XXXIX

Los alborotadores ya han vuelto a prenderle fuego a alguna cosa! –Berino desplegó sus largas piernas, se levantó y se acercó al parapeto. Se protegió los ojos contra el sol de última hora de la mañana y fijó la vista en Alejandría–. ¡Mira qué columna de humo más alta!

Me encontraba en la azotea de la nueva casa de los eunucos, en un minúsculo pueblo de pescadores situado a pocos kilómetros al oeste de la capital. Kettel estaba sentado a mi lado en un sofá cargado de mullidos cojines. Bethesda estaba sentada en el suelo sobre una alfombra, con las piernas cruzadas.

–¿Cuándo terminará este caos? –pregunté.

–No hasta que el rey Ptolomeo se marche, preferiblemente en barco, y lleguen los hombres de Sóter y corten unas cuantas cabezas –respondió Kettel–. Entre tanto, la anarquía de la ciudad irá a peor, no a mejor. Hiciste una sabia elección, Gordiano, decidiendo instalarte aquí una temporada. ¿Te resultan confortables tus aposentos?

La habitación de invitados que me habían ofrecido era más grande y estaba mucho más elegantemente amueblada que mi rudimentario apartamento en la ciudad –demasiado elegante para mi gusto, de hecho, repleta de cachivaches y objetos curiosos–, pero el entorno era irrelevante. Bethesda estaba de nuevo conmigo y eso era lo que contaba. Por mí, como si dormíamos en una tienda o en la playa bajo el sol estrellado, mientras la tuviera a mi lado.

–La habitación es muy confortable –dije–. Pero, con todo y con eso, me cuesta todavía creer que hayáis dejado vuestro espléndido apartamento en Alejandría.

Kettel hizo una mueca que le formó arrugas en cada lado de la cara.

–A nuestra edad, ya nos hemos hartado de los follones de la vida urbana. Estos últimos disturbios fueron la paja que le partió el lomo al camello, como dicen los nabateos. Mientras tú estabas fuera, pateándote el delta, los dos hicimos el equipaje y abandonamos la ciudad. La verdad es que Berino llevaba ya un tiempo tramando nuestro traslado a este encantador pueblecito. Aquí tenemos mucho más espacio y la playa en la puerta. En la azotea, bajo este encantador toldo de rayas, vemos pasar las horas, escribimos nuestras memorias y respiramos la brisa fresca del mar. Y Alejandría está solo a una jornada de viaje, por si algún día nos da la locura y queremos rendirle una visita.

Miré hacia la ciudad. El faro se elevaba en el horizonte y, desde allí, no era mayor que mi meñique. La columna de humo alcanzaba al menos el doble de esa altura.

Berino arrugó su marcada frente.

–Espero que no hayan prendido fuego a la biblioteca. Tanto humo…

–Lo más probable es que venga de alguno de los almacenes del puerto del sur –sugirió Kettel–. Los rollos de lino pueden producir un humo tan oscuro como ese y arder durante horas.

Había pasado tan solo unos días en Alejandría antes de desplazarme al pueblo, respondiendo a la invitación que me esperaba en mi apartamento en forma de carta y que los eunucos le habían dejado al casero. El simple hecho de estar a solas con Bethesda en mi antigua habitación, acostados durante horas, aventurándonos a salir para comprar comida solo cuando era estrictamente necesario, había sido una delicia… al principio. Luego había empezado a sentirme inquieto. El frecuente olor a humo y la violencia que se vivía en las calles me recordaban que la ciudad se estaba volviendo cada vez más peligrosa. También me pasó por la cabeza que hasta que el rey Ptolomeo estuviera bien lejos, podía cambiar de idea en cualquier momento con respecto a mi liberación y meterme otra vez en los calabozos. Cuanto más pensaba en la invitación de los eunucos y la posibilidad de retirarme durante una temporada en un tranquilo pueblo de pescadores, más me gustaba la sugerencia. Y allí estábamos, relativamente a salvo pero sin hacer nada, a la espera, como el resto de Egipto, de ver qué sucedería a continuación.

–Amo…

Me volví hacia Bethesda. En presencia de nuestros anfitriones, guardábamos el decoro de un amo y su esclava, sentándonos separados el uno del otro y con Bethesda comportándose conmigo con la debida deferencia. Pero cuando estábamos en la intimidad de la habitación, era otra historia.

–¿Sí, Bethesda?

–Amo, dijiste que daríamos un paseo por la playa antes de tu comida del mediodía.

–Ah, sí, es verdad. Un buen paseo me estimulará el apetito. –Lo del paseo había sido idea de Bethesda, pero estaba encantado de poder complacerla.

–No tardéis mucho. Kettel ha preparado ese pulpo que es su especialidad y ensalada de corazones de palmito –gritó Berino, mientras nosotros ya estábamos descendiendo la escalera que llevaba directamente a la playa.

Al llegar a la orilla, le di la mano a Bethesda. Las olas besaban con delicadeza la arena. Las gaviotas daban vueltas y gritaban por encima de nuestras cabezas. Las dunas bajas ocultaban el pueblo de pescadores hacia un lado y el remoto perfil de la ciudad hacia el otro. En un lugar tan escondido como aquel, podíamos imaginarnos que no existía nadie más que nosotros.

–¿Qué será de Artemón? –preguntó Bethesda.

Sentí una punzada de celos al saber que otro hombre ocupaba sus pensamientos justo en aquel momento.

–Creo que la intención del rey era desterrarlo lejos de Egipto. Lo que no sé es cómo hará cumplir el rey este decreto si también él se exilia. Artemón tiene mucha, muchísima suerte de seguir con vida.

–¿Crees que se reconciliará con su padre, como ha hecho Axiothea?

Me encogí de hombros.

–¿Quién sabe? Tafhapy ha pagado un precio desorbitado por la libertad de su hijo, pero no estoy seguro de que Artemón sepa ser agradecido. Lo que es evidente es que carece por completo de sentido de la lealtad, incluso de decencia –dije, pensando en la facilidad con que Artemón había quebrantado el juramento de los bandidos, acarreando con ello la destrucción de todo aquello a lo que había jurado fidelidad, mientras que yo, a quien los bandidos traían sin cuidado, no les había hecho ningún daño, ni de palabra ni con mis actos.

Miré a Bethesda de reojo.

–¿Hubo alguna vez en que…?

Sonrió, muy débilmente.

–Ya me lo has preguntado en otras ocasiones, amo. No, nunca me tocó…, exceptuando aquel único beso, del que fuiste además testigo. Creo que la lástima que siente por su madre y el amor que siente por su hermana le han convertido en un hombre que respeta a las mujeres, por mucho que no parezca mostrar ningún tipo de respeto hacia los demás hombres.

Durante un rato, continuando con nuestro paseo por la playa, pensé en el rompecabezas que era Artemón, ya que me encontraba todavía inmerso en la labor de diferenciar las verdades de las mentiras. A pesar de mi escepticismo, en algún momento había acabado aceptando la idea de que Artemón era un gran líder, capaz de controlar el destino de los demás y de orquestar acontecimientos muy remotos en el espacio y el tiempo, y que la banda del Cuco era un auténtico estado en la sombra. ¿Qué parte del poder de Artemón era real y qué parte ficticia y tan falsa como los disfraces de Lykos? El alcance del poderío de Artemón nunca había sido tan grande como se me había hecho creer. Sí, la banda del Cuco tenía hombres en Alejandría y en todas partes; Lykos era precisamente uno de esos agentes. Pero la inmensa red de espías y confederados necesaria para llevar a cabo el golpe –sin la connivencia del rey– no había existido nunca. Incluso las armas y las armaduras que había a bordo del Medusa debían de ser una donación del rey Ptolomeo.

–¿Y qué será de Axiothea? –pregunté entonces yo para cambiar de tema–. Ahora que será reconocida por Tafhapy, ¿crees que volverá con la compañía de teatro? Me parece poco probable que Tafhapy permita que su hija corretee desnuda por las calles o se case con un hombre como Melmak.

Bethesda sonrió.

–Creo que Axiothea hará lo que le venga en gana y que le dará igual lo que opine Tafhapy.

–Seguramente tienes razón. ¿Y Melmak y su compañía? ¿Qué será de ellos?

Bethesda se encogió de hombros.

–Si el rey Ptolomeo pierde el trono en beneficio de su hermano, Melmak ya no tendrá que ponerse más aquel engorroso disfraz de gordo, ya que cuentan que Sóter es un hombre delgado. Pero la compañía seguirá teniendo material de sobra. Cualquier rey es fácil de ridiculizar. ¿No te parece que todos son muy ridículos?

Asentí.

–Tu cerebro no para de funcionar, ¿verdad, Bethesda?

–Igual que el tuyo, amo.

–Debiste de aburrirte mucho en la cabaña del Nido del Cuco, día tras día, con todo el tiempo en tus manos.

–¡No tienes ni idea! Pero no estaba todas las horas sin hacer nada. Ismene y yo teníamos nuestras tareas y nuestras rutinas. Y aprendí muchas cosas con ella.

Fruncí el entrecejo.

–¿Qué tipo de cosas?

Bethesda hizo un gesto de indiferencia y no respondió, pero sabía que se refería a la magia. Me inquietaba un poco que mi esclava hubiera sido alumna de una bruja del calibre de Ismene. A cualquier hombre le gusta pensar que sus decisiones y sus actos son resultado de su propia voluntad y no consecuencia de alguna poción que haya podido ingerir o de unas palabras garabateadas en una tablilla de plomo.

–Bethesda, esas cosas que te enseñó Ismene… imagino que no las utilizarías nunca para hacer que yo, tu amo…

–¡Ah, mira! Ahí está. ¡Dijo que nos veríamos aquí una hora antes de mediodía, y allí está!

Bethesda retiró su mano de la mía y corrió hasta la duna más próxima, donde estaba Ismene, apoyada en un bastón como si fuera una mujer mucho mayor de lo que en realidad era y vestida no con los ropajes elegantes que lucía como Metrodora, sino con las deslustradas prendas de la mujer de un pescador.

Las dos mujeres se abrazaron. Recorrí la distancia que me separaba de ellas.

–¿Qué haces aquí, Ismene?

Me evaluó con una prolongada mirada.

–Pronto marcharé de Egipto. Y antes de irme, quería despedirme de los dos.

–La última vez que te vi fue en los muelles de Alejandría. Estabas allí y al instante siguiente habías desaparecido. Supuse que habías entrado en el edificio de la aduana, aunque en aquel momento estaba lleno a rebosar de soldados del rey. ¿Cómo conseguiste escapar?

–Haciéndome invisible, naturalmente.

–En serio, Ismene…

–¡Si no quieres la respuesta, no plantees la pregunta! –me espetó.

De hecho, tenía muchas preguntas más que me gustaría formularle, pero Ismene volcó entonces su atención en Bethesda. Las dos se pusieron a charlar paseando por la playa con los brazos entrelazados. Las seguí.

De pronto, Ismene contuvo un grito y señaló en dirección a las olas del mar.

–¡Allí! ¿Lo habéis visto?

–¿El qué?

Yo solo veía espuma y fragmentos de algas.

–¡Allí, ese destello rojo!

Se liberó del brazo de Bethesda y se adentró en el agua varios pasos, se agachó y cogió alguna cosa.

–¿Qué es? –preguntó Bethesda.

–Comprobadlo vosotros mismos.

Ismene extendió el brazo. Descansando en la palma de su mano había un resplandeciente rubí.

Miré la piedra preciosa, luego a Ismene, y luego de nuevo la piedra.

–No puede ser el mismo rubí que…

–¡Ha regresado a mí! –declaró–. Lo lancé al mar, se lo entregué a Poseidón… pero ahora vuelve a mí, purificado de todos sus maleficios.

Durante un momento, la coincidencia me dejó pasmado. Luego se me ocurrió que era muy posible que Ismene fingiera arrojar el rubí al mar desde la cubierta del Medusa del mismo modo que ahora fingía encontrarlo.

Cuando vio mi expresión dubitativa, guardó la piedra preciosa.

–¿Conoces el proverbio hebreo que habla sobre los rubíes, Gordiano? Tú sí debes de conocerlo, Bethesda. ¿No? –Ismene acarició con cariño la cara de Bethesda y luego me miró a los ojos y citó el proverbio–: «¿Quién logrará encontrar una esposa virtuosa? Todos saben que su valor está por encima del de los rubíes». Son palabras sabias pensadas para ti, Gordiano.

Tosí y me aclaré la garganta antes de hablar.

–Como creo que sabes perfectamente, Ismene, no tengo esposa.

La bruja sonrió.

–Todavía no, Gordiano. Todavía no.