XXX

Artemón estaba solo en su cabaña rodeado de lámparas colgadas en soportes de metal. Cualquier superficie libre estaba cubierta por rollos desplegados, cartas de navegación y mapas. Eché un rápido vistazo a los documentos, en un intento de leer bocabajo los rollos y descifrar los mapas, con la esperanza de obtener alguna pista sobre nuestro futuro destino y sin encontrar ninguna.

Artemón se dio cuenta de cómo miraba los rollos.

–Es una lástima tener que dejar tantos aquí. Solo puedo llevarme los más importantes. Me tocará pasar media noche en vela clasificándolos.

Asimilé el gran volumen de documentos que atestaban los casilleros y las cajas de cuero.

–¿Qué pensarán los hombres del ejército de Sóter cuando lleguen aquí y descubran una biblioteca como esta en medio de la nada?

–Los invasores no encontrarán ni rastro de todo esto. No quedará nada que pueda delatar la existencia del Nido del Cuco, excepto cenizas. Lo quemaremos todo. No quedará nada que nos vincule a este lugar.

–Y nada por lo que regresar, con la excepción de las cajas enterradas con los tesoros.

Artemón resopló.

–Creo que no valdrá la pena regresar a por los objetos que hoy nos hemos dedicado a enterrar, no son más que cacharros y baratijas. Que los invasores lo desentierren, si les apetece. Lo importante es no dejar ni rastro de la identidad de ninguno de los hombres, ningún recuerdo, carta u objeto que lleve un nombre. Tiene que ser como si ni el Nido del Cuco ni la banda del Cuco hubieran existido nunca.

Pensé en mi viejo tutor, Antípatro, que falseó su propia muerte e hizo enorme hincapié en eliminar cualquier pista antes de emprender nuestro viaje para conocer las Siete Maravillas. ¿Haría alguien una cosa así a menos que lo impulsaran motivos maliciosos? La resolución de Artemón en lo referente a eliminar cualquier rastro de nuestro paso por allí me llenó de inquietud.

–¿Qué será de todos nosotros? –susurré.

Artemón me miró con perplejidad, y luego movió la cabeza en un gesto de preocupación.

–¿Por qué no puedes ser como los demás, Pecunio? Nunca los había visto tan felices y tan despreocupados. Están cansados de este lugar. ¿Qué es el Nido del Cuco, al fin y al cabo, sino un puñado de chozas en medio de la nada, rodeadas de cocodrilos y fango? Los hombres están emocionados ante la perspectiva de dejar atrás este lugar y emprender una gran aventura. No les importa dónde vayamos, mientras sea lejos de aquí. Pero tú no, Pecunio. Siempre me has dado la impresión de que tienes algo en mente.

Hice un gesto de indiferencia.

–Menkhep me ha dicho que querías verme.

–Sí. Tengo algo para ti. –Abrió una cajita de madera, sacó un collar de plata y me lo entregó. El colmillo que le había extraído a Cheelba colgaba de la cadena. Habían lijado la raíz y rellenado con plata la cavidad. La pieza estaba limpia, pulida y montada sobre un engarce de plata. Era un diseño sencillo pero el trabajo era soberbio.

–Tenemos entre nosotros un platero de gran talento. Creo que ha hecho un buen trabajo, ¿no te parece?

Asentí.

–¿No piensas ponértelo?

Me abroché la cadena al cuello. Acaricié el colmillo del león, que reposaba justo encima de mi clavícula.

–Te queda bien, Pecunio. Tal vez te dé buena suerte.

–Y de no ser así, al menos tendré un recuerdo del día más aterrador de mi vida.

Se echó a reír.

–Gracias, Artemón. Es un buen regalo. Si eso es todo, sé que debes de estar muy ocupado y…

–No, Pecunio, no te vayas. Quédate. He pensado que podrías compartir una copa conmigo en vísperas de nuestra partida. Tengo todavía un poco del mejor vino que rescatamos de ese naufragio. Según el sello del ánfora, viene de Monte Falerno. Eso está en Italia, ¿verdad? Aunque me temo que las copas de plata ya están empacadas.

Sirvió el vino de una sencilla jarra de cerámica en dos copas del mismo material. Artemón llevó a cabo el ritual de oler el vino antes de beberlo y seguí su ejemplo. Aun sabiendo poco del tema, adiviné que era exquisito. Lo bebí con placer y disfruté con el calor que inundaba mi cuerpo.

Artemón volvió a llenar las copas.

–Tal vez sea nuestro último momento de tranquilidad en mucho tiempo. A partir de mañana, todo será una locura. Viviremos grandes acontecimientos, uno detrás de otro.

–¿Cuánto vino llevas ya bebido, Artemón?

–¡Ja! Mis palabras te parecen grandiosas, ¿verdad? Supongo que para un tipo como tú que ha visto tanto mundo, el Nido del Cuco es un lugar tan chabacano que no te imaginas que de él pueda llegar a salir algo majestuoso y noble.

–No era mi intención ofender…

–A lo mejor tendríamos que cambiarle el nombre y llamarlo el Nido del Fénix. El fénix es originario del Nilo. ¿Lo sabías? Nunca he visto ninguno, pero si esa ave mágica existe, tiene que ser en Egipto. El fénix termina su vida envuelto en llamas…, una muerte sorprendente. Pero luego resurge de sus cenizas, renace, más bello y resplandeciente que antes. –Su mirada se tornó soñadora.

Su estado de ánimo era extraño. Igual que el de los demás. Era como si la perspectiva de aventura que teníamos por delante le hubiera revitalizado. La euforia de los hombres era descarada y estridente. La de Artemón era callada y concentrada, pero ardía con la misma intensidad. Estaba colorado y tenía la mirada ligeramente descentrada, como si tuviera fiebre.

–¡La verdad es que fue digno de ver! –dijo, señalando el collar y cambiando repentinamente de tema.

–¿Qué?

–¡Cuando le quitaste el colmillo a Cheelba! Los hombres se quedaron atónitos. Y yo también. Nadie se habría atrevido a hacer lo que hiciste. No solo te mostraste inteligente y lleno de recursos, sino que además fuiste intrépido.

Negué con la cabeza.

–Que no vieses ningún atisbo de miedo no significa que no lo sintiera.

Se echó a reír.

–Oh, Pecunio, no tienes ni idea de lo distinto que fue tu ritual de iniciación con respecto al de la mayoría. El ritual suele terminar con el iniciado completamente humillado. El hombre que está en el fondo de la fosa acaba orinándose encima, intentando escalar la pared para salir de allí, suplicando y llorando como un niño. Y los hombres que contemplan el espectáculo acaban orinándose también encima de tanto reír. Es una comedia, una farsa. Al final, se revela el truco, se tira del hombre con una cuerda para sacarlo de la fosa y todo el mundo ríe un poco más, y nadie con tantas ganas como el iniciado con su taparrabos empapado de orines. Pero tú, Pecunio, tú nos regalaste un espectáculo completamente distinto.

Me miró pensativo.

–Hay algo que te diferencia de los demás. Ni siquiera los mejores, como Menkhep, son capaces de pensar más que a pocos días vista. Funcionan con una especie de estupor, guiados por las emociones y los apetitos más básicos: miedo, hambre, venganza. Necesitan un hombre como yo que los guíe. Pero tú, Pecunio, a ti parece guiarte un poder superior, un objetivo más elevado. ¿Es porque eres romano? ¿De verdad sois tan distintos los romanos? ¿O es por otra cosa? Eres un auténtico rompecabezas, Pecunio.

Me encogí de hombros.

–Te diré una cosa: nadie se benefició más que Cheelba de tu velocidad de pensamiento y de tu valentía. Ese león te adora, Pecunio. Has hecho un amigo para toda la vida.

–¡Cheelba! –Reí al recordar el absurdo disfraz del león. También yo empezaba a notar los efectos del vino–. ¿Qué será de él? No espero que lo abandones a merced de los soldados.

–Por supuesto que no. Cheelba viene con nosotros.

–¡Un león a bordo de un barco! Eso es ridículo.

–Ridículo, sí. Razón de más para llevarlo con nosotros.

–¿Y el cocodrilo? ¿No pretenderás llevar también con nosotros a esa criatura apestosa?

–¡Claro que no! Mañana, justo antes de partir, bajaremos un tablón a la fosa de Tragahombres. Si tiene cuatro dedos de frente, el animal subirá y se refugiará en la laguna. Y confiemos en que cuando lleguen los soldados, le arranque el pie a cualquiera que se atreva a excavar en busca del tesoro enterrado.

Compartimos carcajadas y bebimos más vino.

–¿Sabes, Pecunio? Nunca me había emborrachado con un romano.

–Ni yo con el rey de los bandidos.

En lugar de reír, Artemón se quedó de pronto pensativo.

–¿Es cierto eso que dicen de que en Roma, por ley, el padre tiene poder para decidir sobre la vida y la muerte de sus hijos? –preguntó.

–Lo es.

–¿Y qué se siente?

–¿Quién? ¿El padre o el hijo? Creo que tú sabes muy bien que se siente teniendo poder para decidir sobre la vida y la muerte de los demás, Artemón. –Recordé el desgraciado fin de Hombros Peludos.

–¿Y tu padre, Pecunio?

–¿Mi padre?

–¿Sigue con vida?

–Sí –dije en voz baja–. Está en Roma. Confío en que siga con vida…

–¿Te sientes unido a él? ¿Hay amor entre vosotros?

Suspiré y levanté la copa.

–Sí.

Artemón sirvió más vino para los dos.

–Yo no conocí a mi padre. Cuando me hice mayor me enteré de quién era, pero él nunca quiso saber nada de mí. Negó cualquier relación conmigo. Me rechazó. Me repudió.

Pestañeé. El vino había empezado a desdibujar los confines de las cosas hasta el punto de que ni siquiera sabía muy bien cómo era el suelo bajo mis pies.

–No sé qué decir, Artemón.

–Da las gracias a los dioses por tener un padre y por que te quiera.

Asentí.

–Nunca le había contado a ninguno de mis hombres lo que acabo de decirte, Pecunio.

–¿Y por qué a mí?

Se encogió de hombros.

–¿Y por qué no? Eres el hombre que tiró del colmillo del león.

Ambos sonreímos.

Bajo el hechizo del vino, las inquietudes que me contenían como vigas de hierro se aflojaron un poco. Me alegré de poder disfrutar de aquel momento de respiro, aunque fuese temporal. Pero y ¿Artemón? ¿Qué inquietudes le contenían? ¿Quién era y de dónde venía? ¿Qué sueños le inspiraban? ¿Qué pesadillas acosaban sus sueños? Aquella noche, sentado en el interior de una cabaña que muy pronto quedaría reducida a cenizas, sentía la necesidad de liberarse. Intenté mostrarme compasivo y escucharle con atención. Aun aturdido por el vino, sabía que cuanto más conociera al secuestrador de Bethesda, más probabilidades tendríamos de sobrevivir y escapar.

–Y te contaré algo más que no sabe nadie –dijo–. Soy gemelo.

–¿Es un hecho constatado?

–Lo es. Vosotros los romanos descendéis de gemelos, ¿verdad?

–Rómulo y Remo fueron los fundadores de la ciudad. No sé si Remo tuvo hijos antes de que Rómulo lo matara.

–Un gemelo matando a otro gemelo, ¡imagínate tú! Qué extraño principio para una raza que desea gobernar el mundo.

–Ignoraré esa calumnia contra los míos –dije–. De modo que tanto Artemón como Rómulo son gemelos. ¿Hay algún otro líder famoso al que no te parezcas?

–¿A qué te refieres?

–Los hombres te comparan con Alejandro.

–¿En serio?

–Y con Moisés. Y yo te comparé con Escipión el Africano charlando el otro día con Menkhep. Y ahora descubro que te pareces más a Rómulo de lo que podía imaginarme.

–Aunque, a diferencia de Rómulo, yo no he matado a mi gemelo.

–¿Os criasteis juntos?

–Sí.

–¿Así que tu padre rechazó también…?

La pregunta no era en absoluto delicada. Artemón bajó la vista y no respondió.

Aproveché aquel incómodo silencio para cambiar de tema.

–Has dicho que tienes pensado que Cheelba nos acompañe, pero no Tragahombres. ¿Y… Metrodora?

Esbozó una débil sonrisa.

–¿Qué son los hombres del Nido del Cuco sin su adivina? Por supuesto que vendrá con nosotros… Al menos, parte del viaje.

–¿Y… la otra mujer? –pregunté con voz casi temblorosa.

Artemón enarcó una ceja.

–La cautiva, me refiero; la que está escondida en la cabaña con Metrodora.

Frunció entonces el entrecejo.

–¿Te ha contado Metrodora algo sobre ella?

Hice un gesto de indiferencia.

–Todos los hombres saben que está aquí, aun cuando la mayoría ni siquiera la ha visto. Empiezo a pensar que se trata de una leyenda, o de un fantasma conjurado por Metrodora.

–La chica es real, te lo aseguro –replicó Artemón, con una sonrisa ladeada.

–¿Y es tan bella como dicen?

–¿Por qué eres tan curioso, Pecunio?

–¿Qué hombre no lo sería? Excepto esa bruja, no poso los ojos en una mujer desde…

–Si por casualidad ves a Axiothea cuando mañana emprendamos viaje, te aconsejo que desvíes la mirada. De todas maneras, llevará el rostro cubierto con un velo.

–¿Es peligroso mirarla? ¿Es una bruja, como Metrodora?

–No tiene ninguna necesidad de lanzar hechizos –murmuró–. Su poder es más grande que eso.

–Hablas de ella como si fuese una reina –dije.

La mirada de Artemón se iluminó. Habló a continuación arrastrando las palabras.

–¿Una reina? No. Todavía no. Pero podría convertirla en ello. ¡Y lo haré! Si ella me permitiera…

Cogió de nuevo la jarra. Quedaban apenas unas gotas. Las vertió en su copa y tiró la jarra. Chocó contra algo duro y se hizo pedazos.

Me estremecí. Artemón me miró por encima del borde de la copa, su actitud repentinamente cautelosa.

–Si echas de menos la compañía femenina, Pecunio, ten paciencia. Cuando todo esto haya acabado, dispondrás de todos los medios posibles para deleitarte con los placeres que más te agraden. Confías en mí, ¿verdad?

–Por supuesto que sí, Artemón.

Asintió.

–Es el último vino que quedaba. Tengo que volver al trabajo. Que duermas bien, Pecunio.

Le dejé en su cabaña, examinando rollos y mapas.