XI
Gané la primera partida. La victoria me provocó una sensación mareante. Me hice con un reluciente dracma alejandrino de cada jugador. No era una cantidad muy grande, pero las monedas le sentaron bien a mi bolsa.
Gané también la siguiente partida, y recogí cuatro monedas más. Me felicité para mis adentros por haber tenido la inteligencia suficiente como para permanecer varias partidas observando el juego para aprender a dominar la estrategia. Si mis dos primeras partidas daban a entender alguna cosa, era que parecía un jugador mejor y más listo que los demás. ¿Y por qué no? ¿Acaso no era hijo del Sabueso, uno de los hombres más inteligentes de Roma? ¿Y no eran los romanos los maestros de la estrategia?
Mientras nos tomábamos un respiro antes de iniciar la siguiente partida, Djet me dijo al oído:
–Sube las apuestas.
–No seas tonto, Djet. Y no cojas más aceitunas del plato. Las que quedan son para mí.
–Esta noche Fortuna te sonríe. Deberías aprovechar que gozas de su favor.
–¿Qué sabes tú de Fortuna?
–¿No es la diosa que vela de romanos como tú?
–A veces vela por nosotros. Otras no.
–Esta noche es una de esas veces. ¿No lo intuyes?
Djet tenía razón. Con el tañido de fondo de la música que tocaba la hija de nuestro anfitrión, picoteando las escasas exquisiteces y bebiendo la interminable cerveza servida por los hijos, empecé a saborear mis pequeñas victorias en La barba del faraón y a experimentar una sensación de bienestar que hacía mucho tiempo que no notaba. Al fin y al cabo, ¿qué sabría mi padre del juego, si nunca lo había practicado? Si mantenía la cabeza fría y, lo que es más importante, si Fortuna estaba de mi lado, ¿dónde estaba el peligro? Y si una pequeña victoria aportaba aquel placer, ¿no me aportaría aún más una victoria más grande?
Propuse doblar las apuestas para la siguiente partida. Obodas, Harkhebi y los demás jugadores se mostraron de acuerdo. Y volví a ganar.
Luego, cuando volvimos a doblar las apuestas, perdí. Me dije que seguía con más dinero que cuando empecé y que ni siquiera el mejor jugador podía ganar todas las rondas. Se me ocurrió también que si se triplicaban las apuestas, en una sola partida podría recuperar el dinero que había perdido y más. Y así lo hice.
Las apuestas fueron subiendo poco a poco. A veces perdía. Con más frecuencia, o eso al menos me parecía, ganaba. Disfrutaba con las victorias y consideraba las pérdidas como simples accidentes. Del mismo modo que una lámpara llena a rebosar de aceite parpadea de vez en cuando, me dije, también lo hace el resplandor de Fortuna que alumbra el camino del hombre, cuando la suerte falla a veces.
Tenía la sensación de controlar la situación, no solo mis propias acciones sino también el desarrollo del juego y, a medida que fuimos haciendo más rondas, fui acumulando más monedas. ¿Por qué fui tan avaricioso? Era por Bethesda, me dije. Cuanto más engrosara la bolsa, más posibilidades tendría de poder pagar el rescate, costara lo que costase.
Entonces empecé a perder.
Perdí una apuesta, luego otra, luego otra. Cada vez que iniciaba una nueva partida, pensaba que la suerte corregiría su curso y me devolvería las ganancias que hacía tan solo un momento había logrado reunir. Como una hoja arrastrada por la corriente, no podía parar. Durante un buen rato me había parecido que controlaba el juego; pero ahora el juego me controlaba a mí.
De pronto, me di cuenta de que todo mi dinero había desaparecido.
Cogí la bolsa de las monedas y vi que había menguado tristemente, que apenas pesaba nada, que estaba tan vacía que cuando la sacudí solo escuché un débil y patético tintineo, nada que ver con la exquisita música metálica que emitía la abultada saca cuando partí de Alejandría.
Cuando partí de Alejandría… ¿Cuánto hacía ya de eso? Me parecía una eternidad. En aquella estancia subterránea sin ventanas, el tiempo había perdido todo su significado. Y yo había perdido casi todo mi dinero.
Me ardía la cara. El corazón me latía con fuerza en el pecho. De pronto estaba completamente despierto. ¿Me habría quedado dormido antes? Pestañeé y miré a mi alrededor. Ahora veía con claridad las dimensiones de la estancia, que era más pequeña y estaba más destartalada de lo que me había imaginado. El tañido discordante de la supuesta música se volvió de repente intolerable. La cerveza que había bebido empezaba a amargarse en mi estómago.
Los padres de la ciudad de Sais parecían tan aturdidos como yo. También habían perdido mucho dinero. Su líder, Harkhebi, jugaba con su larga barba mientras hablaban en voz baja entre ellos. Acto seguido, agitó las manos dando a entender que ninguno de los tres quería seguir jugando.
El nabateo esbozó una tensa sonrisa, igual que el guardaespaldas barbudo que permanecía sentado detrás de él. Obodas tenía delante un montón enorme de monedas, muchas de las cuales habían estado en mi posesión hacía tan solo unos momentos. Pegado casi a Obodas, adormilado, estaba su joven compañero de viaje. El nabateo manoseaba con una mano las monedas, mientras acariciaba con la otra los gruesos rizos de cabello negro azabache del niño.
Había perdido prácticamente todo mi dinero y no tenía manera de recuperarlo, puesto que ya no me quedaba nada que apostar. Las pocas monedas que me quedaban no me alcanzarían siquiera para pagar el alojamiento. Con un gemido, oculté la cara entre las manos.
Djet se inclinó hacia mí, como si quisiera decirme alguna cosa al oído. Me retiré bruscamente y le tiré de la oreja.
–¡No te atrevas a decirme nada, granuja! –susurré–. ¡Toda la culpa es tuya! ¡Maldito seas, Djet, y maldito sea tu amo por haberte enviado conmigo!
Me puse más colorado si cabe, puesto que aun echándole la culpa al niño y maldiciéndolo, sabía que lo sucedido no era culpa de nadie más que de mí. Pero Djet me sorprendió reconociendo que la culpa era suya.
–Tienes razón –musitó–. Es mi culpa. He visto jugar a mi amo, he visto cómo gana, y he pensado que contigo sería igual. ¡Pero tú no eres Tafhapy! No debería haberte dicho que apostaras más. ¿Cómo querías que supiera que tu diosa romana es tan inconstante?
–Tampoco es culpa de Fortuna –dije, moviendo la cabeza en sentido negativo y sintiéndome irremediablemente estúpido. Le solté la oreja.
–Pero aún nos queda una posibilidad de solucionarlo –susurró Djet, frotándose la oreja, que había quedado inflamada y enrojecida.
–¿Cuál?
–Apuéstame a mí.
–¿A ti? –Resoplé–. No seas ridículo. Un esclavo diminuto como tú no vale ni una minúscula parte de ese montón de monedas. Eres pequeño, débil, careces de habilidades…
–Pero el nabateo me desea.
Me quedé mirándolo con expresión dubitativa.
–¿No te has dado cuenta, romano? Lleva toda la noche mirándome igual que un halcón mira a un gorrión. Creo que debió de ser por eso que estuvo perdiendo un rato, porque me prestaba demasiada atención a mí y ninguna al juego.
Miré de reojo a Obodas. Aun acariciándole el cabello al niño que permanecía a su lado, tenía su mirada viciosa clavada en Djet, que en aquel momento pestañeó y le sonrió tímidamente para, acto seguido, juntar las cejas, como si se resintiera del dolor de su inflamada oreja. El nabateo le respondió con un compasivo mohín.
Fruncí el entrecejo.
–Tal vez tengas razón –le dije en voz baja.
–Pues claro que la tengo. ¿Te piensas tú que un mensajero como yo, que se pasa el día correteando de un lado a otro de Alejandría, no acaba enterándose de quién le mira de qué manera y por qué? Por pequeño y joven que sea, no soy estúpido, ni tampoco ciego.
Su tono me imputaba con evidencia las dos últimas cualidades, pero decidí ignorar el insulto.
–Muy bien, veo que tienes razón. Pero ¿de qué me sirve todo esto a mí?
–Ya te lo he dicho. Utilízame a modo de apuesta.
Suspiré.
–En primer lugar, no eres de mi propiedad, Djet…
–Eso el nabateo no lo sabe.
–Y en segundo lugar, ¿qué sucede si gana?
Djet esbozó una cara inexpresiva y se quedó mirando al nabateo mientras reflexionaba sobre la pregunta que acababa de hacerle. Obodas le devolvió la mirada. Como un halcón observando a un gorrión, había dicho Djet, y la verdad es que tan concentrada estaba la mirada de aquel hombre, que creo que podría haberme hecho con la mitad de las monedas y huido con ellas sin que se diera ni cuenta. Pero luego estaba el guardaespaldas.
Djet se giró por fin y me susurró al oído:
–No ganará.
–¿Cómo lo sabes?
–Lo veo en sus ojos. El dinero le trae sin cuidado, y por eso ha podido jugar sin ningún esfuerzo y ganar. Pero tendrá tantas ganas de hacerse conmigo que perderá.
–Esto no tiene ningún sentido.
–¿Qué sabes tú, romano? Tú no eres jugador.
Eso era cierto. Y si quería recuperar mi dinero –sin el cual no tenía ninguna esperanza de llegar al corazón del delta y hacerme con Bethesda–, tenía que dar un paso atrevido.
Los egipcios de Sais se habían apartado del círculo, pero estaban todavía presentes, comiendo, bebiendo y a la espera de lo que sucediera a continuación. La chica seguía tocando y los chicos que servían comida y bebida pululaban aún por allí. El Cocodrilo acechaba en la penumbra, su extraño y serio semblante imposible de interpretar. Obodas hizo una señal a su guardaespaldas, que se levantó y se inclinó para ayudar a su amo a ponerse en pie.
–El niño –dije, señalando a Djet.
Obodas estaba a medio incorporarse.
–¿Qué has dicho?
–Apostaré el niño.
Obodas me miró de soslayo, le hizo una seña al guardaespaldas y, muy despacio, se acomodó de nuevo en la alfombra.
–Se llama Djet. Es mi esclavo –dije, intentando no atragantarme mientras pronunciaba aquella mentira–. Un esclavo con mucho talento. Con mucho talento, inteligente y… complaciente, no sé si me explico. Será tuyo si ganas la próxima partida.
El hombre me miró con perspicacia.
–¿Y si no gano?
–Me llevo el montón entero de monedas… y… –Le miré con cuidado–. Y… ese collar con el rubí.
Los tres egipcios se echaron a reír. El Cocodrilo emitió un siseo. Los dedos de la chica perdieron su rumbo en el instrumento, asaltando nuestros oídos con notas discordantes. Incluso Djet debió de pensar que yo había calculado mal la situación, puesto que le oí inspirar con fuerza. Pero el guardaespaldas nabateo, que debía de conocer bien a su amo, me lanzó una mirada de curiosidad, enarcó una ceja y frunció los labios.
Obodas miró de reojo a Djet, luego a mí, luego otra vez a Djet y finalmente la montaña de monedas. Retiró la mano de los rizos del niño que seguía a su lado y acarició el rubí que colgaba sobre su pecho.
–¿Qué son esas monedas? –dijo por fin, con un gesto de indiferencia–. ¿Y qué es un rubí? –Todos los presentes contuvieron la respiración. Había aceptado la apuesta–. Pero debes mandar al chico fuera de aquí mientras jugamos.
–¿Por qué, Obodas?
–Porque me distrae. Mándalo fuera.
–No.
Obodas puso mala cara. No estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria.
–¿Qué has dicho, joven romano?
–El niño se queda. ¿Dejarías tú fuera de la estancia tu montaña de monedas o tu rubí? Cuando se juega, las apuestas permanecen presentes, siempre a la vista. ¿No es esa la regla? De modo que Djet se queda aquí. Además, sería injusto cambiar el curso de su vida en un instante e impedirle ver cómo ha sucedido tal cosa.
–¿Injusto? –Obodas me miró furibundo–. Ese niño es tu esclavo. ¿Cómo puedes hablar de tratar una propiedad justa o injustamente?
Por un momento pensé que se había dado cuenta de que estaba engañándole y de que Djet no era mi esclavo y, en consecuencia, no podía apostarlo. Pero lo que sucedía simplemente era que no comprendía mi forma inescrutable y extranjera de pensar. Obodas realizó entonces un brusco gesto de asentimiento para darme a entender que estaba de acuerdo. Le dijo alguna cosa al chico de pelo largo, que hurgó por debajo del tocado para desabrochar la cadena de plata. Obodas se despojó del collar y lo depositó al lado de las monedas. El rubí brilló con intensidad bajo la luz de la lámpara.
–Muy bien, romano. El chico a cambio de las monedas y el collar con el rubí. ¿Empezamos?
Y así iniciamos la partida bajo la mirada de los presentes; incluso la hija del Cocodrilo dejó de tocar para observarnos.
Al principio, Fortuna me sonrió. Realicé buenas tiradas y avancé sin titubeos por el tablero de juego, mientras que el nabateo empezaba muy despacio. A mi lado, Djet se retorcía con impaciencia. El Cocodrilo siseaba y aplaudía las tiradas con sus oscuras manos escamosas. Los tres viajeros egipcios, con la seguridad de aquel que ha dejado ya atrás el juego, continuaban bebiendo cerveza y me animaban, contentos de ver al nabateo superado.
De repente, todo cambió. Lancé los dados y apareció la peor suma posible. Mi avance en el tablero se detuvo y Obodas me adelantó. Cada vez que lanzaba los dados, Djet murmuraba para sus adentros una oración o algún hechizo, pero todo era en vano. Mis tiradas eran cada vez más desastrosas y el nabateo avanzaba a toda velocidad hacia el final.
Quedaba tan solo una tirada. Lancé los dados. ¡Desastre! Obodas lanzó por última vez y ganó la partida.
Con una sonrisa lasciva, movió un dedo para ordenarle a Djet que se acercara.
–¡No! –grité. Pero cuando hice el ademán de querer levantarme del suelo, los dos hijos del Cocodrilo me lo impidieron. Eran más fuertes de lo que parecían y lo más seguro es que estuvieran acostumbrados a tratar con huéspedes problemáticos.
Obodas se incorporó, bostezó y estiró los brazos mientras el guardaespaldas y el niño de pelo largo recogían sus cosas.
–Vamos, chico –dijo, dirigiéndose a Djet, viendo que el niño, que ponía mala cara y negaba con la cabeza, no se movía.
–¡Djet! –susurré. Me miró acongojado–. Perdóname –dije.
Obodas, que empezaba a impacientarse, ordenó al guardaespaldas que se encargara de su nueva adquisición. El fornido bruto atravesó la zona de juego, cogió a Djet de la mano y tiró del chiquillo con más fuerza de la necesaria.
–¡Con cuidado! –le advirtió Obodas. Con un gesto, le indicó al guardaespaldas que se alejara y rodeó a Djet con el brazo. El movimiento dio la impresión de ser delicado de entrada, pero enseguida me di cuenta de la presión con que agarraba el hombro de Djet–. Vamos, chico. Tu nuevo amo está agotado y mi anfitrión me ha prometido la cama más mullida de todo Canopo, con relleno de plumas de ganso.
Intenté de nuevo ponerme en pie. Y de nuevo los hijos del Cocodrilo me lo impidieron.
Obodas y su pequeño séquito subieron por la escalera. Los viajeros egipcios, turbados por mi situación, desaparecieron también rápidamente. La chica guardó su instrumento y se esfumó. Los dos hijos me soltaron por fin y siguieron a su hermana.
El Cocodrilo y yo nos quedamos solos.
–Hora de apagar la lámpara –dijo.
–Pero…
–¿No estabas agotado y querías descansar?
Negué con la cabeza.
–Esta noche no podré dormir.
–No te preocupes –dijo el Cocodrilo–. Te daré una pócima para dormir, hecha con hierbas que crecen en las marismas del Nilo. Dormirás como un bebé, te lo prometo.
Me levanté por fin. Tenía las piernas entumecidas. Me dolía la cabeza. Acaricié mi bolsa, prácticamente vacía.
–No sé si tendré dinero suficiente para…
–¡Oh, no te preocupes por eso! Tal vez ande siempre hambriento de monedas, pero también puedo ser generoso. Esta noche disfrutarás de una buena habitación y una buena cama sin que te cobre nada.
Suspiré, confuso por su amabilidad. O, tal vez, al fin y al cabo, no hubiera confusión. Mi comida y mi alojamiento constituían una minúscula concesión a cambio de tener contento a un cliente rico. El nabateo se iría a la cama feliz y lo más probable es que dejara a su anfitrión una generosa propina cuando se marchara.
Me tambaleé un poco. El Cocodrilo me ayudó a subir la escalera, a cruzar el oscuro vestíbulo y a recorrer un corto pasillo, donde estaba mi habitación. Me ayudó a tenderme en la cama y luego sacó la pócima para dormir que me había prometido. Extrajo el tapón de un frasquito de cristal que contenía un preparado de color verde y extraño olor.
Después de unos instantes de duda, lo engullí, confiando en que me ayudara a olvidar, aunque fuese solo unas horas, el lamentable caos que había provocado.
Me sumergí en la inconsciencia.
En algún momento de la noche, escuché un agudo alarido. ¿Sería un ave nocturna… o sería el chico que gritaba de terror o de dolor? ¿Sería Djet?
¿O lo habría soñado? A pesar de que estaba agitado por el grito, la pócima me había aturdido de tal modo que no llegué a despertarme del todo y permanecí sumido en la oscuridad de la pequeña habitación, semiinconsciente, incapaz de moverme, con aquel chillido infantil resonando a mi alrededor, apagándose poco a poco, hasta que Somnus volvió a arrastrarme con él hacia un estado de completa inconsciencia.