IV

¡Hora de largarnos de aquí! –dije, cogiéndole la mano a Bethesda.

Era como si todo el mundo hubiera pensado lo mismo en el mismo momento, porque de repente todos echamos a correr en la misma dirección, alejándonos de los soldados armados. Incluso con el pánico que me embargaba, vi que algunos hombres se agachaban para coger piedras o escombros, como si pretendieran armarse para una escaramuza.

Por el rabillo del ojo vi la carpa venirse abajo. Con el mono domesticado lanzando alaridos y brincando como un loco, el grupo de actores recogió rápidamente sus pertenencias. La eficiencia y la velocidad de sus movimientos me dieron a entender que no era la primera vez que se veían obligados a desmantelar la parada de aquella manera.

Con Bethesda y yo tomando la delantera, el gentío se adentró por una callejuela que conducía al puerto. Con un estremecimiento de puro terror, me pregunté si sería precisamente eso lo que pretendían los hombres del rey –conducir a los espectadores hacia el mar, donde sería más fácil atraparlos y masacrarlos–, pero cuando volví la cabeza vi que ni siquiera se habían tomado la molestia de seguirnos. Por lo visto, su intención era simplemente interrumpir el espectáculo y despejar la plaza pública.

Llegamos a la zona portuaria. El pánico amainó en cuanto la gente se dio cuenta de que no nos perseguían. Hubo quien empezó a reír y bromear. Otros dijeron que había que volver donde estábamos y sumarnos al puñado de personas que había decidido plantar cara a los soldados. Pero su entusiasmo se quedó en nada cuando vieron llegar a los rezagados con golpes en la cabeza y sangrantes heridas. Me hice a un lado y mantuve la boca cerrada. Las disputas entre el rey egipcio y su pueblo no tenían nada que ver conmigo.

La muchedumbre se dispersó poco a poco.

El día era cálido y despejado, con escasas nubes finas pintando el cielo. En la zona portuaria reinaba una silenciosa calma, rota tan solo por el crujido de las palmeras agitadas por la brisa, los gritos de las gaviotas y algún que otro trompetazo de sirena desde el faro.

Me senté en lo alto de los peldaños que bajaban hasta el agua para contemplar el mar y el faro a lo lejos, un espectáculo magnífico que siempre me parecería irreal, por muchas veces que lo mirase. Bethesda tomó asiento a mi lado, ignorando los protocolos, y no hice nada para corregirla. ¿A qué hombre no le gustaría que le vieran en compañía de una chica tan guapa con su precioso vestido nuevo?

–¡Ha sido emocionante! –dije.

–Dijiste que el día de tu cumpleaños querías aventuras, amo.

–Sí, aunque espero que eso sea todo.

Contemplé las islas del puerto, que eran propiedad del rey Ptolomeo y tenían abundantes templos, jardines y palacios. Pero ¿dónde estaban los barcos? En esta época del año, cuando se reiniciaba la temporada de navegación, el puerto de Alejandría debería estar abarrotado de barcos mercantes procedentes de tierras lejanas entrando y saliendo cargados con todo tipo de mercancías. Pero no conté más que un puñado de naves, en su mayoría barcas de pesca locales y embarcaciones de placer. La guerra entre Roma y Mitrídates había sembrado incertidumbre y caos y había convertido el mar en un lugar peligroso. Ahora, cuando un navío marinero arribaba a puerto, lo más probable era que no fuese un barco mercante con mercancía sino un barco lleno a rebosar de refugiados en busca de puerto seguro y cargados con todos los tesoros que pudieran poseer con la esperanza de comprar el favor del rey Ptolomeo y sus ministros.

–¿Qué te ha parecido el espectáculo de pantomima, amo?

Me vino a la cabeza una imagen del comerciante en la letrina y me eché a reír.

–Muy divertido. ¡Y sorprendente! No entiendo cómo esos actores creían que podrían salir airosos representando un espectáculo de ese calibre casi a la sombra del palacio real. En algún callejón de Rakotis, quizás, pero no en la mejor zona de la ciudad, con soldados patrullando por todas las calles. Supongo que es una prueba más de hasta qué extremos está llegando la situación. Aquella última parodia… daba a entender que el hermano del rey podría estar volviendo a Alejandría, y con el respaldo de todo un ejército, no me cabe duda. Me pregunto si acabará estallando la guerra en Egipto. Guerra aquí, guerra allí, guerra por todas partes…

Era como si en los últimos años el mundo entero se hubiera sumido en la guerra. Primero hubo guerra en Italia, entre Roma y sus confederados italianos. Luego, viendo la debilidad romana, el rey Mitrídates invadió Asia y las islas griegas, expulsando a los romanos. Ahora parecía que también Egipto acabaría convirtiéndose en un campo de batalla en una guerra entre el rey y su hermano. Me resultaba extraño que el público se mostrara favorable a la idea del regreso del hermano mayor del rey; tal vez el pueblo se tomara en serio el título que él mismo se había otorgado al subir al trono, «sóter», que significaba algo así como «salvador». Pero ¿no lo habían expulsado en su día del trono y de la ciudad? Ahora querían derrocar al hermano menor y reinstaurar al hermano mayor. ¡La chusma alejandrina era caprichosa y tenía muy mala memoria!

¿Qué pasaría con Bethesda y conmigo si la guerra acababa llegando a la ciudad?

Un estallido de risas infantiles interrumpió mis reflexiones. Vi dos figuras que bajaban corriendo las escaleras donde estábamos sentados. Los reconocí enseguida como los dos flautistas del espectáculo. Al llegar al último peldaño, los chicos se quitaron sus finas sandalias y se metieron en el agua.

Después de refrescarse los pies, subieron de nuevo las escaleras. Los vi dirigirse a un banco de piedra situado a la sombra de una palmera, donde se había reunido el grupo de actores.

–Está bien saber que esos dos han sobrevivido a la escaramuza y están sanos y salvos –dije–. Veo que el resto de los actores está también sonriendo y carcajeándose. Me pregunto si estarán todos. Cuento solo ocho, incluyendo los chicos. ¿Qué opinas, Bethesda? ¿Deberíamos ir a saludarlos?

–¿Saludarlos?

–Sí, podríamos comentarles lo que pensamos de su espectáculo y comprobar si han logrado escapar todos ilesos.

–¿Comentarles? –me preguntó con recelo.

–Sí, al grupo de actores. –Intenté mantenerme inexpresivo, pero engañar a Bethesda era complicado. Entre los actores había vislumbrado a la doble de Bethesda. Era a ella, y solo a ella, a quien tenía curiosidad por conocer.

Me levanté, le di la mano a Bethesda y tiré de ella.

–Vamos. Es mi cumpleaños y debo satisfacer todos mis caprichos.

Bethesda me siguió a regañadientes.

Intenté pensar la manera de introducirme en su conversación, pero no fue necesario. Uno de los flautistas vio que nos acercábamos al grupo, nos miró de arriba abajo y le dio un codazo a su compañero, que repitió el gesto.

–¡Mira, Axiothea! –exclamó uno de los flautistas–. ¡Eres !

La actriz, que estaba sentada en el banco, miró hacia nosotros y luego miró al chico.

–¿Qué quieres decir?

–Esa chica… es igual que tú, Axiothea. Lleva incluso un vestido verde, como el tuyo.

La actriz se levantó del banco y se encaminó hacia nosotros, mirando fijamente a Bethesda, hasta quedarse las dos frente a frente.

No era como estar delante de un espejo, evidentemente. Bethesda era algo más bajita, llevaba el pelo más largo y era más curvilínea. Sus rostros no eran idénticos –era evidente que Bethesda era más joven–, pero solo un ciego pasaría por alto la similitud. El tono verde de los vestidos era tan semejante que incluso se diría que la tela estaba cortada de la misma pieza, aunque –incluso excluyendo mis prejuicios– el vestido de Bethesda era más elegante, sus bordados más finos.

Axiothea retrocedió un paso. Negó con la cabeza.

–Yo no lo veo.

–Tampoco yo –replicó Bethesda.

En el banco estaba sentado asimismo un hombre atractivo y ancho de espaldas, vestido con una fina túnica de lino que le cubría de la cabeza a los pies. Dio unas palmadas en la rodilla y rompió a reír. El mono posado en su hombro empezó a gritar y a corretear de un lado a otro.

–¿No veis que no es más que una mujer? –El hombre sonrió de oreja a oreja–. No ve ni lo que tiene enfrente… ¡ni siquiera cuando se mira al espejo!

Los demás se echaron a reír y el mono enseñó los dientes y aplaudió con sus manos huesudas. Por cómo le miraban los demás, asumí que aquel tipo era el líder de la compañía de actores.

–En serio, Melmak –dijo Axiothea con un suspiro–. No le veo ningún parecido. –Incluso su forma de hablar y la inflexión de su voz me recordaban a Bethesda.

–Tampoco yo –insistió Bethesda.

Las dos volvieron a mirarse a los ojos. Aquello parecía un concurso de miradas, parecían dos gatos egipcios. Y entonces, en el mismo instante, ambas sonrieron.

–Eres muy guapa –dijo Axiothea.

–También tú –dijo Bethesda.

–¡Vanidad, vanidad! –exclamó Melmak–. No hacéis más que adularos, lo veo.

–¿Y tú quién eres? –preguntó Axiothea, dirigiéndose a mí.

–Me llamo Gordiano. Vengo de…

–Roma –remató Axiothea–. Con ese nombre y ese acento, no podrías venir de otra parte. Aunque debo decir que tu griego es mejor que el de la mayoría de los romanos que conozco.

Moví afirmativamente la cabeza ante el cumplido.

–Y esta es Bethesda, mi esclava.

–Ah, ¿así que la chica es de tu propiedad? –Melmak se levantó y se acercó a nosotros. Vi entonces lo alto y ancho de espaldas que era. El mono le acompañó, aferrado a los rizos de su grueso pelo negro–. ¿Tiene experiencia como actriz?

–¿Por qué lo preguntas?

–Teniendo en cuenta que Axiothea y ella se parecen tanto… podríamos hacer algo al respecto. Darle el cambiazo al público.

–¿El cambiazo?

–Hacer desaparecer a una y que aparezca la otra. Ya sabes, un poco de magia. ¿Cómo es posible que una mujer esté en dos lugares a la vez? Al público le encantan estas cosas.

–Ese es mi Melmak, siempre pensando –dijo Axiothea.

–Incluso sin prestidigitación, ver gemelas, y unas gemelas tan bellas, además, resulta excitante para los hombres del público –dijo Melmak–. ¿No te parece, Gordiano?

Miré a Bethesda y a Axiothea, sentí un ligero cosquilleo, y luego tosí para aclararme la garganta viendo que ambas me miraban.

–¿Qué piensas, Gordiano? –dijo Melmak–. No estoy proponiéndote comprarte la chica, pero sí te pagaría por los servicios prestados como parte de la compañía.

Negué con la cabeza.

–Por lo que he visto, vuestro trabajo es demasiado peligroso.

–¿Peligroso? –dijo Melmak.

–He estado hoy entre el público. Podrían haberme matado, y vosotros podríais haber acabado arrestados y en un calabozo por ridiculizar al rey. Por lo que me parece, han arrestado a alguno de los vuestros.

–No, estamos todos aquí –dijo Melmak.

–¿Solo ocho? ¿Es esto toda la compañía? Estoy seguro de que sois más. ¿Cómo es posible que seáis solo ocho y representéis tantos papeles?

–Maquillaje, disfraces, accesorios y rellenos.

Miré una a una todas las caras. Además de Melmak y Axiothea y los dos chicos, había cuatro hombres más, todos de estatura media y algo mayores que yo.

–¿Quién de vosotros representó a ese comerciante tan gordo?

–Ese era yo, naturalmente –respondió Melmak, resplandeciente.

–¡No es posible! Me di cuenta de que el disfraz del comerciante llevaba rellenos, pero tenía la cara redonda. Y su voz era completamente distinta de la tuya.

–Es lo que se conoce como actuar, amigo. Sé que Roma es un lugar atrasado en todo lo referente al teatro, pero…

–Y había un acróbata que no está aquí. Un hombre musculoso con un tocado nemes que hizo malabarismos antes de que empezara el espectáculo.

–¡Ese también era yo! –exclamó Melmak. Cerró la mano en un puño, se la acercó a la frente y a continuación echó hacia atrás la manga de la túnica para mostrar el bíceps–. Como bien puedes ver, mis músculos son de verdad y no un disfraz. Todos representamos muchos papeles. En estos momentos, Axiothea es la única mujer de la compañía, de modo que los hombres nos vemos obligados de vez en cuando a representar una matrona.

–La prostituta vieja que aparecía en la primera parodia… ¿era Axiothea?

–Sí. Lo intentamos con un hombre, pero no resulta tan gracioso.

–Impresionante –dije, asombrado ante el hecho de que con tan pocos pudieran representar tantos personajes.

–¡Ja! ¡Actuar, lo llama! –Uno de los hombres dio un paso al frente. En ciertos aspectos era el miembro más llamativo de la compañía, puesto que a pesar de que tenía un físico normal y unas facciones insulsas, su cabellera larga y oscura y su barba perfectamente recortada estaban divididas mediante una franja de pelo blanco. Un rasgo como aquel parecería más normal en un animal peludo que en un hombre, pero aquella curiosa coloración era a todas luces natural–. Me llamo Lykos y no soy actor. Y por muy fervientemente que Melmak y los demás crean que sus talentos dramáticos son el origen de la ilusión que genera el espectáculo de pantomima, soy yo quien carga con la mayor parte del peso.

Melmak le dirigió una sonrisa a regañadientes.

–Lykos es nuestro utilero, y supongo que algún reconocimiento se merece.

–¿Algún reconocimiento? Bueno, ya es más de lo que recibo normalmente.

–¿Utilero? –dije.

–Lykos confecciona los disfraces y las pelucas –me explicó Axiothea.

–¿Disfraces y pelucas? ¿Es eso lo que soy, un costurero y peluquero venido a más? –Lykos resopló–. Diseño y creo los accesorios. Superviso el maquillaje. Soy yo el responsable de que Melmak esté tan gordo como el rey, yo quien se encarga de que incluso Axiothea parezca vieja y fea. El utilero, y no los actores, es el verdadero maestro de la ilusión teatral, el que obra el milagro en los actores.

Tosí de nuevo para aclararme la garganta.

–Bueno, la verdad es que es un milagro que lograrais escapar todos de esos soldados.

–Aquí no hubo ni dioses ni magia –dijo Melmak–. Solo una planificación escrupulosa y rapidez de reflejos. Hemos elaborado un sistema para realizar huidas veloces. Cambio de escena de emergencia, lo llamo. Y hasta el momento, nunca nos ha fallado.

–Pero un día de estos, si seguís montando espectáculos como ese, terminaréis teniendo problemas. Estáis tentando al destino.

–Somos una compañía de actores, Gordiano. Hay que dar al público lo que quiere ver. ¡Y eso es lo que hacemos! Reunimos multitudes más grandes y recaudamos bolsas de monedas más generosas que cualquier otra compañía de la ciudad. Ay de mí, no debería haberlo reconocido. Ahora nos pedirás incluso dinero a cambio de poder utilizar a tu encantadora esclava.

–Ya te he dicho que no está disponible. –De repente me imaginé a Bethesda a merced de una tropa de guardias reales y me estremecí–. A ningún precio.

–Bien –dijo Melmak, suspirando y lanzándole una pensativa mirada a Bethesda–. Tu amo te niega una carrera maravillosa como actriz, querida mía.

Axiothea se echó a reír.

–¡Déjala en paz, Melmak! El joven romano ha hablado. Aunque su compañía me resulta agradable, ¿verdad? ¿Te gustaría compartir con nosotros la comida del mediodía, Gordiano? Todo es muy sencillo: tilapia del Nilo conservada en vinagre, aceitunas, corazones de palmito, dátiles, pan de pita. Nada de vino, pero sí tenemos cerveza egipcia. ¿Te apetece?

De manera que celebré el día de mi cumpleaños comiendo entre un inesperado círculo de nuevos amigos, a la sombra de una palmera en la ciudad más excitante del mundo y contemplando una de las vistas más espectaculares que puedan existir: el puerto de Alejandría y su faro. La comida estaba deliciosa y la compañía era encantadora. Los actores habían viajado muchísimo y tenían innumerables historias que contar. Habiendo viajado también yo, disponía asimismo de variados relatos. Me sentía feliz, pensando que así era como debían celebrarse los cumpleaños, hasta que la conversación giró hacia el tema de Roma.

–¿Llevas mucho tiempo ausente? –preguntó Axiothea.

–Hoy hace justo cuatro años que salí de Roma, el día de mi decimoctavo cumpleaños. Y no he vuelto todavía.

–¿Lo echas de menos?

–A veces.

–Se cuentan cosas terribles sobre la guerra que se libra en Italia entre Roma y las ciudades rebeldes. ¿Tienes muchas noticias de casa? –preguntó Melmak.

–Recibo cartas de mi padre. Ahora hace un tiempo que no recibo ninguna. –De hecho, habían transcurrido varios meses desde la llegada de la última carta. Empezaba a estar preocupado por él.

Axiothea interpretó enseguida mi expresión.

–Últimamente se pierden muchas cartas y mensajes, o tardan una eternidad en llegar. La guerra en Italia, la guerra en Asia, la guerra en el mar… Es un prodigio incluso que lleguen barcos a puerto. Todo escasea. Todo está más caro. Son los tiempos que nos toca vivir.

–¡Y suerte que tenemos a quién echarle la culpa! –dijo Melmak con una carcajada.

–¿A quién? –pregunté.

Melmak negó con la cabeza.

–Es evidente que no eres alejandrino, puesto que de serlo no tendrías necesidad de preguntarlo. ¿A quién le echamos la culpa de que todo vaya mal? ¿Es necesario que me disfrace de gordo y anadee un rato por el puerto para refrescarte la memoria?

–¿Crees que el rey Ptolomeo es el culpable de que todo esté tan caro? –preguntó Bethesda.

Me sentí algo incómodo al ver que mi esclava se sumaba a la conversación, pero a los actores, todos nacidos libres, no parecía importarles que fuera una esclava. Mi padre me había contado que los actores no eran como todo el mundo, que vivían aparte de las limitaciones y las expectativas de la sociedad normal.

–¿Que si el rey es el culpable? Seguramente no –dijo Melmak–. Pero le echamos la culpa de todas formas. Y si la situación empeora, más le echaremos la culpa.

–¿Y si mejora? –pregunté.

–¡Entonces, daremos gracias a los dioses por ello y les ofreceremos oraciones como muestra de nuestro agradecimiento!

–Por lo visto, el rey no sabe hacer nada bien.

–¡Y da gracias a los dioses por ello, porque si no los actores nos quedaríamos sin trabajo!

–¿Es cierto eso que insinuaste en el espectáculo? ¿Que el hermano del rey piensa regresar a Alejandría?

Melmak se encogió de hombros.

–¿Quién sabe? El rumor está ahí. Lo sabremos con total seguridad cuando aparezca por aquí.

–Si eso ocurre, lo más probable es que reine el caos, ¿no crees? –Nunca había estado en una ciudad sitiada. La idea me resultaba inquietante, pero los actores se mostraron impertérritos.

–¿Caos? –dijo Melmak–. Seguramente habrá caos. Caos antes, caos durante y caos después. Caos siempre y por todas partes: es el estado natural de Egipto. Pero las pantomimas continuarán, pase lo que pase. La compañía de Melmak nunca falta a su espectáculo, llueva o haga sol.

–Tal y como están las cosas, no me extrañaría que un ejército invasor acabara derrocando al rey –dijo Axiothea.

–¿Qué quieres decir con eso? –preguntó Bethesda.

–¿No te has dado cuenta de la falta de entusiasmo que han mostrado hoy los soldados? Apáticos, diría yo que estaban.

–¡Prácticamente sonámbulos! –dijo Melmak–. Hace dos meses, con una compañía de guardias reales pegada al cogote de esa manera, habríamos tenido que correr de verdad para salvar la vida. Hoy nos hemos limitado a recogerlo todo y salir aprisa… ¡y ni siquiera nos han seguido!

–Sí, la verdad es que me ha sorprendido –dije–. Temía que todo acabara en un baño de sangre.

Melmak negó con la cabeza.

–Que se produzca un baño de sangre exige mucho trabajo… Cortar cabezas, limpiar después. No les merecía la pena. Sospecho que el comandante de los soldados debe de haberles ordenado que detuvieran nuestro escandaloso espectáculo y dispersaran a la multitud, y eso es exactamente lo que han hecho, ni más ni menos.

–Pero ¿por qué?

–¡Porque el rey no les paga! Ya no paga a nadie, ni a los trabajadores de la biblioteca, ni a los empleados del museo, ni a los fogoneros del faro, ni siquiera a los vigilantes de la casa de fieras de los jardines reales. Se ha quedado sin dinero y todo el mundo lo sabe. En vez de oro, plata o incluso cobre, la gente que cobra del rey está recibiendo pagarés promisorios del tesoro real. Han emitido un real decreto por el que se ordena a todos los comerciantes fiar a los clientes en base a esos pagarés, pero cada vez son más los que se niegan en redondo a hacerlo. De modo que todo aquel que está en el servicio real, incluyendo los soldados, hace cada vez menos. Alejandría está llegando a una situación de punto muerto.

–No me había dado cuenta de que las cosas estuvieran tan mal –dije.

Axiothea asintió.

–Mal, y seguramente irán a peor. Eso dice… –Se interrumpió.

Enarqué una ceja.

–¿Ibas a citar a alguien?

Melmak esbozó una sonrisa conocedora.

–Axiothea estaba a punto de decir el nombre de su misterioso mecenas.

–¿Mecenas? –pregunté.

–Tal vez no te hayas fijado en la elegante litera que había delante de todo.

–Sí, la he visto llegar.

–Por lo visto, el tipo de dentro se ha enamorado de nuestra Axiothea.

–No he podido ni verlo.

–¡Tampoco nosotros! Nadie sabe quién es, excepto Axiothea. De vez en cuando, desaparece un par de días y luego, cuando regresa oliendo a perfume caro, todos sabemos que ha ido a visitar a su amigo rico. Pero ¿nos invita algún día? ¿Nos dice el nombre de ese tipo, o dónde va, o cuánto tiempo estará ausente? ¡Jamás!

–Lo creas o no, Melmak, hay cosas que no te importan. –Axiothea sonrió, pero me dio la impresión de que tenía que hacer un esfuerzo para no alterarse.

–Melmak está celoso –dijo Lykos–. Le habría gustado que alguna dama rica le hubiese elegido como favorito y llenado de regalos, tal y como hace el mecenas de Axiothea.

Uno de los actores asintió.

–Por eso Melmak insiste en hacer malabarismos antes del espectáculo y fanfarronea prácticamente desnudo y exhibiendo los músculos, porque espera que alguna potranca rica se fije en él y le invite a su casa. Si consigue un agradable y confortable puesto haciendo de semental… ¡adiós al teatro!

Todos compartieron unas buenas risas con el comentario, incluso Melmak. Axiothea se relajó visiblemente.

El sol quemaba pero en la sombra la temperatura era agradable. Teníamos el estómago lleno. Todo el mundo, mono incluido, había bebido bastante cerveza, compartiendo la misma copa. Como era mi cumpleaños, habían decidido que yo podía beber el doble, y no había rechazado la invitación.

Mientras las dos mujeres se instalaban a un lado para charlar, los hombres nos sentamos en círculo alrededor de la palmera, de cara hacia fuera, la espalda apoyada en el tronco y las piernas estiradas. Empecé a adormilarme. Cuando Bethesda se agachó a mi lado y me tocó la mano, tuve que hacer un gran esfuerzo para abrir los ojos.

–Amo, Axiothea quiere ir al pequeño mercado al aire libre que se celebra en el puerto. Se ve incluso desde aquí.

–Sí, estaba preguntándome si podría llevarme a Bethesda conmigo –dijo Axiothea.

Estaba de pie a mi lado con las manos en las caderas y con una expresión que daba a entender que no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta. De haber sido Bethesda una mujer libre, ¿sería tan descarada e impetuosa como su doble?

Refunfuñé y asentí, medio dormido.

–No veo por qué no.

Sonreí, porque sabía casualmente que Bethesda había conseguido reunir algunas monedas guardándose parte del cambio cuando la enviaba a hacer la compra. Debía de llevar encima aquellas monedas, pensé, y ahora tenía intención de dilapidar su pequeño tesoro comprándome un regalo de cumpleaños. Cerré de nuevo los ojos y pensé en lo dulce que era…, dulce, muy dulce.

Mi sueño también fue dulce, doblemente dulce, puesto que estaba de nuevo en Rakotis, en mi habitación, bañada por la luz del sol, y en la cama, desnudas, estaba no una sino dos Bethesdas, igualmente bellas, igualmente cariñosas, igualmente deliciosas. El sueño siguió un buen rato, cada acto más excitante que el anterior, hasta que llamaron a la puerta. Aunque las dos Bethesdas rieron e intentaron retenerme, insistí en ir a ver quién era. Salté de la cama y abrí la puerta, pero el pasillo estaba vacío. ¿O no? Reinaba la penumbra y al fondo, casi oculta entre las sombras, creí ver una figura. La cara quedaba oculta, pero me pareció distinguir que llevaba una toga romana. Su actitud me alarmó. Se comportaba de forma muy poco natural, como si sufriese mucho dolor. Le oí gimotear. Mi corazón se aceleró.

–¿Padre? –susurré–. ¿Eres tú?

Me desperté bañado en un sudor enfriado por la brisa que soplaba en el puerto. Durante un prolongado momento fijé la mirada en el lejano faro, mi mente incapaz de procesar su entorno. Era algo que me sucedía de vez en cuando en Alejandría: me despertaba sin saber dónde estaba y me sentía confuso, como si nunca hubiera marchado de Roma y de repente me encontrara en un lugar completamente desconocido.

Pero, naturalmente, no estaba en un lugar desconocido. Conocía el puerto de Alejandría mejor que muchas zonas de Roma. La aguda sensación de desorientación fue disminuyendo. Me dolía un poco la cabeza, de la cerveza, sin duda. El frío se esfumó en cuanto la brisa me secó el sudor. Notaba la calidez del sol en la piel. Me encontraba en Alejandría, hacía una tarde preciosa y todo iba bien. Bostecé, me desperecé y miré a mi alrededor.

Estaba solo.

Los integrantes de la compañía de teatro habían desaparecido.

Y también Bethesda.