II

Todo empezó el día que cumplí veintidós años.

Era el vigésimo tercer día del mes que los romanos llamamos martius; en Egipto era el mes de famenat. En Roma debía de hacer un tiempo húmedo y desapacible o, como mucho, frío y ventoso, pero, en Alejandría, mi cumpleaños amaneció sin una sola nube en el cielo. El aliento cálido del desierto cubría la ciudad, aliviado muy de vez en cuando por una ráfaga de brisa marina.

Vivía en el último piso de un edificio de cinco plantas del barrio de Rakotis. Mi pequeña habitación tenía una ventana que daba al norte, hacia el mar, pero la vista que hubiera podido disfrutar del puerto quedaba oculta por el ramaje de una altísima palmera. La brisa agitaba sus hojas en una melancólica danza, y los lentos movimientos de las ramas, que se rozaban entre sí, producían una música lánguida y repetitiva. El reflejo de los rayos del sol naciente sobre las relucientes hojas de la palmera creaba un baile de puntitos de luz en mis párpados cerrados.

Me desperté, puesto que me había quedado dormido con Bethesda entre mis brazos.

Te preguntarás qué hacía mi esclava en mi cama. Podría decirte que el desvencijado apartamento en el que vivía era tan minúsculo que apenas había espacio para que una sola persona tuviera libertad de movimientos, y mucho menos dos. La cama, aun siendo estrecha, ocupaba prácticamente todo el espacio. Sí, podría haber obligado a Bethesda a dormir en el suelo, pero ¿y si tenía que levantarme por la noche? Tropezaría con ella, me caería y me partiría el cráneo.

Aunque, naturalmente, no era por consideraciones de este tipo por las que había invitado a Bethesda a compartir la cama conmigo. Bethesda era algo más que mi esclava.

Cuando de pequeño mi padre me enseñó las cosas de la vida, me dejó muy claro lo que pensaba de los amos que compartían la cama con sus esclavas.

–Una mala idea, por donde quiera que la mires –recuerdo que me dijo.

Mi madre había muerto siendo yo muy niño y el único esclavo que teníamos en casa era un anciano llamado Damon, de modo que nunca supe si hablaba por propia experiencia.

–¿Por qué, padre? ¿Va en contra de la ley que un amo se acueste con una esclava?

Recuerdo la sonrisa de mi padre cuando escuchó tan ingenua pregunta.

–Iría contra la ley que un hombre se acostara con la esclava de otro hombre sin el debido permiso de este. Pero si la esclava es de su propiedad, un ciudadano romano puede hacer lo que le plazca. Podría incluso matarla, del mismo modo que podría matar un perro, una cabra o cualquier otro animal de su propiedad.

–Y si un hombre casado tiene relaciones con una esclava, ¿se considera adulterio?

–No, porque para que se produzca adulterio tiene que existir la posibilidad de que haya descendencia libre. En caso de adulterio, el nacimiento de un hijo podría suponer una amenaza para la posición social de la esposa y de los hijos de la esposa. Pero teniendo en cuenta que los esclavos carecen de existencia legal, y que cualquier hijo nacido de un esclavo es también un esclavo, la unión con una esclava no supone ninguna amenaza ni para el matrimonio ni para los herederos. Es por ello que muchas esposas no ponen trabas a que su esposo retoce cuanto le apetezca con sus esclavos, hombres o mujeres. Opinan que es mejor que lo haga en su propia casa, sin gastos adicionales, a que lo haga con una mujer nacida libre o con la esposa de otro.

Puse mala cara.

–¿Y entonces por qué dices que no es buena idea?

Mi padre suspiró.

–Porque, según mi experiencia, el acto de unión sexual siempre acaba produciendo una reacción no solo física, sino también emocional, buena o mala, tanto en el amo como en el esclavo. Y eso genera problemas.

–¿Qué tipo de problemas?

–¡Una caja de Pandora llena de enemigos! Celos, chantajes, traiciones, ardides, engaños… Incluso asesinato.

La experiencia mundana de mi padre era más extensa que la de la mayoría. Se hacía llamar el Sabueso y se ganaba la vida descubriendo secretos de los demás, normalmente de naturaleza criminal o escandalosa. «Revolver la porquería», lo llamaba. Conocía la totalidad del espectro de la conducta humana, desde lo mejor hasta lo peor, aunque mayoritariamente lo peor. Si su experiencia le había llevado a la conclusión de que el conocimiento carnal entre amo y esclava no era bueno, lo más probable era que supiera de qué hablaba.

–Entiendo que pudiera ser poco aconsejable, pero ¿es malo que el amo se acueste con su esclava? –pregunté.

–La ley no pone objeciones al respecto, eso es evidente. Tampoco la religión, puesto que un acto así no ofende a los dioses. Tampoco los filósofos hablan mucho sobre cómo un hombre debe utilizar a sus esclavos.

–Pero ¿tú qué opinas, padre?

Me lanzó una mirada penetrante y bajó la voz, lo que me dio a entender que se disponía a hablarme con la más completa sinceridad.

–Creo que cuando dos personas tienen relaciones carnales, cuanta mayor sea su diferencia social, más probable es que alguno de los dos se vea obligado a actuar en contra de su voluntad. Cuando eso sucede, el acto resulta degradante para ambas partes. O pueden cambiarse los papeles. He visto supuestos filósofos comportarse como tontos, hombres ricos declararse en quiebra, hombres poderosos humillados…, y todo por amor a una esclava. Evidentemente, no todas las uniones pueden ser entre iguales. No todas las parejas pueden ser como la de tu madre y yo.

Se quedó en silencio y apartó la vista.

Allí terminó la conversación, pero las palabras de mi padre permanecieron siempre en mi recuerdo.

En el transcurso del viaje desde Roma hasta Alejandría había hecho varias cosas de las que mi padre se sentiría orgulloso, o al menos eso me imaginaba. También había hecho varias que seguramente desaprobaría. Acostarme con Bethesda caía dentro de esta última categoría.

Había pensado vagamente en mi padre al despertarme –tal vez hubiera soñado con él–, pero lo que pudiera o no opinar dejó rápidamente de ser la mayor de mis preocupaciones. Mi padre estaba muy lejos, en Roma, y Bethesda estaba muy cerca. Con su cuerpo pegado al mío y nuestras extremidades entrelazadas, se me hacía complicado pensar en cualquier otra cosa.

Las partes de mi cuerpo que estaban en contacto con ella emanaban la sensación más exquisita imaginable: carne caliente contra carne caliente. Las escasas zonas que no la tocaban sentían casi celos y gritaban exigiendo rectificar con premura aquella situación. Mi cuerpo entero, todo él, deseaba estar en contacto con su cuerpo entero. Y por su manera de responder, era evidente que ella sentía lo mismo. ¿Es posible que dos cuerpos mortales lleguen a fundirse en uno? Bethesda y yo nos esforzábamos con frecuencia en conseguirlo, a menudo varias veces al día.

El sudor daba brillo a nuestros cuerpos. Una débil brisa procedente de la ventana refrescaba débilmente los movimientos de nuestra piel. Suspiros y gemidos se sumaban a la música que emitía el crujido del ramaje de la palmera, hasta alzarse de tal modo en tono y volumen que estoy seguro de que debían de oírnos incluso los vendedores ambulantes y los obreros que pasaban por la calle de camino al trabajo.

Nos separamos por fin después de alcanzar la cumbre del placer, nuestra unión consumada.

–¿Te parece un buen inicio de cumpleaños, amo? –dijo Bethesda.

La pregunta era tan innecesaria que rompí a reír a carcajadas. Pasamos un buen rato sin hablar, acostados el uno junto al otro, sin apenas tocarnos. El sol matutino se reflejaba cada vez con más fuerza sobre las ramas de las palmeras, salpicando la habitación con fragmentos de luz. Se oían los gritos de las gaviotas y las sirenas de los barcos al pasar junto al lejano faro. Cerré los ojos y dormité un rato, hasta que volví a despertarme.

Bethesda estaba deslizando los dedos por mi rodilla, luego por el muslo, hasta alcanzar por fin una parte más íntima de mi cuerpo.

–Tal vez podríamos hacer que el inicio del día fuera el doble de bueno –dijo.

Y así lo hicimos, tomándonos nuestro tiempo. El cuerpo de Bethesda era un paisaje en el que acababa perdiéndome irremediablemente: el bosque de su larga cabellera negra, el laberinto de sus suaves extremidades, la topografía cambiante de sus hombros. Cuando se estiraba, se retorcía y se giraba, sus caderas y sus pechos se convertían en ondulantes dunas de arena. Su boca era un oasis, el espacio entre sus muslos un delta.

Cuando terminamos, me sentí completamente despierto.

–Creo que nunca me cansaría de esto –dije, hablando para mí, ya que me expresé en latín. Pese a que Bethesda hablaba hebreo, griego y egipcio, hasta la fecha solo había conseguido enseñarle unas breves nociones de latín. Vi que enarcaba una ceja, indicando con el gesto que no me había entendido, de manera que repetí el comentario en griego, el idioma que teníamos en común–. Creo que nunca me cansaría de esto.

–Tampoco yo –replicó.

–Pero a veces…

–Hay que comer.

De modo que fue el hambre lo que nos forzó a abandonar por fin la cama. Me vestí con la túnica azul, la mejor que tenía, a pesar de las manchas y de que el raído lino me quedaba algo justo de espalda; precisamente la noche anterior, Bethesda había zurcido un desgarrón de la manga y cosido los hilos que colgaban del dobladillo. Le dejé que se pusiera mi segunda mejor túnica, la verde, un color que le sentaba muy bien. Al ser mucho más menuda que yo, la sencilla túnica resultaba una prenda recatada: le cubría codos y rodillas y, ceñida con un cinturón de cáñamo, se ajustaba cómodamente sobre unos pechos que habían aumentado de tamaño de forma considerable desde que la adquiriera.

Bethesda se acercó a la ventana y, con la ayuda de un peine de ébano, se peinó la melena, enredada después de hacer el amor. Esbozó una mueca de dolor y maldijo para sus adentros cuando el peine se tropezó con un enredo especialmente terco. Me eché a reír.

–Siempre te queda la alternativa de afeitarte la cabeza, como las mujeres ricas. Dicen que con este clima resulta más cómodo. Evita los piojos.

–Las mujeres ricas tienen pelucas para cubrirse la cabeza cuando quieren salir –dijo ella–. Pelucas muy elegantes. Una distinta para cada ocasión.

–Cierto. Pero no existe peluca más bella que esto.

Me coloqué a sus espaldas y le acaricié con suavidad el cabello. Le cogí el peine y lo pasé lentamente por sus largas trenzas. Tenía un cabello grueso, fuerte, totalmente negro, que resplandecía con los reflejos del arcoíris, como las alas de una libélula. Todo en Bethesda era bello, pero su pelo ejercía en mí una fascinación especial. Aun saciado como estaba, experimenté una nueva oleada de deseo.

Me alejé de su lado, dejé el peine y respiré hondo. Aplaqué a regañadientes mi excitación, algo que mi padre me había dicho que todo hombre podía y debía aprender a hacer. Era hora de aventurarme al mundo que había más allá de mi pequeña habitación.

* * *

Dicen que el barrio de Rakotis es la zona más antigua de Alejandría y que se construyó encima del pequeño pueblo de pescadores establecido allí antes incluso de que Alejandro fundara la ciudad. Alejandría se extiende en su mayor parte como una elegante cuadrícula integrada por amplias avenidas y columnatas, pero Rakotis conserva su laberinto de callejuelas, como si el espíritu caótico del antiguo pueblecito fuera indomable y no estuviera dispuesto a someterse a la moderna metrópoli que crece a su alrededor. Rakotis me recuerda el barrio de la Subura, en Roma, con sus elevados edificios de pisos, sus tabernas y sus antros de juego. Los tendederos cargados de ropa entrecruzan el espacio por encima de las cabezas, mientras niños harapientos corretean por las calles. En una esquina, mujeres medio desnudas se asoman por las ventanas reclamando clientela. Si te distraes mirando hacia arriba, lo más probable es que acabes tropezando con un gato que sestea en medio de la calle. En Alejandría, los gatos hacen lo que les viene en gana. A pesar de la fusión de dioses griegos y egipcios que se inició con la conquista de Alejandro, la gente del lugar sigue venerando animales, insectos y divinidades extrañas que son mitad humanas, mitad bestias.

Tal y como correspondía entre un amo y una esclava, yo caminaba por delante de Bethesda, ella siguiéndome a una comedida distancia. ¿Qué habría pensado la gente si hubiésemos caminado el uno al lado del otro? Mi primera parada fue en una pequeña taberna, donde la esposa del propietario preparaba mi desayuno favorito: farina caliente con leche de cabra y dátiles servida en un cuenco de barro. Comí algo más de la mitad del contenido, acompañándolo con un poco de pan; luego le pasé a Bethesda lo que quedaba de pan y dejé que apurara el cuenco. Lo devoró con tanta rapidez que le pregunté si quería más.

Sonrió y negó con la cabeza.

–Ahora que has comido, ¿qué más deseas hacer en tu día especial, amo?

–Oh, no lo sé. Supongo que podría ir a buscar un buen libro a la biblioteca para leértelo en voz alta. O tal vez podríamos ir a ver esa maravillosa colección de joyas que exponen en el museo. O subir a lo más alto del faro para disfrutar de la vista.

Bromeaba, por supuesto. El museo y la biblioteca estaban única y exclusivamente abiertos para eruditos de la realeza y visitantes con la debida acreditación, pero no para un modesto romano que vivía de su ingenio, mientras que a la isla de Faros solo accedían los trabajadores del faro y los soldados que lo custodiaban.

Me encogí de hombros.

–Con un día tan espléndido, y antes de que haga demasiado calor, propongo dar un largo paseo sin rumbo fijo. Estoy seguro de que mi cumpleaños me deparará una gran aventura. –Sonreí, sin tener ni idea de lo que nos aguardaba.

Evidentemente, cuando uno se mueve por Alejandría, siempre existen posibilidades de tropezarse con algún tipo de violencia. Pero no siempre fue así. Cuando llegué a la ciudad, podía ir a cualquier sitio, a cualquier hora del día o de la noche, sin necesidad de tener que preocuparme por mi seguridad. Pero en los dos años y ocho meses que habían transcurrido desde mi llegada, Alejandría se había vuelto cada vez más peligrosa y caótica. La gente se sentía infeliz y culpaba de su descontento al rey Ptolomeo. De vez en cuando se producía un disturbio. Ese disturbio acababa provocando saqueos y un par de incendios, luego la irrupción de los soldados reales y después, inevitablemente, derramamiento de sangre. Cabría pensar que los alejandrinos temían esos estallidos de caos y huían de ellos. Pero más bien parecían disfrutarlos. Siempre que estallaba un disturbio, cientos e incluso miles de alejandrinos acudían al lugar del suceso, atraídos hacia él como mariposas nocturnas a la llama.

¿Por qué odiaba de aquel modo el pueblo a su rey? Años atrás, Ptolomeo había subido al poder después de expulsar del trono a su hermano mayor; por lo que yo sabía, lo había hecho con el apoyo del populacho alejandrino. Entonces, como queriendo poner un remiendo a la situación, se había casado con la hija de su hermano depuesto. (Los reyes egipcios siempre andaban casándose con miembros de su propia familia, hermanos incluso). Luego mató a su madre, que por lo visto pretendía ejercer el poder entre bambalinas. Ahora el pueblo estaba inquieto y para demostrar sus deseos de cambio, provocaba disturbios. ¡Eso era lo que los egipcios entendían como política!

Para un romano que se ha criado con elecciones anuales, magistrados y leyes escritas, intentar dar sentido a la política y a la historia de Egipto puede acabar provocando un dolor de cabeza terrible. Todos los reyes y reinas tienen un montón de hermanos y hermanas, de madres e hijos, de tíos y tías, que no paran de casarse entre ellos, de matarse entre ellos. Luego mandan a los supervivientes al exilio, donde los exiliados traman la manera de regresar y matar a quienes los exiliaron, perpetuando de este modo el ciclo.

El primer rey Ptolomeo, el fundador de la dinastía, fue uno de los generales de Alejandro. Cuando el Magno murió, Ptolomeo se autoproclamó rey de Egipto y sus descendientes habían gobernado el país desde entonces, convirtiéndose en la dinastía reinante más longeva del mundo. Los Ptolomeos, que casi parecían personajes de una función, eran una fuente inagotable de fascinación para los egipcios, amantes en su mayoría de los romances y las intrigas reales. El drama público e íntimo de sus vidas entretenía, cautivaba y enfurecía a la población. En tabernas y tiendas, en el exterior de templos y juzgados, por dondequiera que fueras de Alejandría, los Ptolomeos eran la comidilla de la gente.

Como buena alejandrina que era, Bethesda conocía los nombres de todos los Ptolomeos en orden cronológico, los de los buenos y los de los malos, los de los muertos y los de los vivos, remontándose a tiempos del fundador, Ptolomeo I. Cuando la escuchaba, siempre acababa confuso, puesto que los nombres se repetían en cada generación: Berenice, Arsinoe, Cleopatra (el nombre de la fallecida madre del actual rey) y, por supuesto, Ptolomeo, de los que en ocasiones había varios conviviendo a la vez y en todas y cada una de las ramas de la familia. Con el entusiasmo de un romano relatando batallas famosas, o de un griego jactándose de los atletas olímpicos, Bethesda había intentado explicarme en diversas ocasiones quién había hecho qué a quién y cuándo y dónde, y por qué eso era tan importante, pero yo jamás había conseguido ubicar correctamente los distintos personajes. Para mí, todos los Ptolomeos eran iguales.

Lo único que yo sabía era que de vez en cuando, si uno se atrevía a salir, era probable que se encontrase con gritos y atropellos, y tal vez con incendios y cenizas, e incluso con alguna matanza. Y todo porque el pueblo odiaba al rey Ptolomeo.

Pero con un día tan espléndido como aquel, ni siquiera la amenaza de tumultos me obligaría a quedarme en casa. Con veintidós años de edad, uno se siente invulnerable. Era rápido de reflejos y físicamente veloz. ¿A qué tener miedo? En todo caso, el desorden cada vez mayor que reinaba en la ciudad me había aportado beneficios. Cuando el orden público no funciona, aumenta la mala conducta, y cuando la gente deja de confiar en las autoridades, se vuelca en personajes como yo para descubrir la verdad. Mi padre se hacía llamar el Sabueso, y las habilidades que me enseñó me estaban resultado muy útiles. Sabía abrir cualquier cerradura, seguir a una persona sin ser visto, adivinar si una mujer me estaba mintiendo por el simple gesto de sus cejas, y sabía también cuándo hablar y cuándo mantener la boca cerrada. El hecho de que fuera extranjero no hacía más que incrementar mi utilidad; era un agente libre, sin vínculos que me unieran a familia o facción alguna. La verdad es que no estaba haciéndome rico siguiendo los pasos de mi padre en suelo extranjero, pero al menos lograba salir a flote.

Aquella mañana llevaba casualmente varias monedas encima, con las que tenía pensado comprar alguna cosa especial.

–¿Jugamos hoy a los turistas? –sugerí–. He estado tan ocupado últimamente, merodeando por tabernas de mala muerte y tugurios de juego de nefasta reputación, que he olvidado lo bella que puede llegar a ser esta ciudad. Vayamos a disfrutar de ella.

De modo que nos pusimos en marcha. Dejamos atrás Rakotis y enfilamos un amplio bulevar flanqueado con palmeras, fuentes, obeliscos y estatuas. El paseo nos llevó hacia el barrio de las tumbas sagradas del centro de la ciudad, donde majestuosos edificios rodeados de frondosos jardines albergaban los restos momificados de los Ptolomeos.

En un gran cruce de calles, nos tropezamos con la elevada estructura que dominaba el horizonte: la tumba de Alejandro. Sus muros estaban decorados con extraordinarias esculturas en relieve que describían las hazañas de la vida del conquistador. Aunque no tan grandiosa, la estructura me recordaba el mausoleo de Halicarnaso, una de las Siete Maravillas del mundo. Pero mientras que la cámara funeraria del rey Mausolo estaba precintada, la sala que contenía los restos momificados de Alejandro estaba abierta a las visitas, que debían pagar una tarifa para acceder al interior. Aquella mañana, y aunque no estaba abierto todavía, una fila de turistas rodeaba ya el edificio hasta perderse de vista. Por su atuendo, era gente procedente de todo el mundo: astrólogos persas con tocados en forma de zigurat y calzado puntiagudo, etíopes del color del ébano, nabateos con vaporosas túnicas e incluso algunos romanos con toga. Todos estaban allí para contemplar el famoso sarcófago de oro de Alejandro y presentarle sus respetos, algo que yo, en todos los meses que llevaba en la ciudad, no había hecho todavía.

Bethesda se permitió caminar a mi lado.

–A lo mejor, amo, en tu día especial, te gustaría visitar la tumba del Magno.

–¿Y pasarme la mañana haciendo cola bajo el sol abrasador? Creo que no. Por grande que sea y sofisticadamente decorado que esté, no es más que un simple sarcófago de oro y no creo que impresione al viajero que ha visto las Siete Maravillas del mundo.

–¿Preferirías entrar uno de esos días en que los visitantes pueden incluso ver la cara de Alejandro?

–Eso sería más interesante –reconocí.

Dos días al año, el día del cumpleaños de Alejandro y el del aniversario de la fundación de la ciudad, el sarcófago se abría y la momia quedaba expuesta al público. En esas ocasiones, el precio de la entrada se duplicaba y las colas eran diez veces más largas de lo habitual.

Cuando desvié la atención de la cola de turistas a la espera de que abrieran la tumba, descubrí con sorpresa que había en la zona una cantidad impresionante de miembros de la guardia real, más incluso de lo que era habitual en el recinto de las tumbas reales. Con las lanzas en ristre, un contingente de soldados marchaba arriba y abajo del amplio bulevar. Otro grupo de soldados formaba un cordón virtual que protegía la cola de visitantes que esperaba para ver el sarcófago de Alejandro. Levanté la vista y vi más soldados aún, apostados en balcones, parapetos y tejados de las diversas tumbas de los Ptolomeos. Podría decirse que había más soldados que gente de a pie. Sin duda alguna, estaban allí para proteger a los turistas y mantener el orden en una de las zonas públicas más destacadas de la ciudad, pero ver tantos miembros de la guardia real me hizo sentir incómodo. Conociendo a los alejandrinos, pensé que una demostración de fuerza de aquel calibre tenía más probabilidades de desencadenar un disturbio que de impedirlo.

Nos adentramos en un barrio de casas lujosas y elegantes edificios de apartamentos. Era el lugar de residencia de los funcionarios y burócratas de rango inferior que trabajaban en el gigantesco complejo del palacio real, que incluía también la biblioteca y el museo, pero que no tenían el nivel de importancia exigido para vivir en el interior del palacio. La zona albergaba algunas de las tiendas mejores y más caras de Alejandría. En anteriores paseos, me había fijado en la fascinación que Bethesda mostraba por los objetos de lujo que se exhibían en el exterior de los establecimientos. La había visto mirar de refilón un collar con incrustaciones de lapislázuli y ébano y un brazalete de plata engarzado con diminutos rubíes. Eran objetos fuera de mis posibilidades, como cualquiera adivinaría con solo mirarme; los robustos criados, apostados a modo de vigilantes en el exterior de las tiendas, me lanzaban desagradables miradas si me veían aflojar el paso.

Pero al llegar delante de una de las tiendas, tuve la osadía de pararme.

–¿Por qué nos detenemos aquí, amo? –preguntó Bethesda.

–Porque es mi cumpleaños y tengo ganas de gastar algo de dinero. –Sopesé la bolsa con monedas que guardaba en el interior de un pliegue de la túnica.

–¿Aquí, amo?

Bethesda arrugó la frente, puesto que estábamos parados justo enfrente de un establecimiento que solo vendía prendas femeninas. Varios vestidos ondeaban a merced de la brisa colgados en perchas delante de la tienda. Algunos eran tan sencillos y puros que parecían poca cosa más que retales de gasa fina. Los había cortados en diversos estilos, teñidos en tonos intensos y ornados con bordados en los bajos y el escote. Unos días atrás, al pasar por delante de aquella tienda, me había fijado en que Bethesda aminoraba el paso y miraba de soslayo un vestido en concreto. Era de color verde oscuro con bordados amarillos y más largo que la mayoría, con mangas plisadas en forma de abanico.

Examiné las prendas de las perchas y sonreí al encontrar lo que andaba buscando. Cuando me encaminé hacia la tienda, un fornido criado se cruzó de brazos y me miró furioso, pero aflojó la postura en cuanto sopesé la bolsa e hice sonar las monedas.

Apareció entonces la propietaria. Era una anciana encorvada con cara amojamada que se quedó mirándome.

–¿Ves algo que te guste, joven?

–Tal vez. –Me atreví a tocar el vestido verde con la punta de los dedos. El tejido era de una calidad muy superior a lo que estaba acostumbrado. Incluso en un día caluroso como el de hoy, la sensación sobre la piel de su portadora tenía que ser necesariamente fresca y suave.

Bethesda me habló al oído.

–¿En qué estás pensando, amo?

Me giré hacia ella y le sonreí.

–Estoy pensando en que es mi cumpleaños y debería comprar algo que me guste.

–Pero…

–¿Y qué podría gustarme más que verte con este vestido?

* * *

Un poco más tarde, salía de la tienda con la bolsa de monedas más ligera de peso.

Bethesda me siguió. El tejido verde relucía bajo los rayos de sol. El bordado amarillo tenía un brillo casi metálico, similar al acabado del oro. El vestido la transformaba, se adhería con elegancia a las esbeltas líneas de brazos y piernas y acentuaba, más que escondía, la plenitud de caderas y pechos. Cuando levantaba la mano para protegerse los ojos de la luz del sol, la manga plisada se abría como un abanico y se ondulaba con la brisa. Con la cara oscurecida por la sombra de la manga, no habría podido reconocerla. Podría haber sido perfectamente la hija de una buena familia alejandrina, el tipo de joven que compraba con normalidad en un lugar como aquel todas las mercancías que le vinieran en gana.

Había impresionado incluso a la arrugada vendedora. Yo había intentado regatearle el precio cuando Bethesda se había encerrado en el probador, pero la mujer se había negado a rebajarlo… hasta que reapareció Bethesda. Al verla, la anciana se había ablandado. Le habían brillado los ojos. Había aplaudido y suspirado y me había ofrecido finalmente un precio que ascendía a la mitad de lo que me pedía de entrada.

Bethesda había cambiado incluso la postura. Parecía más alta que antes, tenía los hombros más echados hacia atrás. Cuando la vi, llegué a la conclusión de que el vestido verde era la mejor compra que había hecho en mucho tiempo.

Un movimiento captó mi atención. Alguien se acercaba corriendo hacia nosotros, gritando y riendo.

A medida que la figura iba acercándose, me percaté de varios detalles en rápida sucesión.

Era una mujer joven.

No es que corriera, sino que más bien saltaba, giraba sobre sí misma y bailaba, sin dejar de reír y gritar.

Parecía ir completamente desnuda.

Y si Bethesda no hubiera estado a mi lado, habría jurado que aquella mujer desnuda que no paraba de reír era… ¡Bethesda!