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El hombre que había abierto la puerta permaneció inmóvil, mirándonos. Me miró primero a mí, luego bajó la vista hacia Djet y después hacia el compañero de Djet, momento en el cual vi en sus ojos entrecerrados un destello que indicaba reconocimiento. Entonces, la cara del hombre se abrió –no se me ocurre una manera mejor de describirlo– para esbozar una amplia sonrisa.
Tenía la piel bastante oscura. Eso en sí no era excepcional, puesto que muchos egipcios proceden de una región cercana al lugar por donde nace el sol y, como consecuencia de ello, adquieren un tono algo quemado. Pero no era el color de su piel, sino la textura lo que resultaba raro, puesto que tenía un aspecto seco y escamoso, casi propio de un reptil. En las zonas donde se reflejaba el resplandor de la luz de las lámparas, la piel adoptaba el tono de verde más oscuro imaginable. Su cara sobresalía en lo que solo podía describirse como un hocico, con una nariz pequeña y una boca muy grande y muy ancha. Su sonrisa se extendía de oreja a oreja, dejando al descubierto dos hileras de dientes excepcionalmente afilados.
Viendo que no parecía dispuesto a hablar, tomé yo finalmente la palabra.
–Me llamo Gordiano.
Siguió estudiándome un rato más.
–¿Romano?
–Sí, pero vivo en Alejandría. Vengo de allí. El niño que viaja conmigo se llama Djet. El otro niño…
–Sí, a ese ya le conozco. Uno de los muchachos del pueblo.
–El chico nos ha traído hasta aquí, en busca de alojamiento para esta noche.
–¿Ah, sí? ¿Ha hecho eso? Bienvenidos, entonces, a la posada del Cocodrilo Hambriento. Soy vuestro anfitrión. –Saludó con una reverencia.
–¿Y tú eres el Cocodrilo Hambriento? –dije, creyendo que hacía un chiste.
–¡Pues sssí! –dijo, siseando. Casi esperaba ver aparecer una lengua de reptil entre sus finos labios, pero la contuvo en el interior de la boca, escondida entre las dos hileras de dientes puntiagudos–. ¿Adivinas de dónde viene el nombre?
Perplejo, abrí entonces yo la boca y tartamudeé.
–¡De que tengo mucha hambre! Siempre estoy hambriento. ¿Y sabes de qué tengo hambre?
La sonrisa era turbadora. Antes de que me diese tiempo a responder, el hombre sacó un par de monedas de cobre, las sujetó entre el índice y el pulgar, y las acercó a la luz de las lámparas unos instantes antes de hincarles el diente, de una en una, como si no fuesen de cobre, sino de oro, y quisiera comprobar que no eran falsas.
–Tengo hambre de estas cosas, ¡siempre tengo hambre! Absolutamente siempre quiero más. Tendrás que entregarme esas monedas si pretendes pasar la noche aquí. –Me acercó su sonriente hocico.
–De acuerdo –dije, intentando no encogerme de miedo.
–Aunque esas monedas en concreto serán para el chico que os ha traído hasta aquí. Ven, niño, cógemelas.
El niño extendió la mano y abrió el puño, para mostrar las dos monedas que albergaba ya su diminuta palma. El Cocodrilo añadió sus dos monedas, dejándolas caer de una en una.
–Un detalle, jovencito, por traerme clientela.
El niño sonrió.
–¡Gracias! ¡Ahora ya tengo cuatro!
–¡Ssssí! Dos y dos son cuatro. ¡Ah, qué belleza!
Fruncí el entrecejo.
–¡Djet! ¿No te di yo tres monedas cuando te fuiste a buscar a ese niño?
Djet me miró y se cruzó de brazos.
–Así es. Y dos se las di a él.
–¿Y la otra?
–¿No me merezco un… cómo lo has llamado, posadero? ¡Un detalle!
–Ssssí, por supuesto, ese debe ser el detalle. Es lo correcto y adecuado. –Dio unos golpecitos en la cabeza de Djet con una mano oscura y escamosa. Tenía las uñas oscuras y tan puntiagudas como los dientes–. Este pequeño es como su anfitrión, hambriento, hambriento de esas cosas. –Señaló las monedas, que el niño del pueblo contenía con fuerza en el interior de su puño–. Y ahora tú, lárgate corriendo y déjame dar la bienvenida a mis huéspedes.
El niño dio media vuelta y echó a correr. En cuanto abandonó el resplandor de las lámparas, desapareció en la oscuridad.
–No os quedéis aquí en la puerta. ¡Pasad!
Entramos en un vestíbulo tenuemente iluminado. El Cocodrilo cerró la puerta.
Reinaba el silencio.
–¿No hay nadie en la posada? –pregunté.
–¡Ni mucho menos, ni mucho menos!
–¿Se han acostado ya los demás huéspedes, entonces?
–¡Ni mucho menos! Están en la sala común, disfrutando de la mutua compañía.
Miré a mi alrededor. El vestíbulo daba acceso a un pasillo, y a ambos lados del pasillo solo se veía oscuridad.
–No veo ninguna sala común –comenté.
–Está abajo. Allí se está más fresco, sobre todo en verano, cuando hace tanto calor.
–Todavía no estamos en verano.
–Allí abajo siempre se está fresco, sea la temporada del año que sea. En la sala subterránea se está fresco y es muy agradable. Venid, os la enseñaré. –Indicó con un gesto una puerta que se abría a una escalera que bajaba hacia el sótano.
–Solo quiero una habitación para pasar la noche, para mí y el niño. Podemos compartirla con quien sea si así resulta más barato…
–Aquí no hay habitaciones baratas. Todas las habitaciones son iguales.
–Me parece justo. ¿Cuánto cuesta la noche? ¿Y por dónde se va a la habitación? Estoy muy cansado…
–Seguramente querréis comer y beber al final de la jornada, antes de acostaros. ¡Está incluido en el precio!
–Sí, bueno, en ese caso… –Escuché el rugido de las tripas de Djet–. Si está incluido… Pero ¿cuánto es? Si has mencionado el precio, no lo he oído…
Mientras hablaba, nos empujó casi escaleras abajo. Djet correteó por delante de mí, llegó a un descansillo y desapareció de mi vista al continuar bajando. Cuando llegué yo al recodo, vi una débil luz, escuché música y el sonido de voces. El ambiente era fresco y húmedo y olía a cerveza egipcia.
–Ve bajando, ve bajando –dijo el Cocodrilo, siguiéndome–. Tú sigue al chiquillo.
Doblé otra esquina y me encontré en una cámara subterránea. Era imposible adivinar el tamaño de la estancia, puesto que sus confines se perdían en la oscuridad. En la zona entre la sombra y la luz, vi una chica sentada en el suelo con las piernas cruzadas que tocaba algún tipo de instrumento de cuerda. Incluso con la escasa luz reinante, vi que no era en absoluto atractiva. De hecho, se parecía tanto a mi anfitrión que llegué a la conclusión de que debía de ser su hija.
En el centro de la habitación, con una lámpara colgando por encima de sus cabezas, había cinco hombres y un niño sentados en círculo sobre una alfombra. El niño no parecía mayor que Djet. Llevaba una túnica de color rojo intenso y tenía el pelo negro y rizado, tan largo que daba la impresión de que no se lo había cortado jamás. Uno de los hombres era un tipo enorme que asumí que era un guardaespaldas. Mientras el niño y él se limitaban a mirar, los otros cuatro hombres jugaban a alguna cosa.
Uno de los jugadores gritó en algún idioma bárbaro y soltó un puñado de dados. Debía de tratarse de una buena tirada, puesto que sus marcadas facciones, iluminadas crudamente por la luz de la lámpara, esbozaron una sonrisa de triunfo cuando alargó el brazo para retirar una ficha de madera pintada del tablero de juego perforado que había en el centro y colocarla en otro agujero.
Enmarcaba la cara afeitada del hombre el elaborado tocado confeccionado con tela y cuerda nudosa que lucen los nabateos que viven en el desierto. A pesar de que no se le veía el cabello, sospeché que debía de tener canas. Iba vestido con una túnica blanca holgada, ceñida en la cintura, de manga larga y puños rematados con coloridos bordados. En varios dedos llevaba anillos con piedras preciosas incrustadas. De un collar con gruesos eslabones de plata colgaba el rubí más grande que había visto en mi vida, una joya que destellaba bajo la luz.
–¿Creerás si te digo que ese tipo ha cruzado todo el delta con esa pinta? –me susurró el Cocodrilo al oído.
–¿Con el atuendo de un nabateo? ¿Acaso no es nabateo?
–Lo es. Se llama Obodas y es mercader de incienso. Se dedica a explorar rutas terrestres hacia Alejandría… o eso dice. ¿Quién sabe qué se traen entre manos los extranjeros que viajan por Egipto?
¿Me incluiría a mí en esa pregunta? Ni su mirada, bajo tan generosos párpados, ni la sonrisa de su hocico daban indicios de que fuera así.
–Pero cuando digo «con esa pinta» no me refiero a sus prendas de nabateo, sino a esos anillos y ese collar que lleva, a que Obodas los luce sin esconderse. ¿Cuántas monedas deben de valer? –El Cocodrilo se pasó la lengua por los dientes.
–¿No viaja con guardaespaldas?
–¡Con dos, única y exclusivamente con dos! Uno es ese tipo fornido con barba que está sentado detrás de él. El otro está fuera, vigilando los camellos.
–¿Y el niño con la túnica roja que está sentado a su lado? ¿Es su hijo?
El Cocodrilo resopló.
–¡No creo! ¿Con solo dos guardaespaldas y un chico tan hermoso como compañero de cama, y recorriendo todo el camino desde Petra hasta mi posada vestido así, exhibiendo esas joyas y convirtiéndose en blanco de quién sabe cuántos bandidos? Tiene que haber algún dios nabateo velando por Obodas, puesto que es de locos pensar en atravesar todo el delta sin caer presa del Hijo del Cuco.
Me giré de repente hacia mi anfitrión.
–¿Qué sabes de…?
–Los otros tres huéspedes son egipcios del delta –prosiguió–, padres de la ciudad de Sais. –Los hombres a los que se refería vestían menos ostentosamente que el nabateo. Parecían granjeros ataviados con sus mejores ropajes, dentro de los cuales no se sentían muy cómodos–. Su líder, el que luce esa larga barba gris, se llama Harkhebi, y regresan a casa después de haber intentado cumplir una misión en Alejandría. Querían conseguir audiencia con el rey Ptolomeo para solicitar la reparación de la carretera que atraviesa el delta; el verano pasado, la crecida del Nilo se llevó consigo muchas zonas del camino. ¿Cuántas monedas debe de costar arreglar esa carretera, me pregunto? Pero el rey se negó a recibirlos y ahora regresan a Sais sin nada. De modo que mejor no les preguntes por su viaje, a menos que quieras oír despotricar contra el rey. Mira, el nabateo está haciéndote gestos para que te acerques. Te invita a que te sumes a la partida.
Me giré y vi que los cuatro jugadores me miraban desde el suelo cubierto con alfombras.
Negué con la cabeza.
–Gracias, caballeros, pero no juego nunca.
Y era verdad. Desde muy niño, mi padre me había hecho entender que el juego era un pasatiempo ruinoso, un vicio que había que evitar por encima de todo. En su carrera como el Sabueso, había sido testigo de los estragos que el juego había causado en muchos hombres (e incluso en algunas mujeres), de todo tipo y condición social, desde humildes tenderos hasta adinerados senadores. «Todo el mundo corre riesgos y recurre a Fortuna de vez en cuando –me decía–. Pero el jugador acaba saciando la paciencia de la diosa, hasta que acaba suplicándole a Fortuna que le retire sus favores».
Mi padre siempre ponía en práctica sus enseñanzas, y hasta el momento yo había seguido su ejemplo.
–Jugamos con apuestas minúsculas –dijo el nabateo–. Una partida entre amigos para pasar el tiempo.
–Prefiero pasar el tiempo durmiendo –repliqué.
–¡Dormir! –El Cocodrilo chasqueó la lengua y negó con la cabeza–. En Canopo no se duerme de noche. Aquí dormimos de día y de noche nos divertimos. Como mínimo, tienes que comer y beber alguna cosa. Ven, siéntate en el suelo con tu chico. Súmate al círculo y mira cómo juegan los demás.
Cuando Djet y yo tomamos asiento en el suelo, nuestro anfitrión aplaudió. Aparecieron entonces un par de jóvenes. Por su aspecto oscuro y escamoso, imaginé que serían hijos del Cocodrilo. Uno me sirvió un plato pequeño de comida –pan, dátiles y aceitunas–, mientras que el otro me trajo una copa de cerveza. Estaba obligado a compartir la comida con Djet, pero el niño no tenía que beber cerveza, de manera que me la quedé toda para mí. En la copa había más cerveza de la que me habría gustado, pero la verdad es que aquel líquido espumoso ayudaba a saciar el hambre y pronto me encontré ante una copa vacía.
–¿Podrías servirme un poco más? –dije, refiriéndome a la comida.
Uno de los hijos me trajo otra ración minúscula de comida mientras el otro insistía en rellenarme la copa.
Seguí observando cómo jugaban los demás huéspedes. Era un juego conocido como La barba del faraón, puesto que el tablero estaba tallado de tal modo que parecía una de esas largas barbas ornamentales que lucen las antiguas estatuas de los faraones. Los jugadores hacían una tirada con un par de dados –no del tipo romano, fabricados con hueso de oveja, sino dados de madera, con marcas en cada uno de sus seis lados– y luego movían la ficha en el tablero un determinado número de casillas. Las reglas permitían al jugador ignorar algunas tiradas y pasar o volver a tirar un dado. También se podía eliminar la ficha de un contrario si caías en la misma casilla, una jugada que a veces era deseable y otras no.
No parecía un juego especialmente complicado de entrada. Aunque poco a poco empecé a ver que escondía algún tipo de estrategia y que había mejores jugadores que otros, no por nada que tuviera que ver con Fortuna, sino por sus habilidades personales.
Cuanto más observaba –y más cerveza bebía–, más fascinado estaba viéndolos jugar. Había jugadas tan inteligentes y tan inesperadas que todo el mundo aplaudía y farfullaba con excitación. Había otras tan estúpidas que todos refunfuñaban y negaban con la cabeza. Había momentos críticos en que todos miraban con ansiedad o reían de puro nerviosismo.
Cada vez que empezaban una nueva partida, me invitaban a jugar, y cada vez declinaba la invitación, hasta que llegó un momento en que dije que sí. Para jugar tenía que apostar, pero, por suerte, la bolsa de monedas que llevaba escondida en la túnica pesaba lo suyo.
Bajé la vista hacia la copa de cerveza llena. ¿Cuándo me la habrían rellenado? ¿Era la cuarta? ¿O la quinta?
Moví la cabeza para ahuyentar cualquier pensamiento extraño y empezar la partida, mi primera partida de La barba del faraón.