VII

La calle de los Siete Babuinos estaba a escasas manzanas de allí. El nombre tenía su origen en una fuente circular situada en uno de sus extremos. El centro de la misma lo ocupaban siete babuinos esculpidos en mármol rojo, todos de cara hacia fuera, con surtidores de agua manando de sus bocas abiertas.

La casa de Tafhapy era la más grande de la calle, con muros de color azafrán que se alzaban por encima de las casas vecinas. Era una auténtica fortaleza, tal y como Berino había comentado. Antes de osar acercarme a la entrada –dos puertas de madera gigantescas con una potente cerradura de hierro–, inspeccioné la estructura desde todos los ángulos y puntos estratégicos que tenía a mi alcance. Vi que había al menos dos vigilantes patrullando por el tejado y que no había manera fácil de entrar, solo muros altísimos y ventanas inaccesibles. Tampoco había ningún edificio que ofreciera la posibilidad de saltar al tejado. Ni palmera que pudiera escalarse y desde la cual acceder a la balconada. Tendría que entrar por la puerta.

¿Cómo entrar o cómo conseguir que Axiothea saliera a verme? ¿Debería fingir que era un familiar que estaba desesperado por verla? Era muy posible que ese ardid le sentara mal, o peor aún, que le sentara mal a su mecenas.

«A menos que sea inevitable –me había enseñado mi padre–, nunca hay que mentir descaradamente a los más poderosos. No les gusta nada».

Tal vez debería llamar simplemente a la puerta, esperar a que se abriera la mirilla y contarle la pura verdad a quien apareciera: que era Gordiano de Roma y que quería hablar con la actriz Axiothea que, según mi información, residía en la casa.

«A menudo, la estrategia más directa acaba resultando la mejor», me había enseñado también mi padre.

Pero que se tratara de una casa tan inaccesible me empujaba a ser cauteloso, y las advertencias de los dos eunucos, por otra parte, me habían puesto en guardia. Limitarme a pedir lo que quería me parecía demasiado fácil.

Al final, me armé de valor, me acerqué a la puerta y llamé sirviéndome de un gran aro de hierro que servía también como pomo. La mirilla se abrió pasado un instante y detecté una cara oscura. Era uno de los porteadores de la litera que había visto en la plaza.

–¿Quién eres tú y qué quieres? –preguntó, hablando en griego con un acento muy marcado y desconocido para mí.

–Me llamo Gordiano…

–¿Un romano? –Mi nombre siempre me delataba.

–Sí. Desearía ver a Axiothea.

–¿A quién?

–A la actriz de la compañía de teatro llamada Axiothea. Creo que está en la casa y…

–¿Tienes algún negocio que tratar con el señor?

–No. Yo solo quiero ver a…

–¿Te conoce el señor?

Respiré hondo.

–No. Pero…

–¡Entonces, lárgate!

La mirilla se cerró de golpe.

–¿Podrías al menos decirme si Axiothea está en la casa? –grité–. ¿Conoces a la mujer de la que te hablo? –Levanté de nuevo el aro de hierro y aporreé la puerta.

–¡Lárgate! –dijo una voz grave por encima de mí–. ¡Lárgate, antes de que te obligue a largarte! –insistió. Empuñaba una lanza.

Me largué.

* * *

Vigilé la casa desde una distancia de seguridad. Tal vez consiguiera ver a Axiothea entrando o saliendo y tuviera oportunidad de hablar con ella, lejos de la casa y de los ojos vigilantes de los criados de su mecenas.

Monté guardia durante horas. La gente entraba y salía –esclavos entregando paquetes, comerciantes egipcios de aspecto adinerado, incluso algún que otro hombre de negocios romano vestido con toga–, pero ni rastro de Axiothea.

Al final, se abrió una de las puertas y salió un niño de unos siete u ocho años. ¿Sería el mensajero del que había oído hablar, el pequeño que había ido a buscar a Axiothea al mercado? La verdad es que cuando cruzó la calle con paso firme y ágil, tenía todo el aspecto de un esclavo destinado a alguna misión: espalda recta, cabeza alta, haciendo gala de una confianza que contradecía su edad y su baja clase social.

Le seguí.

En cuanto nos hubimos alejado un poco de la casa, y estuve seguro de que no nos seguía nadie, le adelanté y me planté delante de él, cortándole el paso.

El niño se llevó las manos a las caderas y se quedó mirándome.

–¿Quién eres?

Sin ganas de que otro egipcio me identificara como romano antes de acabar de presentarme, mantuve la boca cerrada y le miré fijamente.

–Podemos jugar a lo mismo –dijo, cruzándose de brazos y devolviéndome la mirada–. Tal vez tú no sepas quién soy yo –dijo–. Soy Djet, el esclavo de…

–Sé quién es tu propietario. Un hombre llamado Tafhapy.

–Así es. Y tú, desconocido, estás cortándome el paso. ¿De verdad quieres entrometerte en los asuntos de un esclavo que lleva un mensaje de Tafhapy? Piénsatelo bien, romano.

Apenas había dicho palabra y ya había detectado mi acento.

–Vaya con el cabroncete precoz –murmuré. Djet arrugó la frente y puso mala cara, incapaz de seguir mi latín. Continué hablando en griego–. Escucha, hombrecillo. Te dejaré pasar si me dices una cosa.

–Me dejarás pasar, y punto.

No iba a ser fácil. Consideré las distintas opciones. Le superaba en fuerza, evidentemente, pero ¿de verdad me convenía hacer daño, o amenazar incluso, a la propiedad de un hombre como Tafhapy? Seguramente no. Tal vez pudiera sobornar al pequeño.

–Escucha –dije–, apuesto lo que quieras a que te gusta el dulce. ¿Qué te parece si vamos a ver al panadero de la esquina y…?

–¿Pretendes sobornarme, romano?

–Bueno…

–El último mensajero de la casa de Tafhapy que aceptó un soborno fue azotado, colgado por los pies durante tres días y luego arrojado a los cocodrilos. Si crees que vas a poder sobornarme, romano, estás perdiendo el tiempo. Y ahora, fuera de mi camino.

Suspiré.

–Djet, solo quiero formularte una pregunta muy simple. ¿Sabes si en casa de tu amo hay una mujer llamada…?

–El último mensajero de la casa de Tafhapy que respondió a las preguntas de un desconocido fue también azotado, colgado por los pies y…

–Sí, ya te he entendido. –Respiré hondo. Me incliné hacia él y me acerqué hasta quedar casi nariz con nariz–. ¿Y si simplemente me limito a darte un nombre? Axiothea…

El niño pestañeó. Un débil y casi irreconocible temblor desestabilizó su rígida pose.

–¡Ajá! Entonces, la conoces –dije.

–¡Yo no he dicho nada de eso! ¡Intentas tenderme una trampa! –En un abrir y cerrar de ojos, había dejado de ser el inflexible criado de su amo para convertirse en un niño normal y corriente.

–¿Está Axiothea en la casa?

Djet intentó mostrarse impasible, pero se puso colorado y empezó a esbozar muecas.

–¡Ajá! La respuesta es sí, Axiothea está en la casa.

–¡Yo no he dicho nada de eso! –gritó el pequeño–. ¡Estás intentando meterme en problemas y no lo consentiré!

–Por mucho que hables como un hombre, Djet, tienes la voluntad de un niño. Puedes controlar tus palabras, pero no tus pensamientos, que se leen sin ningún problema en tu cara. Te faltan años de aprendizaje para llegar a dominar una expresión de indiferencia. Hay hombres que jamás en su vida lo consiguen.

–¡Esto no es justo! Estoy haciendo todo lo posible para serle fiel a mi amo y, aun así, averiguas todo lo que quieres saber. Si el amo se entera…

–Nunca se enterará, Djet. Te lo prometo. Y ahora dime cómo puedo conseguir que Axiothea salga de la casa para hablar conmigo, o cómo un romano inferior como yo podría entrar en ella.

–¡Ahora di que te llamas Gordiano y que vives en la última planta de un edificio de pisos del barrio de Rakotis! –espetó, y se tapó la boca con las manos.

Me quedé casi tan sorprendido como él.

–¿Qué has dicho?

Siguió tapándose la boca y negó con la cabeza.

–¿Cómo conoces ese nombre de Gordiano? ¿Cómo sabes dónde vive Gordiano?

No respondió.

Me recorrió un escalofrío. ¿Qué tipo de coincidencia era esa? ¿Qué podía significar?

–Deja que lo adivine, Djet. Tu amo te ha enviado a buscar a ese tal Gordiano, ¿verdad? ¿Tengo razón?

El niño negó con la cabeza, pero los ojos le traicionaron.

–Pues no necesitas ir hasta Rakotis para dar conmigo. Aquí me tienes.

Djet se destapó poco a poco la boca y se quedó mirándome, la cautela sustituyendo a su disgusto.

–¿Tú? ¿Tú eres el romano que se llama Gordiano? No te creo.

–Llévame en presencia de tu amo y que sea él quien lo juzgue.

–Si no eres Gordiano…, si no eres más que otro romano que intenta meterme en problemas…, o si estás intentando meter en problemas a ese tal Gordiano… o pensando que puedes engañar a mi amo…, te advierto que…

–Deja que lo adivine: me azotarán, me colgarán por los pies y me arrojarán a los cocodrilos.

–¡Como mínimo!

Me enderecé, eché los hombros hacia atrás y respiré hondo.

–Supongo que no sabrás por qué quiere verme tu amo.

El niño entrecerró los ojos. Me di cuenta de que ya no sabía muy bien qué pensar de mí.

–No tengo ni idea. –Su cara y su voz no me dieron a entender que estuviera mintiendo.

–¿Cómo pensabas convencerme de que te acompañara? Un niño se presenta en la puerta de mi casa y me dice que debo ir a ver a su amo, un hombre del que nunca he oído hablar… ¿Cómo pensabas hacerlo? ¿Ibas a ofrecerme dinero?

–No.

–¿Amenazarme?

–No.

–¿Cómo, entonces?

–Iba a pronunciar un nombre. Un nombre raro, que no es ni egipcio ni griego, ni romano, creo. Un nombre de mujer…

Cogí aire.

–¿Bethesda?

–Sí, eso es. –Me examinó con la mirada un buen rato, dándose cuenta de que yo tenía bajas las defensas–. ¿Eres de verdad Gordiano?

–Sí, lo soy.

El niño asintió, aceptando mi palabra.

–Llévame en presencia de Tafhapy –dije.