XII

Despierta! ¡Despierta!

Alguien me hablaba al oído y me zarandeaba.

–¡Despierta, romano imbécil!

Era como si tuviera los párpados pegados. Con enorme esfuerzo, conseguí abrirlos y entonces vi, bajo la débil luz de la vacilante lámpara, la cara que había estado obsesionando mis turbadores sueños. ¿Estaba todavía soñando o estaba despierto? ¿Era una aparición lo que veían mis ojos o era el niño de verdad?

–¿Djet? –dije.

–¡Calla! ¡Baja la voz!

–¿Eres tú de verdad?

Entrecerró los ojos y me miró furibundo, irritado por la estupidez de la pregunta.

–Pero… ¿qué haces aquí? –dije.

–Despertarte para que podamos largarnos de aquí lo más rápidamente posible. ¡Sal de la cama ahora mismo si quieres salvar el pescuezo!

A pesar de que cada vez estaba más alarmado, no conseguía despertarme del todo. Imaginé que sería por la pócima para dormir, que me había llenado la cabeza de telarañas y había convertido mis extremidades en plomo. Conseguí girarme en la cama, cayendo casi al suelo, hasta que, tambaleante, logré levantarme.

Djet corrió a sostenerme.

–Pesas como un hipopótamo –se quejó–, pero no eres ni la mitad de ágil. ¡Y ahora ven!

–¿Que vaya dónde?

–A cualquier sitio, mientras sea lejos de aquí. Coge ese saco y cárgalo tú. A mí me pesa demasiado. Y ya lo he traído hasta aquí.

Se refería a un saco de tela, del tamaño aproximado de su cabeza, cerrado en la parte superior con un trozo de cuerda de cáñamo. Lo cogí. Pesaba lo suyo, pero no tanto como para que no pudiera cargar con él un hombre adulto colgándoselo del hombro. En el interior del abultado saco oí el sonido del choque de metal contra metal.

–¿Qué hay dentro?

–¿Tú qué piensas?

–¿Monedas?

–Sí. Todo lo que perdiste y más. ¡Y ahora ven!

Dejé caer el saco sobre la cama. Pestañeé y me froté los ojos. Muy despacio, y de manera irregular, estaba recuperando todos mis sentidos.

–¡Djet! Largarnos de aquí furtivamente a media noche es una cosa. Sé que nunca debería haberte utilizado a modo de apuesta, que nunca debería haber permitido que ese hombre te llevara con él a su habitación. ¿En qué estaría yo pensando? Si has conseguido escapar de él, me alegro por ti. Haré lo que sea para sacarte de aquí. Pero si le has robado…

–¡Las monedas son tuyas!

–No, Djet. Las he perdido jugando. He sido un estúpido por…

–¿Vienes o no?

Miré el saco.

–Tal vez… si cogiera solo algunas monedas y dejara el resto… Necesitamos dinero para comer.

–¡Hagas lo que hagas, hazlo rápido!

Intenté deshacer el nudo y abrir el saco, pero la cuerda estaba atada muy fuerte. Estaba aún medio grogui por la poción y mis torpes dedos se negaban a obedecerme. Refunfuñé con frustración y lo dejé por imposible.

–¿Qué hora es, Djet?

–Estará a punto de amanecer, creo.

Suspiré.

–Si tengo que salir huyendo de aquí como un ladrón, llevándote a ti y el dinero, habría sido mejor hacerlo en plena noche, para tomar suficiente ventaja. ¿Qué pasará si el nabateo se despierta en cuanto salga el sol? Verá que tanto tú como el dinero habéis desaparecido y enviará a sus guardaespaldas a por nosotros.

–No, no lo hará.

–¿Por qué no?

–Porque están todos muertos.

Me quedé mirándolo durante un largo momento.

–¿Quién está muerto?

–El nabateo y sus guardaespaldas. Y también el niño.

Se me heló la sangre.

–¡Djet! Pero ¿qué has hecho, en nombre de todos los dioses?

Volvió a lanzarme una mirada que daba a entender su fastidio ante una pregunta tan estúpida como aquella.

–¡No los he matado yo, imbécil! Mírame bien. ¿Crees que un pequeñajo como yo podría con dos guardaespaldas y un hombre adulto? Tal vez, en una pelea, podría haber vencido al niño de pelo largo, pero…

–Entonces, ¿quién…? –Dejé la pregunta inacabada, puesto que la respuesta era evidente.

–El Cocodrilo y sus hijos –respondió Djet–. No me preguntes cómo mataron a los guardaespaldas. Eso no lo vi. Yo estaba en la habitación con Obodas y el niño, y los guardaespaldas estaban fuera. Pero supe que estaban muertos cuando los dos hijos entraron en la habitación, seguidos por el Cocodrilo, y vi que iban armados con cuchillos y que esos cuchillos estaban manchados de sangre.

–¿Viste al Cocodrilo y a sus hijos entrar en la habitación? –musité.

–Sí, porque era el único que estaba despierto.

–¿Y Obodas?

–Dormido como un tronco. Y el niño también. Obodas ni siquiera se despertó cuando le cortaron el cuello. Debió de ser esa cosa verde que le dio el Cocodrilo antes de ir a la cama.

–¿Cosa verde?

–El Cocodrilo dijo que era un elixir de amor. Cuando Obodas lo oyó, se lo bebió a toda velocidad, pero en vez de darle lujuria, le dejó rápidamente dormido. Ni siquiera se quitó el tocado.

–La pócima para dormir –dijo–. El Cocodrilo también me dio a mí una dosis de ese brebaje.

–Pero el niño se despertó. Estaba despierto cuando le… –Djet se estremeció–. ¿No le oíste gritar?

Casi se me corta la respiración.

–¡Ese grito en plena noche! Sí, lo oí. Pero pensé que serías… tú. ¿Y cómo es que sigues con vida, Djet?

–Iban a matarme, pero dijo el Cocodrilo que antes me interrogarían, para averiguar más cosas sobre ti, de dónde venías, qué te traías entre manos, y esas cosas. Mientras el Cocodrilo le quitaba las joyas a Obodas y recogía todos los objetos de valor, los dos hijos me amordazaron y me ataron. Luego me dejaron allí, en el suelo, mientras ellos arrastraban los cuerpos para sacarlos de la habitación. Y luego ya no los vi más.

–¿Cómo lograste escapar?

–Me ataron fatal y conseguí liberarme.

–Y has cogido el saco…

–Exactamente. Y el Cocodrilo y sus hijos volverán en cualquier momento. Verán que he desaparecido, que el saco ha desaparecido y vendrán a por ti. ¿Lo entiendes por fin, romano estúpido? ¡Tenemos que irnos enseguida!

Me había despertado del todo. El corazón me retumbaba en el pecho. Cogí el saco y me lo colgué al hombro.

–Muéstrame el camino, Djet.

Sujetando la lámpara, me guio fuera de la habitación y por el pasillo. En cuanto llegamos al vestíbulo, sopló la lámpara para apagarla. Abrí con cuidado la puerta. El exterior estaba tenuemente iluminado por la débil promesa del amanecer.

El aire era fresco. Estábamos rodeados por un laberinto de siluetas frondosas que no revelaban en absoluto la salida de aquel oasis. Habíamos llegado a la posada en plena noche, con aquel niño guiándonos. No recordaba el camino.

–Por ahí –dijo Djet.

–¿Estás seguro?

–Sí, por aquí volveremos a la carretera principal.

Dudaba, pero a falta de una idea mejor, decidí seguirle… y al instante tropecé con algo grande y carnoso en medio del camino. El sonido metálico del saco colgado del hombro me pareció un estruendo en medio de tanto silencio.

Recuperé el equilibrio y bajé la vista. La cosa con la que había tropezado era un cuerpo tendido boca arriba. Las sombras ocultaban el rostro del cadáver, pero por la barba lo identifiqué como el guardaespaldas que estaba sentado detrás de Obodas mientras jugábamos. La sangre que manchaba su cuello cortado brillaba en la oscuridad.

Sorprendido y en silencio, Djet me cogió la mano y tiró con fuerza de mí.

El camino estaba estrechamente flanqueado por ramaje y hojas que apenas se agitaban a nuestro paso. La arena bajo nuestros pies estaba bien compactada. Pero aun así, contuve la respiración por miedo a emitir algún sonido y traté de impedir que el saco se moviera.

Cuando salimos de aquella zona tan umbría, descubrimos de repente el cálido resplandor de una lámpara, la misma lámpara que colgaba por encima del tablero del juego de La barba del faraón y que sujetaba ahora el Cocodrilo para iluminar los trabajos de excavación de una tumba.

Prácticamente a nuestros pies, yacían amontonados los cadáveres de Obodas y el niño. El niño seguía vestido con la túnica roja, cubierta de manchas de un rojo más oscuro, sobre todo en el cuerpo, pero Obodas había sido despojado del atuendo nabateo y del tocado, que lucía ahora uno de los hijos del Cocodrilo. Una vestimenta curiosa para andar metido en un agujero sacando tierra a paladas.

El otro hijo lo hacía con las manos, mientras el Cocodrilo los controlaba sujetando la lámpara, cuyo espeluznante resplandor me permitía ver la cara de los tres. Tuve que esforzarme por contener un grito. Sus facciones habían dejado de ser humanas. Eran personajes de pesadilla con cabeza de animal.

–¡Más hondo! –dijo el Cocodrilo, un sonido que podría ubicarse entre una risilla y un siseo–. Tiene que ser lo bastante grande como para dar cabida a los cuatro. ¡Más hondo, chicos! ¡Más rápido! En cuanto acabemos con esto, volveremos a la posada y nos encargaremos de ese romano dormilón y de su movido esclavo. Y cuando se haga de día, despediremos a esos bobalicones de Sais. Y después…

–Después contaremos las monedas, ¿verdad, papá? –dijo el hijo que trabajaba con la pala.

–Y nos pondremos esos anillos y nos turnaremos para lucir ese espléndido collar con el rubí –dijo el otro.

–El rubí es para vuestra hermana, chicos. Con una dote así, podrá casarse con cualquier miembro de la familia más rica de Canopo. Pero por ahora, seguid cavando. ¡Más hondo! ¡Más rápido!

Djet me tiró de la mano para retroceder por donde habíamos venido. Muy despacio y en silencio, con el corazón retumbándome en el pecho, me retiré del área iluminada por el resplandor de la lámpara.

Djet y yo desandamos nuestros pasos hasta encontrar otro camino, que se bifurcaba hacia un lado. Cuando llegamos a un pequeño claro, tropecé con otro cuerpo, el cadáver del segundo guardaespaldas. Vislumbré entonces, atados a una palmera, los camellos del nabateo, desprovistos de sus arreos para pasar la noche. Los aparejos estaban perfectamente empacados junto a ellos. Había también unas cuantas alforjas de cuero llenas de agua y algo de comida, todo listo para ser cargado en los camellos.

Estaba aún por conocer un camello que fuese de mi agrado o que yo fuera del suyo. Pero había aprendido a montar. Equipé rápidamente el animal que me pareció más fuerte y entre toda aquella parafernalia acabé encontrando un lugar donde guardar el saco con las monedas. Pronuncié las palabras que había aprendido para convencer al animal de que se arrodillara. Monté y alargué el brazo para ayudar a Djet a subir. Pero el niño retrocedió hasta quedarse fuera de mi alcance.

–¿Qué pasa? –le pregunté.

–Nunca he subido a un camello.

–Pues será tu primera vez. Eres un chico afortunado.

–¿No muerden?

–Nunca. Y tampoco escupen. El camello es el animal más bondadoso y dócil que existe.

–¡Mientes!

–¿Prefieres quedarte aquí y acabar como ese? –Señalé el cadáver del guardaespaldas. La luz del amanecer empezaba a revelar el horror del tajo que había sufrido en la garganta.

Djet se encaramó al camello y se instaló detrás de mí.

–¡Hut! ¡Hut! –dije, tirando de las riendas. El camello resopló y se incorporó totalmente. Djet chilló y se agarró con fuerza a mi cintura–. ¡Hut! ¡Hut! –repetí, y nos pusimos en marcha al trote, dejando rápidamente atrás el oasis y la posada del Cocodrilo Hambriento.

Las estrellas habían desaparecido por completo. El camino y los arbustos que lo flanqueaban empezaron a cobrar color. Con el sol iluminándonos la cara, pusimos por fin rumbo hacia el delta.