XXVII
Me incorporé, y no fue tarea fácil, puesto que las hojas de palmera eran resbaladizas y sentía las piernas como gelatina. Tenía el monstruo tan cerca que casi hubiera podido tocarlo. Retrocedí como un loco, resbalando una vez más sobre las hojas de palmera, y caí de nuevo de espaldas.
Me armé de valor, a la espera de que la criatura se abalanzara sobre mí, pero huyó hacia atrás. Por lo visto, los monstruos también se asustaban.
Aproveché el momento de consternación de la criatura para ponerme a cuatro patas, dar media vuelta y echar a correr hasta el otro extremo de la fosa. Una vez allí, me levanté y me pegué a la pared de tierra. El monstruo seguía en el otro lado, agitando su cola de escorpión y enseñando los colmillos.
Directamente encima del monstruo, mirando por encima del borde de la fosa, estaban Artemón e Ismene. Los hombres que se habían apelotonado junto al lado derecho de la fosa, sobre el recinto del cocodrilo, corrieron hacia el otro lado para poder ver mejor. Algunos reían con tanta fuerza que apenas podían tenerse en pie. Artemón también reía, aunque de un modo más moderado y controlado que los demás. Ismene se mantenía erguida e inexpresiva, mirándome a los ojos.
Por encima de las carcajadas, escuché la voz aguda de Djet.
Localicé su rostro entre la multitud. Señalaba nervioso alguna cosa muy cerca de mí. Examiné el suelo y luego fijé la mirada en la parte de la desvencijada pared que tenía directamente detrás. Seguía sin comprender qué pretendía decirme Djet, pero sí vi qué señalaba. En la pared había una pequeña puerta montada sobre toscas bisagras y cerrada mediante un simple pestillo.
La puerta me serviría para abandonar el recinto del monstruo… y para encontrarme en el recinto contiguo, habitado por el cocodrilo.
Miré al monstruo, que ahora me observaba de frente, revelando con todo su esplendor su flamígera melena roja y la terrible amenaza de aquel temible cuerno. Recuperado de la sorpresa que le había supuesto mi caída, el monstruo me observaba con mirada felina. Rugió y dio un primer y decidido paso hacia mí, luego otro.
Puse la mano en el pestillo y me agaché, preparándome para descorrerlo y abrir la puerta. Entonces oí un crujido al otro lado. ¿Estaría ya esperándome el cocodrilo? ¿Podría hacerme con el garrote a tiempo para utilizarlo?
Recordé la segunda parte del consejo de Ismene: «No huyas, lucha».
La miré de nuevo. Y de nuevo la vi mover los labios, como si quisiera recordarme sus palabras de despedida.
Moví la cabeza y apreté los dientes. Al decantarme por la cuerda floja de la izquierda y no la de la derecha, había seguido las instrucciones de la bruja… ¿y adónde me había llevado eso? ¿Qué podía yo pensar excepto que Ismene estaba intentando matarme? Y aun así, de ser esa su intención, y si la lamentable situación en que me hallaba le daba placer, tenía un modo extraño de demostrarlo. Puesto que su rostro no hacía gala del menor atisbo de satisfacción, sino que su expresión insistía de modo infatigable en que hiciera lo que me había dicho. Escuché de nuevo sus palabras en mis oídos, pero no como se escucha el eco de unas palabras en el recuerdo, sino como si tuviera a Ismene a mi lado y me estuviera diciendo: «¡No huyas, lucha!». ¿Sería brujería, o sería mi cabeza jugándome una mala pasada?
Y si no tenía que huir, ¿cómo luchar? ¿Cómo luchar solo con mis manos contra una criatura con garras y colmillos, eso sin mencionar el gigantesco cuerno y la cola de escorpión? Al menos, con tantas herramientas para matarme, el monstruo me daría una muerte rápida, mientras que la lucha contra el cocodrilo sería larga, sangrienta y horriblemente dolorosa. ¿Sería ese el objetivo del consejo de Ismene, no salvarme sino guiarme hacia un final menos cruento?
Tomé mi decisión en aquel mismo momento. No huiría al recinto contiguo. Me mantendría en mi lugar y me enfrentaría al monstruo.
Me enderecé. Eché los hombros hacia atrás. Cerré los puños con fuerza.
El monstruo ladeó la cabeza, como si mi arrogancia le sorprendiera, y dio un nuevo paso hacia mí. El movimiento de su cola de escorpión emitió entonces un chasquido que me puso los pelos de punta. Y cuando abrió la boca para rugir, el terrible hedor que emitió fue casi suficiente para tumbarme.
Decidí que esperar el ataque del monstruo no tenía sentido. Había descubierto que la criatura podía asustarse. Si daba yo el primer paso, tal vez el factor sorpresa jugara a mi favor.
Corrí hacia el monstruo que, asombrosamente, retrocedió.
Mi principal preocupación era el cuerno, y agarrarme a él mi objetivo. Podía sobrevivir a un mordisco o un rasguño, al menos por el momento; incluso, tal vez, la picadura de la cola fuera leve y me permitiera seguir luchando. Pero si el monstruo conseguía atravesarme el vientre con aquel cuerno, todo habría acabado.
Escuché por encima de mi cabeza el repentino rugido de los hombres. En un abrir y cerrar de ojos, los gritos de ánimo sustituyeron a las risas. Jamás había oído aquellos vítores, excepto en los combates de gladiadores que había presenciado en Roma, cuando un encuentro alcanzaba su clímax y el público explotaba de emoción.
Antes de que el monstruo pudiera reaccionar, agarré el cuerno con la mano derecha. En aquel mismo instante, dándome cuenta de que la tenía a mi alcance, le agarré también la cola con la mano izquierda, muy cerca del aguijón. Si tenía fuerzas suficientes como para aferrarme bien a aquellas dos armas mortales, y la destreza necesaria para evitar las garras, tal vez consiguiera encaramarme a la bestia y cabalgarla o derribarla.
Eso, al menos viéndolo en retrospectiva, es lo que podría haber intentado. O tal vez actué pura y simplemente por instinto e impulso, sin ningún plan.
Fuera lo que fuese lo que pretendía conseguir, no sucedió nada de eso, puesto que al instante me encontré dando una voltereta por encima del monstruo y tumbado en el suelo tapizado con hojas de palmera, agarrando con una mano el cuerno del monstruo y con la otra su cola segmentada. Ambas se habían desprendido de la criatura sin apenas resistencia.
Por encima de mí, el rugido de los vítores se convirtió en un rugido de carcajadas.
Y escuché una voz que se alzaba por encima de las demás. Era la de Menkhep.
–¡La mejor iniciación de mi vida!
Le estaba gritando desde el otro extremo de la fosa a Artemón, que ahora estaba justo por encima de mí, observándome con una sonrisa serena y realizando un sabio gesto de asentimiento. A su lado estaba Ismene, cuyo semblante traicionaba por fin un débil indicio de emoción, una mirada a la vez engreída y satisfecha e, incluso así, algo compasiva por la confusión que hasta tal punto me había abrumado. Cuando se apartó del precipicio y desapareció, comprendí que abandonaba la reunión, como si el drama –o la comedia– hubiera tocado ya a su fin.
Me giré hacia el monstruo, que en un abrir y cerrar de ojos se había transformado en un simple león.
Los colores artificiales –las extremidades anaranjadas, el lomo de color púrpura, la melena roja– eran justo eso: artificiales. Le habían teñido el pelaje, le habían trenzado y arreglado la melena, endureciéndola con algún producto que la sujetaba para que irradiara de la cabeza. La cola segmentada no era más que un accesorio confeccionado con calabazas huecas y unido a la verdadera cola del animal. El cuerno parecía real, pero estaba vaciado para que pesara muy poco; no tengo ni idea de qué bestia procedía, pero era evidente que no pertenecía al león.
Estaba atrapado en la fosa, pero no en compañía de una criatura mágica horripilante, sino de un león. Aquello tenía que ser aterrador de por sí… pero ¿qué tipo de león era aquel, que se dejaba teñir, peinar y poner una cola y un cuerno falsos?
Cuando las carcajadas fueron apaciguándose, Artemón se dirigió a mí desde el borde de la fosa.
–Veo que has hecho amistad con Cheelba.
El león pintado se sentó sobre sus cuartos traseros y me miró con ofendida dignidad. No podía apartar los ojos del animal y no estaba dispuesto a bajar todavía la guardia. Dejé a un lado la falsa cola pero no solté el cuerno, por si acaso todavía podía utilizarlo a modo de arma.
–¿Tiene nombre el león? –dije.
–Por supuesto. Cheelba lleva con nosotros casi un año. Era parte del botín que obtuvimos de una caravana de un mercader nubio. El mercader tenía intención de regalárselo al rey Ptolomeo. Un león tan manso como Cheelba es una excepción, un regalo digno de un rey.
–Pero… ¿y ese aliento tan apestoso? –Arrugué la nariz, puesto que justo en aquel momento el león bostezó y lanzó su hediondo aliento en mi dirección.
Artemón suspiró.
–Cheelba tiene algún diente podrido. Le pone de mal humor, de ahí ese rugido de dolor que emite de vez en cuando, que nada tiene que ver con sus rugidos normales. Por manso que sea Cheelba, no ha habido hasta el momento hombre lo bastante valiente, o lo bastante loco, como para introducir la mano en la boca del león y extraerle ese diente podrido.
El león se quedó quieto y replegó las cuatro patas. Seguía mirándome con expresión de perplejidad.
–Esos colores…, esa melena absurda…, esa cola falsa y el cuerno…
Artemón se echó a reír.
–¿Te preguntas por el disfraz de Cheelba? La idea fue de uno de nuestros cómplices, un hombre de habilidad considerable, capaz de elaborar estos artefactos y que trabaja con una calidad excelente. Incluso a plena luz del día, el efecto es convincente, ¿no te parece? El utilero ya no está con nosotros, se marchó a Alejandría, de modo que ándate con cuidado con ese cuerno. Me temo que ya has echado a perder la cola de escorpión, arrojándola de esa manera. –Se quedó mirando mi reacción de mosqueo–. ¡No te sientas engañado, Pecunio! Todos los que han conocido a Cheelba bajo estas circunstancias se han confundido con el disfraz del león, si es que se le puede llamar así. Y me atrevería a decir que la mayoría de los iniciados quedan más en ridículo que tú.
Levanté la vista hacia el público y, entre el regocijo general, vi más de una sonrisa torcida y alguna que otra cara colorada.
El león parpadeó. Y bostezó una vez más, liberando su fétido aliento. Finalmente, se tumbó de costado, apoyó la cabeza sobre la pata y cerró los ojos. Solo movía la cola, agitando el aire y levantando las hojas de palmera.
Respiré hondo, y me di cuenta de que era la primera vez que respiraba tranquilo desde que había empezado todo aquello. Dejé caer los hombros. De pronto me sentía agotado y débil como un niño. Incluso el cuerno vacío me resultaba pesado. Al final, le di la espalda al león para estirar el cuello y poder mirar a Artemón.
–¿Y el otro lado de la fosa? ¿Y si hubiera decidido cruzar la cuerda floja por encima del recinto del cocodrilo?
Levantó una ceja.
–Otros lo han hecho antes que tú.
–¿Y también está amañada la cuerda para que se parta?
Artemón negó con la cabeza.
–No, la cuerda que pasa por encima del cocodrilo está intacta. Quien consigue pasarla, supera la iniciación. Pero pocos lo han logrado.
–¿Y cayeron en la parte del cocodrilo?
–Sí.
–¿Sobrevivieron?
–¡Eres muy preguntón, Pecunio! Pero, ya que lo preguntas, recuerdo solo un candidato. Sobrevivió, sí, pero no le permitimos sumarse al grupo. Lo curamos como pudimos y lo mandamos de vuelta. Dijo la adivina que nos traería mala suerte. ¿Para qué sirve un bandido que ha perdido las manos?
Me estremecí.
–¿Quieres decir, entonces, que el cocodrilo no es una mascota? –pregunté.
Artemón se echó a reír.
–Tragahombres no es ninguna mascota, aunque lleva con nosotros más tiempo que Cheelba. Y siempre está de mal humor.
Y como queriendo reafirmar lo que Artemón acababa de decir, el cocodrilo golpeó la pared con la cola con un gran estruendo.
El estrépito me puso los pelos de punta, pero el león, que dormía como un tronco, ni se inmutó. Ni siquiera movía la cola.
De pronto cayó a mis pies el extremo de una cuerda. Al levantar la vista, descubrí a Menkhep con el otro extremo enrollado en el puño.
–Hora de salir de ahí –dijo.
Miré la cuerda, luego al león. El animal estaba roncando. Gimoteaba y movía las patas, como si estuviera soñando.
Bethesda adoraba los gatos. No los gatos gigantescos como aquel, sino los más pequeños, que rondaban por todas partes en Alejandría y en todas las ciudades egipcias que había visitado. Para los habitantes del Nilo, los gatos eran animales sagrados, protegidos contra cualquier daño por la ley y la tradición. Deambulaban por donde les venía en gana, vivían en templos y galerías públicas, incluso en las casas, donde las familias los veneraban como dioses. De niño, en Roma, había visto leones de lejos en los espectáculos de gladiadores, pero nunca me había tropezado con un gato doméstico como los egipcios. Jamás se me habría pasado por la cabeza que el ser humano pudiera convivir, e incluso cohabitar, con esos animales, pero Bethesda me había enseñado que podías no solo acercarte a ellos sin problemas, sino también tratarlos de tal modo que tanto humano como felino obtuvieran placer con el intercambio.
Me pasó una idea por la cabeza. Una locura, pero…
Tal vez estuviera aturdido por el mal trago que acababa de superar, embriagado por la sensación de alivio, atravesando un momento de incapacidad mental. O tal vez la experiencia me hubiera despejado la cabeza y fuera más perspicaz que nunca. Fuera cual fuese mi estado mental, en cuanto se me ocurrió aquella idea, se apoderó de mí un abrumador impulso de llevarla a cabo.
Deshilaché con los dedos el cabo de la fina cuerda, de manera que quedaran varios hilos fuertes, pero flexibles. Cuando quedé satisfecho, me acerqué lentamente al dormido león.
Me agaché junto a él y acerqué con cautela la mano al flanco. El animal respondió con un suspiro. La caja torácica se movía al ritmo de su respiración. Aun teniendo la boca cerrada, y estando a tan corta distancia, el hedor del diente podrido me provocó una mueca de asco.
Los hombres se quedaron en silencio.
–¿Qué pretende hacer? –murmuró Menkhep.
Le acaricié el pecho, luego la cara, un estremecimiento de miedo y emoción recorriéndome el cuerpo. El pelaje teñido era más áspero que el del gato egipcio.
–Cheelba… te llamas así, ¿verdad? –susurré–. Guapo, Cheelba. Bueno, Cheelba.
Con movimientos muy lentos, acaricié primero la mandíbula del león, luego sus oscuros labios. Parpadeó, pero siguió dormitando. Situé los dedos entre los labios y establecí contacto con los dientes, duros, enormes, afilados.
Tragué saliva y respiré hondo. Dejé el extremo de la cuerda a mi lado y, con ambas manos, separé las mandíbulas del león. Sorprendentemente, el animal me dejó actuar a mis anchas, aunque resopló y parpadeó de nuevo.
Detecté enseguida un colmillo con un enorme agujero negro. Era la cavidad que emitía tan apestoso olor. Cogí la pieza y vi que se movía, como si estuviera a punto de desprenderse de la encía.
Cogí entonces la cuerda, manteniéndole la boca abierta con la única ayuda del pulgar y el índice. Una tercera mano me habría sido muy útil, pero poco a poco conseguí envolver con cuidado la pieza afectada con varias hebras de cuerda.
Los hombres susurraban y contenían la respiración, pero ninguno de ellos rio ni levantó la voz.
Al final, conseguí que la cuerda sujetara firmemente el colmillo afectado.
Me incorporé con cautela y me aparté del adormilado león.
–Menkhep –dije, sin apartar la vista del león y sin levantar la voz–, ¿podrías lanzarme cuerda suficiente para subir sin despertar a Cheelba?
Me arrojó más cuerda y los hombres que estaban a su lado se sumaron a él para sujetar su extremo con fuerza. Me agarré a la cuerda y fui subiendo apoyando los pies en la pared de tierra de la fosa, utilizando las últimas fuerzas que me quedaban. Llegué por fin arriba, donde varios pares de manos me encaramaron hasta el borde.
Sin decir palabra, Menkhep y los demás soltaron la cuerda y retrocedieron, de modo que quedara solo yo sujetando la cuerda.
Miré a Cheelba, que seguía adormilado, y luego a Artemón. Había dejado de sonreír y su expresión resultaba difícil de interpretar. ¿Le habría satisfecho o disgustado mi iniciativa? Me pasó por la cabeza entregarle la cuerda, para que fuese él quien ejecutara la siguiente fase del proceso, pero cuando hice un ademán de ofrecimiento, Artemón lo comprendió y lo rechazó con un leve gesto de cabeza y un ligero movimiento con la mano.
Menkhep me dio unas palmaditas en la espalda.
–Veamos cómo lo haces, pues –dijo. Un murmullo recorrió como un eco la multitud.
–¡Sí, hazlo! –exclamó Djet, que había corrido a mi lado y me miraba con los ojos más abiertos que nunca.
Miré a Artemón, que asintió lentamente.
Me enrollé el exceso de cuerda en el antebrazo, tensé poco a poco la cuerda y tiré con delicadeza. Los nudos que envolvían el colmillo se mantuvieron firmes. Cheelba arrugó la nariz, apretó los ojos con fuerza y levantó una pata, como si el movimiento de la cuerda le hiciera cosquillas en la boca.
–Cuanto más rápido, mejor –me dije, citando un viejo proverbio etrusco–. Que se aparte todo el mundo. –Tensé la cuerda unos segundos y tiré con mucha fuerza.
El colmillo no se soltó.
Y Cheelba se levantó de repente, empezó a rugir con fuerza y a golpearse la cabeza con las patas. Yo seguía con la cuerda enrollada en el antebrazo; no se liberaría. Cheelba retrocedió, tirando de la cuerda. No me quedaba otra elección que tirar también, aunque rápidamente descubrí que el león es más fuerte que el hombre. Me tambaleé hasta el borde de la fosa y a punto estuve de caer en ella.
Menkhep me sujetó por un brazo. Djet me agarró por ambas piernas. Más hombres corrieron a cogerme y entonces, en un instante, empezamos todos a tambalearnos.
Djet se apartó a toda velocidad, e hizo bien pues, de lo contrario, le habría aplastado. Caí con fuerza de espaldas.
El otro extremo de la cuerda salió del fondo de la fosa agitándose como un látigo. El colmillo del león, unido a ella, salió disparado hacia mí como un misil. Lo vi venir y pensé que me daría justo entre los ojos, pero el impacto fue un poco más alto.
Grité de dolor y me llevé las manos a la frente. Tenía el colmillo ligeramente incrustado en la carne. Se soltó al tocarlo. Lo sujeté con cuidado y arrugué la nariz ante su fétido olor. Tenía los dedos manchados de sangre, no sé si mía o del león.
Vi cernerse sobre mí las caras de preocupación de Menkhep y Djet, pero ambos se retiraron enseguida y Artemón pasó a ocupar su lugar. Había recuperado la sonrisa. Me señaló la frente.
–Me temo que te quedará cicatriz. ¡Ja! Siempre podrás decir que te ha mordido un león y creo que no mentirás.
Me cogió de la mano y tiró de mí para incorporarme. Me balanceé de un lado a otro.
–Y ese colmillo, cuando lo hayas limpiado un poco, será un buen trofeo. Trae Pecunio, déjamelo. Haré que te lo engarcen y le pongan una cadena. Así podrás llevarlo colgado al cuello a modo de recuerdo.
Cheelba rugió desde el fondo de la fosa, un sonido muy distinto, más robusto y menos quejumbroso ahora que ya no tenía el colmillo enfermo.
El rugido del león quedó ahogado por el de los hombres, que me cogieron y me trasladaron a hombros hasta el Nido del Cuco.