XXXII
El barco nos esperaba en la cala, tal y como Artemón había dicho que sucedería. Cuando llegamos, el sol empezaba a ponerse, iluminándolo todo con un cegador resplandor anaranjado que proyectaba alargadas sombras.
Era, con diferencia, el navío más grande al que había subido en mi vida. En mis viajes por las Siete Maravillas, había viajado básicamente en pequeños barcos mercantes, que navegaban de puerto en puerto resiguiendo la costa. Aquellas embarcaciones, tripuladas por pocos hombres y llenas a rebosar de carga, apenas disponían de espacio para transportar pasajeros. El Medusa –el barco llevaba el nombre de la escultura de madera pintada que adornaba su proa– era una auténtica isla flotante.
Cuando embarcamos, en el navío había ya una tripulación de al menos veinte marineros y unos sesenta remeros, pero la cubierta era tan amplia que todos los hombres a bordo pudieron reunirse bajo el altísimo mástil. Con Cheelba siguiéndole los pasos, Artemón ascendió el corto tramo de escaleras que daba acceso al tejado del camarote de popa. Se apoyó en la barandilla, para que todo el mundo pudiera verle bien.
¿Dónde se habían metido Bethesda e Ismene? No las había visto a bordo, pero imaginé que estarían ya en el interior de la estructura que se alzaba a los pies de Artemón, puesto que era el único lugar cerrado y seguro del barco.
Artemón inició su discurso con el león sentado a su lado moviendo la cola.
–Bienvenidos a bordo del Medusa –dijo–. ¿Verdad que es una belleza? Este será nuestro hogar durante un breve tiempo. Los hombres que están a bordo son nuestros camaradas, forman tanta parte de la banda del Cuco como cualquiera de los demás, aunque muchos de ellos vengan desde muy lejos. En cuanto nos pongamos en camino, todos nos turnaremos para remar. Si no lo habéis hecho nunca, descubriréis que no es muy distinto a remar en nuestras barcas, con la diferencia de que os saldrán ampollas en otros lugares.
Presentó al capitán, un hombre oscuro de piel curtida y barba negra y erizada. Le faltaba un ojo y su espacio lo ocupaba un amasijo de cicatrices. Su sonrisa reveló una boca llena de dientes torcidos y amarillentos, con algún que otro hueco. Se llamaba Mavrogenis y era el estereotipo del pirata, hasta el punto de que se habría sentido como en casa en la compañía de actores de Melmak, asustando a niños y haciendo reír a sus padres. Cuando el capitán nos obsequió con una lasciva sonrisa, Djet se agarró a mi pierna y se escondió detrás de mí.
Aprovechando la última luz del día, los hombres se apresuraron a traspasar la carga de las barcas al Medusa. Terminada esa tarea, atamos las barcas con cuerdas y les prendimos fuego. Cuando la cadena de embarcaciones en llamas se alejó de nosotros, el espejo del agua creó la ilusión de que el mar ardía. Nubes de vapor coronaron el espectáculo cuando las llamas empezaron a vacilar hasta extinguirse. Después de eso, la noche se volvió tremendamente oscura.
Djet encontró una manta. Yo localicé un espacio vacío en cubierta, lo bastante grande para dar cabida a los dos. En el otro extremo del barco se oía un curioso retumbo: Cheelba, que medio rugía en sueños. El leve balanceo del barco me acunó rápidamente y caí dormido.
* * *
A la mañana siguiente, el Medusa realizó una lenta vuelta por la cala mientras el capitán Mavrogenis familiarizaba a los recién llegados con los detalles esenciales del funcionamiento del barco. Sus modales eran bruscos, pero a la luz del día parecía menos amenazador.
Era evidente que algunos de los hombres no habían subido en su vida a bordo de un barco de aquel calibre –algunos estaban verdaderamente aterrorizados–, pero la inmensa mayoría se mostraban eufóricos ante la perspectiva de hacerse a la mar y estallaron en vítores cuando por fin el Medusa puso rumbo hacia la entrada de la cala para salir a mar abierto.
Pusimos rumbo hacia el oeste, visualizando la costa a nuestra izquierda. El viento desfavorable ralentizó nuestro avance e hizo redoblar esfuerzos a los remeros. Me turné en un par de ocasiones a los remos. Tal y como Artemón había vaticinado, al final de la jornada había aparecido una ampolla en mis dos pulgares.
Echamos anclas a corta distancia de la costa, para poder alcanzarla a nado, no muy lejos de un traicionero arrecife. Contábamos con que otros barcos, cuyos capitanes conocieran el peligro del arrecife, evitaran acercarse. Cuando empezó a anochecer, vislumbré un punto brillante de luz en dirección suroeste. La luz estaba demasiado baja para ser una estrella. Tenía que tratarse del haz del faro de Alejandría.
¡Alejandría! La ciudad estaba tan cerca que un Titán habría alargado el brazo y habría podido tocarla. Unos pocos kilómetros de mar y arena me separaban del lugar donde más anhelaba estar, si podía estar allí con Bethesda. Añoraba la proximidad de ambas: de la ciudad que tenía al alcance de mi vista y de Bethesda, casi a mi alcance, separada de mí por las paredes del camarote y la voluntad de Artemón.
El atardecer era suave y despejado. Los hombres se acomodaron como pudieron en la atestada cubierta. Circuló comida y bebida. Cuando Artemón se encaramó de nuevo en lo alto del camarote de popa, con Cheelba a su lado, todo el mundo guardó silencio y le dedicó la más completa atención.
Hablando con claridad y empleando un tono prosaico, Artemón nos informó de que al día siguiente zarparíamos rumbo al puerto de Alejandría. Allí, después de que el Medusa atracara en uno de los muelles de carga de la zona de aguas profundas, la mayoría de nosotros desembarcaría. Siempre y cuando los preparativos en la ciudad se hubieran desarrollado tal y como había exigido Artemón –y no tenía motivos para pensar que no fuera así–, un grupo de asalto se dirigiría a la tumba de Alejandro. Allí robaríamos el sarcófago de oro de Alejandro, lo transportaríamos hasta el puerto, lo cargaríamos a bordo del Medusa y zarparíamos de nuevo antes de que cayera la noche.
El anuncio fue tan asombroso que nadie dijo palabra. Con los ojos como platos y boquiabiertos, nos miramos todos entre nosotros, preguntándonos si habríamos oído correctamente.
Me levanté. Artemón hizo un gesto afirmativo, invitándome a hablar.
–¿Tendremos tiempo para hacer algunas compras mientras estemos en la ciudad? –pregunté.
Después de una pausa, el silencio quedó roto por unos estallidos de carcajadas tan grandes que debían de oírse incluso desde Alejandría.
Cuando los ánimos fueron apaciguándose, Artemón me miró con cautela y movió la cabeza. Reconoció la broma y me la devolvió.
–Saldremos con bastantes prisas rumbo al puerto, Pecunio. Me temo que no tendrás tiempo para regatear con los comerciantes locales.
Mi chistosa pregunta animó a los demás a tomar la palabra. Ujeb se levantó.
–A buen seguro iremos armados. ¿Qué utilizaremos como armas?
–A bordo del Medusa hay un alijo de armas –respondió Artemón–. Todos los integrantes del grupo de asalto irán debidamente equipados.
–¿Nos veremos obligados a enfrentarnos a los soldados del rey Ptolomeo? –preguntó otro–. Tenía entendido que si habíamos abandonado el Nido del Cuco era para evitar esa batalla.
–La situación en Alejandría no es la que os esperáis –dijo Artemón–. Nuestros espías llevan tiempo vigilando la ciudad; habéis visto la llegada de diversos mensajeros con informes. Ha habido tantas deserciones entre los soldados del rey que el ejército se ve incapaz de mantener el orden. La gente saquea las tiendas y provoca disturbios en las calles, puesto que nadie se lo impide. La mayoría de los soldados que quedan en la ciudad están recluidos en palacio, donde se han instalado barricadas. Las tumbas reales están cerradas a cal y canto y no se permite el acceso al público, pero su vigilancia no es férrea. Todas esas tumbas contienen tesoros fabulosos, pero ninguno tan grande como el sarcófago de oro de Alejandro. Por su peso y su volumen, es la cantidad de oro más grande de toda Alejandría. Y está a nuestra disposición.
–¿Y cómo entraremos en la tumba? –preguntó un hombre–. ¿Y cómo transportaremos un objeto tan pesado hasta el barco?
–Accederemos a la tumba con la ayuda de un ariete. Dispondremos asimismo de grúas para levantar y mover el sarcófago, especialmente adecuadas para este objetivo, y de un carromato lo bastante fuerte y lo bastante grande como para poder transportar la carga.
–Tal vez no haya soldados suficientes para detenernos –dije–, pero ¿qué pasará si los ciudadanos se enteran de lo que nos traemos entre manos? El sarcófago de Alejandro es su mayor tesoro. Un par de tenderos enfadados amenazándonos con el puño no nos detendrá, es evidente, pero una turba sedienta de sangre sí podría hacerlo.
–Has sacado a relucir un buen punto, Pecunio. Necesitamos una distracción. Y la tendremos. Al poco de la arribada a puerto del Medusa, algunos de nuestros confederados instigarán un disturbio en el otro extremo de la ciudad, cerca del templo de Serapis. Un niño fingirá haber sido lisiado y culpará de ello a los soldados del rey, y nuestros hombres instigarán a la multitud hasta que se haya formado una revuelta a gran escala. Eso atraerá la atención de los más violentos, es decir, de los incendiarios, los saqueadores y los delincuentes. Ocupará además a cualquier soldado lo bastante valiente o lo bastante tonto como para patrullar por las calles intentando mantener el orden.
–Pero es evidente que la gente nos verá cargar con el sarcófago de oro por las calles –dije.
–Meteremos el sarcófago en el interior de una caja de madera y aseguraremos la tapa con clavos. Nadie que nos vea conocerá su contenido.
Artemón me miró fijamente, como queriéndome desafiar a pensar cualquier otra objeción. Respiró entonces hondo.
–Hemos pensado en todos los detalles. Hemos realizado todos los preparativos. Comprenderéis ahora por qué no he podido comentar ni una palabra sobre el tema hasta hoy y por qué toda la planificación tenía que llevarse a cabo con tanto secreto. No podía correr el riesgo de que un traidor pudiera avisar al rey Ptolomeo, o de que cualquier fanfarrón borracho pudiera delatarnos. A los mensajeros y los confederados se les ha contado única y exclusivamente lo que se les podía contar. Ni siquiera los hombres que han preparado el ariete y las grúas, y que luego se reunirán con nosotros, saben para qué vamos a utilizar esos aparatos. Ahora lo único que queda pendiente es realizar el trabajo. Y mañana, una vez terminado, cuando zarpemos del puerto con el sarcófago de oro a bordo, no seremos simplemente hombres ricos. Seremos también carne de leyenda.
Miré a los hombres sentados a mi alrededor. Sus ojos brillaban, iluminados por las ideas que Artemón les metía en la cabeza.
Tosí para aclararme la garganta antes de tomar de nuevo la palabra.
–Entonces, si todo sale según el plan, habrá algo de derramamiento de sangre.
–¡De sangre de ellos, no de la nuestra! –vociferó Ujeb. Empezó entonces a pitar y agitar los brazos, y muchos se le sumaron.
Artemón los hizo callar.
–Pecunio tiene razón. Es posible que alguno de nosotros resulte herido. Incluso que alguno muera o sea capturado por los hombres del rey, de los que no podemos esperar ni la más mínima misericordia. Creo firmemente que no encontraremos apenas oposición y que podremos llevar a cabo el asalto con escaso derramamiento de sangre. Pero aun así, existe el riesgo de que alguna cosa salga mal. Es posible que tengamos que hacer uso de la fuerza, tanto para acceder a la tumba como para regresar al barco.
–¡Ninguno de los aquí presentes tiene miedo de tener que luchar un poco!
–¡Excepto tú, Ujeb! –dijo sarcásticamente Menkhep, sus palabras seguidas por grandes carcajadas.
Artemón esperó a que los hombres se tranquilizaran.
–Si alguno de vosotros piensa que las probabilidades de éxito son escasas, es libre de abandonarnos. Si así lo decidís, venid mañana, cuando el barco arribe a puerto, y recoged las posesiones que tengáis. Tendréis que esperar a bordo hasta que regrese el grupo que realizará el asalto… No podemos permitirnos que alguien corra a palacio o provoque problemas. Pero en cuanto los hombres hayan embarcado de nuevo y el sarcófago esté cargado, seréis libres de abandonar el barco y seguir vuestro camino mientras el resto se marcha de aquí. Dejaréis de ser miembros de la banda del Cuco y habréis renunciado a la parte que os corresponde del mayor tesoro del mundo, pero nadie os guardará ningún rencor. Os tendré por tontos, pero jamás por cobardes.
–¿Abandonar la banda del Cuco? –dijo Ujeb–. ¿El día de nuestra mayor aventura? ¡Eso sería como abandonar un espectáculo antes de que salgan las bailarinas! ¡Anda ya!
Entre el mar de caras que me rodeaban, vi algunas que parecían reflexionar sobre la oferta que acababa de hacer Artemón y la posibilidad de dejar la banda, pero la inmensa mayoría compartía el entusiasmo de Ujeb.
–¿Y entonces qué, Artemón? –grité yo–. ¿Dónde iremos después de Alejandría?
–Eso no puedo revelarlo ahora, Pecunio, por motivos evidentes. ¿Y si alguno decide marchar? ¿Y si alguno es capturado? Ninguno de los aquí presentes traicionaría voluntariamente a sus camaradas, pero no podemos correr ese riesgo. Nuestro destino debe permanecer en secreto hasta que esta misión esté finalizada.
Asentí.
–Me parece bien. ¿Y no nos seguirán los barcos del rey? ¿Qué te hace pensar que permitirán que un barco lleno de bandidos entre en puerto, para empezar?
–Como el resto de Alejandría, el puerto está prácticamente sin vigilancia. Es lo único que el rey puede hacer para que el faro siga en funcionamiento. Nos darán permiso para entrar y para atracar. Ya está todo preparado.
–Ya están todos los sobornos pagados, querrás decir. –Ujeb se echó a reír.
Artemón sonrió.
–Y también está todo preparado para que nadie nos persiga cuando nos marchemos.
–¡Más sobornos! –exclamó Ujeb.
–¿Y si algún capitán intrépido de la flota real decide perseguirnos, a pesar de todo? –pregunté.
Artemón se cruzó de brazos.
–Si eso sucede, tendremos que correr más que ellos, hasta llegar a…
Inspiró hondo y se mordió la lengua, pero aquel amago de desliz era fingido, puesto que solo pretendía incitarnos más si cabe con el misterio de nuestro siguiente destino. De este modo, los hombres darían más rienda suelta si cabe a su imaginación.
* * *
Aquella noche, di vueltas y más vueltas en cubierta, incapaz de conciliar el sueño. Había otros hombres en vela. Se oían murmullos por todas partes. Nadie hablaba de lo que podía salir mal, sino de lo que sucedería después de aquel asalto, cuando zarpáramos de Alejandría y entráramos en la leyenda.
Esta era una versión de un posible futuro: con una fortuna en oro y la compañía de hombres leales, Artemón se convertiría en rey de la anárquica Creta, zarparía luego hacia Cirene con un ejército de piratas y proscritos, expulsaría de allí a los romanos y subiría a un trono que era suyo por derecho propio. Luego, con Creta y Cirene en su poder, el Hijo del Cuco tomaría también Egipto, para después aliarse con otro líder audaz, el rey Mitrídates del Ponto, y entre ambos reducirían a los romanos en los confines de Italia y se dividirían el mundo.
Cuando escuché aquellas ideas expresadas en voz alta, me mordí la lengua y guardé silencio, pensando que no había idea estrafalaria que aquellos hombres no aceptaran.
Me descubrí con la mirada fija en el camarote de popa. ¿Estaría Bethesda en su interior, e Ismene con ella? ¿Estaría dormida o despierta? ¿Sabría que yo estaba muy cerca? ¿Habría podido escuchar el discurso de Artemón? ¿Sabría que mañana estaríamos en Alejandría?
Vi una sombra aproximarse a la puerta del camarote. Por su forma y su tamaño, tenía que ser Artemón.
Estuvo mucho rato junto a la puerta, la mano posada en el pomo. ¿Por qué dudaba? No le veía la cara, la oscuridad la escondía. Al final, empujó la puerta y entró.
El corazón empezó a latirme con fuerza. La cabeza a darme vueltas. ¿Qué estaría pasando allá dentro? Me levanté, y a punto estaba de atravesar la abarrotada cubierta cuando la puerta del camarote se abrió sin hacer ruido y apareció de nuevo Artemón, que la cerró acto seguido con cuidado.
Me vio de pie entre aquel mar de hombres tapados con mantas y me ofreció un gesto vago de saludo. Volví a acostarme junto a Djet.
¿Y si al día siguiente decidía no tomar parte en el golpe y me quedaba en el barco? Artemón había ofrecido la opción. ¿Encontraría la manera de rescatar a Bethesda y huir con ella? Parecía poco probable. Habría hombres a bordo vigilando el barco y custodiando a Bethesda. Cuando regresara el grupo, sería obligado a abandonar el barco y expulsado de la banda del Cuco. Y luego zarparían hacia un destino desconocido, llevándose con ellos a Bethesda.
La posibilidad de haber cerrado el círculo, de haber regresado a Alejandría y perder de nuevo a Bethesda, esta vez para siempre, resultaba intolerable.
¿Qué pasaría si tomaba parte en el golpe? Suponiendo que sobreviviera y regresara al barco, ¿qué oportunidades tendría de rescatar a Bethesda? Visualicé un escenario de locura: justo cuando el Medusa abandonara el puerto, cuando pasáramos por delante del faro, irrumpiría en el camarote, cogería a Bethesda y saldría con ella a cubierta. Aferrado a ella, saltaría al agua. Y mientras Artemón, rabioso, se alejaba a bordo del Medusa, Bethesda y yo nadaríamos hacia la orilla.
Pero había un problema: yo no sabía nadar. ¿Sería capaz Bethesda de conducirnos a los dos, sanos y salvos, hasta la isla del faro? Me imaginé arrastrándonos hasta la costa, jadeantes y exhaustos, pero libres por fin.
Y si aquel remoto escenario era imposible, ¿entonces, qué? Bethesda y yo nos haríamos a la mar junto con los otros, más sometidos que nunca al poder de Artemón.
Llegué a la conclusión de que mi única esperanza era Ismene. Había mostrado simpatía hacia mi complicada situación. Me había ayudado a sobrevivir el ritual de iniciación. ¿Qué planes tendría para ella? ¿Qué planes, si los tenía, habría elaborado para Bethesda y para mí?
Contemplando el cielo estrellado, murmuré una oración dedicada a Fortuna suplicándole que una bruja me salvara.