policía su entrevista previa.
—¡Después de medianoche! ¿Vio usted vivo a su tío después de medianoche?
—¡Claro que sí! —interrumpió Holland—. Y también yo lo vi a esa hora. Sí, ya sé lo que va usted a decirme, inspector; pero no quise hablarle de ello porque temí que nos impidiese partir para la ciudad. Ahora se lo explicaré todo. Vi al almirante vivo aquí mismo, en su estudio a las doce y cuarto de anoche.