XXXVII

Al amanecer del día siguiente, volví a descubrirme separado de Bethesda.

Y, sin que yo lo eligiera, volví a encontrarme con Artemón.

Esposados de pies y manos y encadenados en paredes opuestas, estábamos encerrados en una habitación con el suelo de piedra y cubierto de paja. Por encima de nuestras cabezas, un ventanuco protegido con barrotes de hierro proporcionaba la única luz. Había entrado en aquella húmeda celda con un saco en la cabeza pero, con todo y con eso, tenía una vaga idea de dónde me encontraba ya que, de vez en cuando, por la ventana se filtraban sonidos de animales –el chillido de un mono, el barrito de un elefante–, lo que solo podía significar que estábamos cerca de los jardines zoológicos del palacio real.

Después de que me esposaran, había permanecido solo en la celda durante varias horas. Había llegado la noche y, con ella, la oscuridad más completa. Al cabo de un rato se había abierto la puerta y los soldados habían dejado allí a otro prisionero. Mientras lo encadenaban, y bajo la luz de las antorchas que portaban, había visto que era Artemón.

Cuando se marcharon los soldados, el calabozo se quedó de nuevo completamente a oscuras. Le dirigí a Artemón algunas palabras, pero no me respondió. Estaba tan callado que ni siquiera le oía respirar.

Superado por el agotamiento, me dormí como un tronco. Cuando la débil luz del amanecer me hizo abrir los ojos, vi que también Artemón estaba despierto. Se le veía ojeroso y demacrado, como si no hubiera dormido en toda la noche. Los vendajes ensangrentados que le cubrían un hombro debían de ser el resultado del ataque de Cheelba, junto con la herida que le recorría un lado de la cara y que le dejaría una desagradable y notoria cicatriz.

–¿Crees que somos los únicos que quedamos con vida? –le pregunté.

Artemón permaneció sentado sin moverse, con la espalda pegada a la pared y los ojos cerrados.

–De todos los hombres a bordo del Medusa, me refiero. ¿Crees que todos los demás habrán muerto?

Artemón abrió los ojos, pero no me miró. Siguió con la mirada perdida.

Tosí para aclararme la garganta, anhelando un buen trago de agua.

–Lo pregunto porque podría tener cierta trascendencia en cuanto al tiempo que el rey piense permitirme vivir. Mi insignificante vida no debe de tener mucho valor para él, a menos que pueda proporcionarle algunas pistas sobre lo que salió mal en sus planes de hacerse con el sarcófago de oro. Lo único que espero es que ese hosco chambelán no insista en torturarme para obtener respuestas, puesto que estaría encantado de contarle todo lo que sé. Pero imagino que en esto tampoco tendré alternativa…

–Están todos muertos –dijo Artemón, rompiendo por fin su silencio. Seguía, no obstante, sin mirarme. Su voz sonó tan inanimada y gélida que me puso el vello de punta–. Los capitanes de ambos barcos de guerra tenían órdenes de no dejar supervivientes.

–¿Y los hombres que cayeron durante el golpe? Es posible que algunos solo resultaran heridos…

–Cualquier hombre que dejáramos en la ciudad, que sobreviviera por una razón u otra, tenía que morir también. –Artemón esbozó una sombría alegoría de sonrisa–. Fui yo el que insistí en esa cláusula, aunque Ptolomeo se mostró enseguida de acuerdo. No tenía que haber supervivientes, ni testigos…, nadie que después pudiera atar cabos de lo sucedido y viniera a por mí buscando venganza… ni nadie que supiera dónde había quedado enterrado el tesoro en el emplazamiento del Nido del Cuco.

–Me dijiste que en esas cajas no había nada que mereciese la pena ser desenterrado.

–Mentí.

Hablaba sin emoción. Su falta de remordimiento después de tanto engaño y tanta muerte resultaba sobrecogedora, pero intenté disimular mi reacción. Lo importante era que siguiera hablando, para obtener de él la máxima información posible.

–¿Y Metrodora? –dije–. La última vez que la vi estaba viva, en el muelle, con la chica secuestrada. Y después desapareció.

–¿Por qué no? Es una bruja. –Esbozó de nuevo la misma sonrisa con la mirada todavía perdida–. Solo iba a sobrevivir Metrodora. Ella… y la chica. Siguiendo mis órdenes, el capitán Mavrogenis las bajó a tierra mientras dábamos el golpe. Encerró a la chica en un cuarto del edificio de la aduana y le entregó la llave del mismo a Metrodora.

–De modo que tenías intenciones de regresar después a por la chica. Una vez cargado el sarcófago falso y cuando el barco ya hubiera zarpado, pensabas saltar del Medusa y nadar hasta la barcaza real, mientras el Medusa avanzaba hacia su destrucción. Luego, Metrodora y tú recibiríais el pago por parte del rey y seguiríais caminos separados…, tú con la chica. ¿Es eso?

Artemón asintió.

–¿Y Metrodora fue tu socia desde el primer momento?

–Casi desde el día que nos conocimos. Ella me ayudó y yo la ayudé a ella. Ya viste cómo gestionábamos el Nido del Cuco entre los dos. Yo daba las órdenes, pero era Metrodora la que sabía utilizar los miedos y las esperanzas de los hombres para controlarlos. Ella decía que era brujería. Y tal vez lo fuera. Entre los dos, podíamos conseguir que esos tontos se creyeran lo que nosotros quisiéramos e hicieran lo que nos viniera en gana.

Contuve una vez más mi repugnancia. Jamás en mi vida había conocido un hombre tan calculador e insensible.

–Pero justo al final, alguna cosa salió mal entre Metrodora y tú. La vi sujetando a la chica, tratando de impedir que te la llevaras.

–En el último momento, cuando le dije a Metrodora que había habido un cambio de planes (que al final yo iba a subir a bordo, coger a la chica y el sarcófago de oro y huir), se negó a acompañarme. Me tomó por loco. Y supongo que lo estaba.

Por fin me miró a los ojos, una mirada tan llena de odio que me heló la sangre. Tragué saliva y estudié con atención las cadenas que le sujetaban para asegurarme de que de ningún modo pudiera alcanzarme.

–El causante de todos los problemas fuiste –dijo–. Tú me obligaste a cambiar el plan cuando detectaste la sustitución. Nadie más se dio cuenta, excepto tú…, y luego tuviste que hacérselo notar a todo el mundo. Luego me atacaste cuando subí al barco. ¿Quién eres, romano? Te haces llamar Pecunio, pero Metrodora me dijo que tu verdadero nombre es Gordiano. ¿Por qué viniste al Nido del Cuco? ¿Y cómo es que sigues con vida?

Comprendí entonces por qué Artemón había decidido hablar conmigo. Del mismo modo que yo quería la respuesta a ciertas preguntas que solo él podía responder, él quería comprender al hombre que había echado por tierra aquellos planes tan meticulosamente elaborados.

–Me preguntas quién soy, Artemón, y te lo diré. Pero antes, déjame ver si entiendo del todo lo que pasó exactamente. ¿Quién ideó el plan de robar –o fingir robar– el sarcófago de Alejandro? ¿Fuiste tú su creador, o el rey Ptolomeo?

–Todo empezó cuando el chambelán del rey, ese insecto palo, Zenón, contrató mis servicios hace unos meses, a través de intermediarios. Los mensajes que intercambiamos eran simplemente tentativos al principio, tanteándonos mutuamente. Luego fue incubándose el plan, y nos pusimos manos a la obra. Había noches en las que la excitación me impedía incluso dormir. El hecho de tener que mantener el plan en secreto para todos los integrantes del Nido del Cuco lo hacía más emocionante, si cabe. Incluso Metrodora lo conocía tan solo a grandes rasgos.

–¿Y qué pretendía sacar de todo ello el rey? ¿Qué esperaba obtener?

–¡Dinero suficiente para pagar a sus tropas! –Artemón rio con mordacidad–. El rey está desesperado. Las fuerzas de su hermano superan con creces a las suyas y llegarán cualquier día de estos a Alejandría. Sus hombres llevan meses desertando del ejército. Y la causa no es otra que la falta de dinero. ¿Cómo conseguir más? Fundiendo un tesoro fabuloso…, pero ¿cuál? Satisfacer las necesidades del rey exige el tesoro más grande del mundo: el sarcófago de oro de Alejandro.

–El pueblo jamás toleraría un sacrilegio de este calibre –comenté.

–Exactamente. Pero ¿y si el sarcófago desapareciera como resultado de un robo? ¿Y si se produjera un golpe descabellado y los piratas se hiciesen con él? O mejor aún, ¿y si fueran unos piratas liderados por un miembro traidor de la familia del rey, un malvado primo bastardo y pretendiente al trono?

–El pueblo se pondría aún más furioso.

–Sí, pero en tales circunstancias, su furia no iría dirigida al rey. ¿De quién sería la culpa si carecía de soldados suficientes para proteger el sarcófago? Siempre podría decir: «¡Habría podido detener a esos sinvergüenzas de no haberlos tenido ocupados sofocando los disturbios que se produjeron cerca del templo de Serapis!». Al final, habría sido culpa de cualquiera menos del rey: de su hermano, por querer invadir la ciudad y provocar el caos, de sus propias tropas, por desertar de sus puestos, y también del pueblo, por provocar alborotos y distraer a los pocos soldados leales que quedaban, que habrían tenido que estar defendiendo el mayor tesoro de la ciudad en vez de apagando incendios.

–Pero, en realidad, el sarcófago no tenía que irse de aquí, tenía que permanecer en Alejandría…

–Donde el rey le usurparía las joyas y fundiría el oro. Como por arte de magia, el tesoro real volvería a estar rebosante. El rey podría recomprar su ejército y le sobraría aún tanto oro que podría también comprar los servicios de los invasores.

–¿Y si alguien descubría la trama? –dije–. ¿Y si algo salía mal… como acabó pasando?

–Era un asunto arriesgado, eso es evidente. Pero el rey tenía pocas alternativas. Lo único que podía salvarle era un juego de locos como este.

–¿Y tú, Artemón? ¿Qué obtenías con este plan?

Por primera vez, sus facciones se dulcificaron un poco. Siguió mirando al frente y suspiró.

–La banda del Cuco tenía los días contados. Independientemente de quién acabe ocupando el trono de Alejandría, la destrucción de las bandas de bandidos del delta se convertirá en su primera prioridad. Durante un tiempo, me planteé la posibilidad de huir a Creta llevándome la banda conmigo. Creta está muy abierta, dicen…, pero eso significa que cualquier rey de bandidos y capitán de piratas pone rumbo hacia allí pensando en convertirse en el amo de la isla. Demasiada competencia. –Hizo un gesto negativo con la cabeza–. Pese a todos sus placeres, el bandidaje es una profesión peligrosa. Ya estaba harto. Quería una salida, preferiblemente manteniendo la cabeza sobre los hombros, un perdón real y oro suficiente para toda la vida.

»De modo que cuando Zenón se puso en contacto conmigo y me expuso sus planes, tuve la impresión de que mis oraciones habían sido escuchadas. Respondí primero con cautela, y luego cada vez con mayor entusiasmo. Era un trabajo fascinante, el de planificar todos los detalles del golpe. Fui yo quien sugirió al Chacal como el hombre perfecto para confeccionar el duplicado del carromato y la caja y el sarcófago falso que iría en su interior.

»Y cuando todo hubiera acabado, y tuviera el perdón total del rey y un pago enorme de dinero a repartir entre Metrodora y yo, podría viajar adonde me viniera en gana. Podría empezar una nueva vida con…

–¿Con Axiothea?

Bajó la cabeza.

–Sí. Pero entonces llegaste y lo estropeaste todo. ¡Tú y ese estúpido león!

Me miró furioso y se debatió contra las cadenas. Al verlo de aquella manera, me encogí de miedo y me pegué contra la pared, pero las sujeciones le retenían.

–El secuestro de Axiothea –dije–. ¿De quién fue la idea? ¿Del Chacal?

Al odio de su rostro se le sumó entonces la perplejidad.

–¿Cómo sabes que el Chacal estuvo implicado en eso?

–Responde primero a mis preguntas, Artemón, y luego yo te responderé a las tuyas. ¿Por qué secuestraste a esa chica?

–Por dinero, naturalmente. Su amante es muy rico. Y… por venganza.

–¿Venganza contra quién?

–¡Contra su rico amante, por supuesto! Se llama Tafhapy. No solo quería su dinero. Quería también hacerle sufrir lo máximo posible, robándole a la persona que más quiere.

–Pero ¿por qué? ¿Qué tienes contra ese tal Tafhapy?

–¡Eso no es asunto tuyo, romano!

–Pero el secuestro fue un fracaso. Tafhapy nunca respondió a tus exigencias.

Artemón frunció el ceño.

–Fue una decepción. El Chacal me había garantizado que Axiothea tenía un gran valor para él. ¿Por qué nunca me respondería?

«Porque el imbécil del Chacal secuestró a la chica equivocada», podría haberle respondido. Pero no le vi el sentido a contarle más cosas de las imprescindibles sobre Bethesda.

–¿Por qué cambiaste de idea al final? –pregunté–. ¿Por qué subiste a la chica a bordo del Medusa e intentaste subir tú también, sabiendo que los barcos de guerra del rey pretendían hundirlo?

–¡Porque tú descubriste el sarcófago falso! ¿Qué podía hacer después de eso, con todos los hombres mirándome y creyendo todas y cada una de mis palabras? Si se daban cuenta de que les había engañado, incluso unos imbéciles como ellos se habrían vuelto contra mí. Decidí hacer lo mismo que había hecho el rey Ptolomeo: una jugada descabellada. Decidí acabar robando el sarcófago. Zarpar y hacer lo que los hombres esperaban que hiciese: convertirme en el rey de Creta y Axiothea en mi reina.

Sus ojos brillaron pensando en la dulzura de aquel sueño imposible. En mis últimos momentos a bordo del Medusa, también yo, aunque fuera solo un instante, había visualizado aquel sueño.

–¿Y los barcos de guerra? Sabías que aguardaban allí, fuera del puerto, a la espera de embestir el Medusa.

–¡Los habríamos vencido! Cayeron sobre Mavrogenis debido al factor sorpresa, pero yo habría sabido que estaban allí y los habríamos burlado. No habría sido sencillo, pero sí factible, estoy seguro. Y de haber sucedido así, ahora estaría dándote las gracias en lugar de estar maldiciéndote, romano, por haberme guiado hacia el destino que siempre me había correspondido. Pero, en cambio…, acabaré sin nada, perderé hasta la cabeza.

Sentí una punzada de lástima. Pero la reprimí. Por su culpa, Menkhep, el capitán Mavrogenis y muchos más habían sufrido una muerte terrible. Había estado dispuesto a sacrificarlos a todos a cambio de unos cuantos sacos de oro y un nuevo principio.

–¿Por qué Creta? –dije–. ¿Por qué no Cirene? ¿Por qué no ir allí y reclamar el derecho que te corresponde por nacimiento como hijo de Apión?

Artemón me miró fijamente un momento, mudo, luego echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír.

–Oh, Pecunio, ¿cuándo dejarás de sorprenderme? ¡Creí que habías descubierto todos mis engaños, pero veo que sigues creyéndome el primo del rey!

–¿No eres el hijo bastardo de Apión?

–¡Pues claro que no!

–Pero Menkhep me dijo…, y todos los hombres creían…

–Creían lo que Metrodora y yo queríamos que creyeran. Y tú también, por lo que se ve.

–¿Quién eres entonces, Artemón? ¿De dónde vienes?

–Soy exactamente lo que te conté a ti y a los demás en aquel discursillo que ofrecí antes del golpe. «El hijo bastardo de una prostituta», dije, y eso soy.

–¿Pero no el hijo de Apión?

–Déjalo correr, Pecunio. –Negó con la cabeza–. Nací en Alejandría, hijo de una prostituta y un egipcio nacido libre que nunca se tomó la molestia de reconocerme. Me crie pobre pero libre, junto a mi hermana gemela.

–¿De modo que lo del gemelo sí que es verdad?

Su rostro se dulcificó.

–Se llamaba Artemisia. Era bella e inteligente –mucho más inteligente que yo– y siempre fue muy bondadosa conmigo. Nuestra madre murió. Artemisia siguió su camino y yo el mío. Un mercader sirio se encaprichó de mí y me llevó a Damasco con él. Yo había aprendido solo a leer y escribir y decidió formarme como escriba. ¡Cómo me gustaban los libros de su biblioteca! Pero mientras él jugueteaba conmigo, yo lo hacía con sus libros de cuentas. Cuando descubrió la de siclos que le había robado, se puso furioso. Me habría torturado hasta matarme, eso seguro. Pero le maté antes. El sirio fue el primer hombre que maté en mi vida, pero no el último. Cuando llegué al delta, tenía ya bastante experiencia en el arte del crimen. Tropecé con aquella banda de tontos que necesitaban desesperadamente un líder y todo salió a la perfección. El resto, ya lo conoces.

Entrecerró los ojos.

–Ahora te toca hablar a ti, Pecunio. ¿Quién eres y por qué viniste al Nido del Cuco? ¿Cómo es que conoces al Chacal? ¿Por qué me atacaste cuando subí de nuevo a bordo del Medusa y cómo conseguiste escapar? ¿Y Axiothea? ¿Estaba todavía a bordo… cuando el barco se hundió?

Mi intención de entrada era responder a sus preguntas, igual que él había respondido a las mías, pero de repente empecé a dudar. Artemón me daba miedo aun estando encadenado. Acababa de revelar que era un asesino vengativo y sin escrúpulos. Me odiaba ya por haber arruinado sus planes. ¿Cómo reaccionaría si se enteraba de que le había engañado desde el principio y que había llegado al delta con la intención de recuperar a la chica que él conocía con el nombre de Axiothea?

–Adelante, Pecunio. ¡Habla! ¿Qué tienes que perder? De aquí a nada estaremos los dos muertos.

Sus palabras me provocaron un escalofrío. Artemón había traicionado al rey y era el responsable de la pérdida del sarcófago, pero ¿qué crimen había cometido yo? Le había dicho repetidamente a Zenón que Bethesda y yo éramos prisioneros de los bandidos, pero ¿por qué tendría que creerme? Artemón tenía razón. Mi destino era ser interrogado bajo tortura y luego eliminado. ¿Qué había dicho Artemón? «No tenía que haber supervivientes, ni testigos». Igual que todos los que habían participado en el golpe, voluntariamente o no, tenía que morir.

¿Y qué sería de Bethesda? Su destino sería el mismo que el mío, a buen seguro. En mi intento de rescatarla había provocado su destrucción.

–¡Habla, Pecunio! –vociferó Artemón.

Apreté los dientes. Cerré los ojos. No quería tener nada más que ver con él.

Entonces, cerca, distorsionada por los ecos de los pasadizos de piedra, escuché una risa infantil. ¿Me lo habría imaginado o había un niño en los calabozos del rey? Volví a escuchar el sonido, más cerca que antes. A menos que me hubiera vuelto completamente loco, me pareció reconocer aquella risa. ¡Era Djet!

Volví a oír la risa, justo al otro lado de la puerta de la celda. Al instante se oyeron los sonidos metálicos de una llave al introducirse en la cerradura y un pestillo al descorrerse. Las bisagras rechinaron y se abrió la puerta.

Djet apareció en el umbral. Sonriendo y riendo, corrió hacia mí y me abrazó.

–Djet, ¿qué te ha pasado?

Habló a tal velocidad que apenas comprendí lo que decía.

–Desembarqué lo más pronto que pude, tal y como tú me dijiste, y entonces me escondí entre las vigas del edificio de la aduana, luego subí al tejado y desde allí vi zarpar el Medusa, y luego vi la barcaza del rey… ¡y vi que tú estabas a bordo! Corrí a ver a mi amo y le dije que era posible que estuvieras vivo. ¡Y tenía razón!

–Pero Djet, ¿qué haces aquí?

–Ella insistió en que mi amo viniera a buscarte y suplicase tu liberación.

–¿Ella?

–¡Ya sabes! ¿Quién es capaz de conseguir que mi amo haga cualquier cosa que le pida?

Djet miró por encima del hombro y señaló a Axiothea –a la verdadera Axiothea–, que se había quedado en la puerta. En un entorno tan sórdido como aquel, su belleza resultaba más exquisita si cabe. Con cierta cautela, Axiothea entró en la escasamente iluminada celda, seguida por Tafhapy.

Sus miradas recayeron en un primer momento en Djet, luego en mí. Ambos hicieron un gesto de asentimiento por el que reconocían que lo que les había contado Djet era verdad: yo estaba aquí, de regreso de mi viaje, pero bajo arresto real. Entonces, repasando el resto de la celda, sus miradas se posaron en Artemón, que les miró a su vez con una expresión de increíble asombro.

Axiothea sofocó un grito. Tafhapy se quedó rígido y se tambaleó a continuación.

–¡Hermano! –exclamó Axiothea.

–Hijo –susurró Tafhapy.

Los miré uno a uno, perplejo. Djet estaba tan atónito como yo.

Zenón entró entonces en la celda, seguido por el rey Ptolomeo, que apenas pasaba por la puerta. Mi consternación no podía ser más completa.