XVIII

Habíamos llegado al final del camino. Cuando di por fin la espalda a la fosa y sus mortales estacas y me erguí todo lo que pude sobre el camello, vi frente a nosotros lo que parecía una espesura de vegetación impenetrable.

Menkhep ató su montura a un árbol y me indicó que desmontara e hiciera lo mismo.

–Recoge todas tus cosas y carga con ellas –dijo–. ¡Y no te olvides del rubí! –Esbozó una sonrisa ladeada–. A partir de aquí, continuaremos a pie.

–¿Está todavía muy lejos? –Fijé la mirada en la vegetación y escuché el silencio. Parecía imposible que en las cercanías pudiera haber algún tipo de campamento o poblado.

Menkhep hizo caso omiso a mi pregunta.

–¿Lo tienes todo?

Asentí.

–Pues sígueme.

Me dio la impresión de que desaparecía entre la parte más frondosa de vegetación, pero cuando llegué allí, vislumbré una abertura entre las hojas. El serpenteante sendero, puesto que eso era, era tan estrecho a veces que me veía obligado a avanzar de lado. Para Djet era más fácil, aunque en un momento dado tropezó y cayó encima de unas nudosas raíces.

El camino descendía por la colina, hasta terminar a orillas de una pequeña y sombreada laguna. Nuestra llegada asustó a una pareja de ibis de largo pico. Las aves agitaron sus extensas alas blancas y emprendieron el vuelo.

En la fangosa orilla había varios botes atados a postes. Menkhep empujó al agua una de aquellas estilizadas embarcaciones y la inmovilizó para que Djet y yo subiéramos a bordo. El bote era tan estrecho que tuvimos que sentarnos en fila india. Yo me situé en medio, Djet delante de mí y Menkhep detrás.

–¿Sabes remar? –me preguntó.

–Me defiendo –respondí.

Menkhep rompió a reír.

–Un tendero acaba aprendiendo a descubrir cuándo le miente la gente. Jamás en tu vida has cogido un remo, ¿no es eso?

–Bien…

–Rema primero por un lado y luego por el otro, así. –Me hizo una demostración y estiré el cuello para mirar–. Yo llevaré el timón. Cuanto más fuerte y más rápido remes, antes llegaremos y podremos comer algo. Yo no sé tú, pero yo me muero de hambre.

Con Menkhep observando mis paladas y dándome consejos, nos desplazamos de una laguna a otra, avanzando entre jardines de lotos flotantes y altos juncos que danzaban al son de la brisa, cobijados de vez en cuando por la sombra de los minúsculos bosques de papiros que flanqueaban las cenagosas orillas. Había libélulas revoloteando por todas partes. Moscas, mosquitos y otros insectos alados formaban enjambres sobre el agua. Por dondequiera que mirara, el mundo zumbaba, suspiraba y palpitaba lleno de vida. Le cogí el ritmo al remo y contemplé el vital espectáculo con distante desconcierto, hasta que los moscas empezaron a zumbar en el interior de las orejas y los mosquitos a posarse en mis labios y pestañas y a introducirse en la nariz. Pestañeé, resoplé e intenté ahuyentarlos en vano, y a punto estuve de perder el remo en el intento.

Sin dejar de reír por mis apuros, Menkhep le ordenó a Djet que se girara y me quitara los insectos de encima a manotazos.

Seguí remando, y al final conseguí alcanzar un ritmo regular, a sentir el tirón de las brillantes aguas verdosas contra el remo, a equiparar mi fuerza a la del río. La rutina acabó cediendo paso a la monotonía, y la monotonía al aburrimiento, y luego a la fatiga, hasta que empecé a tener la sensación de que estábamos dando vueltas en círculos, recorriendo la misma laguna una y otra vez, atravesando un paisaje acuoso sin puntos de referencia visibles. Tal vez Menkhep estuviera engañándome y pasando más de una vez por la misma vía fluvial para confundirme y dificultarme el camino de salida.

Por fin llegamos a una estrecha ensenada rodeada de terreno pantanoso cubierto de hierba. Menkhep me dijo que dejara de remar. El bote se detuvo y permanecimos unos instantes flotando sin movernos, observando el centelleo de la luz del sol en el agua y escuchando el zumbido de los insectos. Entonces oímos una serie de silbidos entre la hierba alta, a nuestra derecha, un sonido que no se parecía al de ningún ave que hubiera visto en el delta. Después de una pausa, los silbidos se repitieron.

–Es la señal de continuar –dijo Menkhep–. Ponte a remar de nuevo y yo controlaré el timón para recorrer ese pequeño meandro. Y entonces lo verás.

–¿Qué veré? –dije, pero mi pregunta obtuvo enseguida respuesta.

En el extremo opuesto de la estrecha laguna vislumbré un poblado de cabañas. Las cabañas estaban construidas con adobe y cañas y techadas con paja. Me recordaron la cabaña de Rómulo en la colina del Palatino, que mi padre me había enseñado de pequeño. Roma había empezado a partir de un poblado como aquel.

Adentrándose en las aguas de la laguna había un embarcadero alargado en el que estaban atracados muchísimos botes. Las embarcaciones eran el doble de anchas que la nuestra y mucho más largas, capaces de acomodar incluso a más de veinte hombres. Procedente de la dirección por donde habíamos llegado, vi correr un joven por la orilla por delante de nosotros, con un silbato en la boca mediante el cual emitía diversas notas. Era el vigía que nos había dado la autorización para seguir adelante y que ahora alertaba a sus camaradas de nuestra llegada.

Empezaron a salir hombres de las cabañas y de entre la vegetación. ¿Cómo esperaba que fueran los miembros de la banda del Cuco? Salvajes de temerosa mirada, supongo. En realidad, era un grupo de lo más variopinto. La mayoría rondaría la treintena, pero los había también de mi edad, o incluso más jóvenes. No había ancianos y los pocos que lucían una barba canosa parecían gozar de un excepcional estado de forma.

Algunos iban sin afeitar y desgreñados, pero otros iban bien peinados. Algunos se cubrían con túnicas deshilachadas o taparrabos, pero otros iban bien vestidos, y absolutamente todos llevaban joyas, haciendo alarde de las galas que habían robado a sus víctimas, sin duda alguna. Unos pocos iban completamente desnudos, con la excepción de las joyas. Me sorprendió ese detalle, puesto que en el lugar de donde vengo, y dejando aparte los baños, solo los esclavos y los niños pueden mostrarse desnudos en público. Aunque, naturalmente, aquello no era un sitio público, sino más bien lo contrario; acabábamos de llegar a uno de los lugares más escondidos y secretos de la tierra. Todos los miembros de la banda eran varones –con una curiosa y sorprendente excepción, como estaba a punto de descubrir–, y que un hombre fuera vestido o desnudo les traía sin cuidado. Los que preferían andar desnudos, así lo hacían.

Unos cuantos pusieron mala cara al vernos, pero los demás nos miraron inexpresivos o incluso sonrieron. Varios de los hombres saludaron amistosamente con la mano a Menkhep.

Cada vez aparecían más hombres. Desde donde me encontraba resultaba difícil estimar la cantidad, pero debía de haber más de un centenar, tal vez incluso doscientos.

Cuando nos acercamos al embarcadero, Menkhep me ordenó que dejara de remar. Gobernó la embarcación para atracarla y dejarla en perpendicular al embarcadero. Tenía las piernas entumecidas después de tanto rato de permanecer sentado y me dolían los brazos de remar. Me moría de ganas de salir del bote. Y Djet también, puesto que se levantó enseguida.

–¡Siéntate! –le espetó Menkhep.

Djet le miró perplejo.

–Haz lo que te dice –musité–. Espera hasta que nos inviten a salir.

Colorado, Djet volvió a sentarse en la proa del bote.

Oí gritos y murmullos entre la multitud congregada junto al embarcadero. Y un nombre que se repetía una y otra vez.

–¿Dónde está Artemón?

–¡Id a avisar a Artemón!

–¡Tiene que venir Artemón!

Volví la cabeza y miré a Menkhep.

–¿Quién es ese tal Artemón?

–El Hijo del Cuco, por supuesto. Nuestro líder. Ya viene.

La multitud abrió paso. Los gritos y los murmullos se apaciguaron. La laguna se quedó de repente sumida en un silencio tan intenso que solo se oía el croar de una rana entre los juncos, y luego otro sonido, que parecía venir de mucho más lejos: el rugido de un animal gigantesco. Me recordó los sonidos que había oído en Alejandría procedentes de detrás del muro del jardín zoológico anexo al palacio real, donde el rey Ptolomeo tenía una casa de fieras exóticas de carácter privado. ¿Qué tipo de terrible animal era capaz de emitir un rugido tan profundo y amenazador? ¿Y por qué ninguno de los presentes se mostraba sorprendido?

No tuve más tiempo para seguir dándole vueltas a aquel extraño sonido, puesto que en aquel instante emergió una figura entre la multitud, que avanzó hacia el embarcadero. Como la mayoría, iba vestido en colores apagados, marrones y verdes que se fundían con el paisaje, pero a diferencia de los demás, llevaba un pañuelo rojo en la cabeza. Recordé entonces algo que me había contado mi padre, que los generales romanos lucían capas rojas para diferenciarse y destacar entre sus soldados.

Menkhep nos indicó con un gesto que permaneciéramos en el bote y pasó hábilmente a nuestro lado para saltar al embarcadero. Se acercó a la figura que se había quedado en el otro extremo. Durante un rato, estuvieron conversando en voz tan baja que era imposible oírlos. Entonces, el hombre del pañuelo rojo empezó a caminar hacia nosotros, con Menkhep siguiéndole los pasos.

Artemón era alto y ancho de espaldas. Sus pisadas sonaban fuertes y sólidas. Su porte transmitía confianza y un aura de mando, pero cuando se acercó lo suficiente como para verle bien la cara, me quedé sorprendido.

Esperaba que el líder de los bandidos fuera un veterano canoso marcado por cicatrices, un bruto de duras facciones capaz de inspirar terror con una sola mirada. Pero tenía ante mí un atractivo joven de elevados pómulos, frente lisa, claros ojos azules y labios tan rojos que parecía incluso que se los hubiera pintado, como las mujeres. La etérea sombra que cubría su cuadrada mandíbula era más la insinuación de una barba que una barba en sí. Debía de ser más joven que yo, tal vez incluso un adolescente.

Sin dejar de mirarme fijamente, llegó al extremo del embarcadero donde estábamos nosotros.

–Me llamo Artemón. ¿Y tú quién eres?

Como seguía sentado en el bote, tuve que levantar la cabeza en un ángulo muy forzado.

–Me llamo Marco Pecunio –dije, decidido a mantener el nombre falso que venía utilizando desde nuestra estancia en Sais.

–¿Eres romano? –me preguntó, hablando sorprendentemente en latín.

Y en latín le respondí.

–Ahora vivo en Alejandría. Pero sí, vengo de Roma.

Artemón asintió. Menkhep apareció a su lado y cambió a griego.

–Mi camarada me ha contado que tienes cierta reputación. Dice que el pueblo entero estuvo persiguiéndote, liderado por un viejo bobalicón de Sais. Y dice también que conseguiste superarlos a todos. Que los dejaste ahogándose en el polvo… si es que alguno logró sobrevivir a las trampas del camino.

–Hemos tenido una mañana excitante –dije.

Artemón sonrió.

–Menkhep dice que el padre de la ciudad de Sais hizo una sorprendente acusación contra ti, que declaró que habías asesinado tú solo a un grupo de viajeros en Canopo y que habías huido de allí con un saco lleno de joyas. –Enarcó una ceja y se quedó mirándome–. No me parece que tengas el aspecto de un asesino a sangre fría, Marco Pecunio.

–Tampoco tú tienes el aspecto del líder de una banda de bandidos.

Echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.

–¿Y cuántos líderes de bandas de bandidos conoces?

No respondí.

–Como pensaba –dijo–. Pero yo sí veo a diario asesinos a sangre fría. –Movió la mano para señalar la multitud congregada en el otro extremo del embarcadero–. De modo que, en este caso, ¿quién crees que está en condiciones de juzgar mejor el carácter del contrario, Pecunio, tú o yo?

Su fija mirada me hizo estremecer. Por joven que fuera, y atractivo además, comprendí que no se podía jugar con Artemón. Estaba perplejo. Un joven egipcio que hablaba latín y que era capaz de enmarcar sus argumentos de un modo tan elegante tenía que haber recibido educación formal. ¿Qué habría hecho aquel joven para convertirse en el líder de la banda de bandidos más famosa del delta?

Artemón vio mi expresión de consternación y le hizo gracia.

–No te preocupes, Pecunio, no me dedicaré a interrogarte con preguntas incómodas. Si Menkhep te refrenda es suficiente; por el momento, al menos. Descubrirás que en este lugar no solemos formular muchas preguntas. Aquí lo que importa es el hombre, y cómo se lleva con sus camaradas, no de dónde viene o qué idioma habla o quiénes eran sus padres… o si ha matado o no a alguien. Pero quiero ver el contenido de ese saco que traes contigo. Si contiene un botín, como Menkhep parece pensar, se te permitirá quedarte con una parte del mismo… Por Isis, te lo has ganado si es cierto eso de que vienes desde Canopo con esa chusma pisándote los talones. Pero se espera de ti que compartas el resto. Son nuestras reglas: compartir y compartir a partes iguales. Si quieres poner el pie en este embarcadero, tendrás que aceptarlas.

Me encogí de hombros.

–Entendido. De no ser por Menkhep, sería hombre muerto a estas alturas. Agradezco tu hospitalidad.

Artemón asintió y entonces miró a Djet.

–¿Y el niño? ¿Es tu hijo?

–No.

–¿Tu esclavo?

–No.

–¿Qué relación tiene contigo, entonces?

–Es… un poco complicado.

Artemón hizo un mohín y se encogió de hombros.

–Tampoco formulamos preguntas curiosas acerca de esas cosas. Pero no es buena idea traer un niño a un lugar como este. Para empezar, un niño no puede hacer el trabajo de un hombre.

–Lo que le falta de tamaño y fuerza lo compensa con inteligencia –dije.

Djet movió afirmativamente la cabeza y sonrió, pero Artemón seguía albergando dudas.

–Además, habría hombres que podrían distraerse con una cara tan bonita.

«No más bonita que la tuya», pensé.

–Se llama Djet –dije–. Asumo toda la responsabilidad que conlleva.

–Ya verás lo que haces. Bien, entonces, Pecunio y Djet, bienvenidos al Nido del Cuco. Salid del bote. Estábamos a punto de cenar. Estáis invitados a sumaros a nosotros, como invitados personales míos.

Djet saltó ágilmente al embarcadero. Cuando levanté el pie, la embarcación empezó a balancearse y yo a perder el equilibrio. Artemón me agarró del brazo y tiró de mí. Tenía una fuerza tremenda y me sacaba una cabeza de altura.

Cuando nos acercamos al grupo de hombres, observé con más detalle la marea de rostros que me observaba. La mayoría parecían bastante normales. Pero ¿no decían que aquellos eran los criminales más peligrosos del mundo, la escoria de la sociedad, lo más bajo de lo bajo? Me embargó una repentina oleada de pánico.

«¿Dónde te has metido? –me dije–. Por Hades, ¿qué haces en este lugar olvidado por los dioses?».

Entonces vi de soslayo una figura algo alejada de la muchedumbre, sola. No podía verla con claridad, pero por su cabello y por su forma de comportarse asumí que se trataba de una mujer.

¿Sería Bethesda?

El corazón me dio un vuelco. Deseaba empujar a Artemón y echar a correr, abrirme paso entre la gente y llegar hasta ella. Pero lo que hice en cambio fue contener la respiración, apretar los puños y caminar con la mayor elegancia posible. Alargué luego el cuello para mirar más allá de la muchedumbre.

La mujer se había esfumado.