XIX
Seguí a Artemón –y a mi nariz– en dirección al asador y los hornos de barro instalados en un claro, a cierta distancia de las cabañas, donde los hombres hacían cola para que les diesen su ración de comida.
Pensé que Artemón sería el primero en ser servido, pero por lo visto tampoco había reglas al respecto, excepto que el primero en llegar era el primero en ser servido. Tocones de troncos hacían las veces de asientos. Al estar dispuestos en círculo, siguiendo la periferia del claro, no había un puesto de honor y cada uno se sentaba donde le apetecía. El lugar elegido por Artemón tenía la ventaja de estar situado en el lado contrario de aquel hacia el que se proyectaba la humareda del asador.
La cena resultó mucho mejor de lo esperado. Había tilapia recién pescada cortada en trozos y asada en pinchos, un guiso hecho con un tipo de judía que desconocía, pedazos muy generosos de pan de pita e incluso un condimento para el pescado consistente en corazones de palmito en vinagre, todo ello servido sobre platos hechos con corteza de palmera.
La comida estaba deliciosa, pero no tenía mucha hambre. Estaba demasiado excitado ante la posibilidad de que Bethesda estuviera allí. ¿Cómo y cuándo revelaría el objetivo de mi visita, sin ponernos a los dos en un peligro mayor del que ya corríamos? De momento, me pareció que lo más aconsejable era mantener la boca cerrada.
–Come como un adulto, la verdad –dijo Artemón, fijándose en el tremendo apetito de Djet.
–No creo que ninguno de los dos haya disfrutado de una comida tan buena desde que partimos de Alejandría –reconocí.
–Tenemos buenos cocineros entre nosotros.
–Ni tampoco creo que hayamos comido nunca en un plato como este. Muy ingenioso.
–Tenemos también excelentes artesanos.
–Si tan habilidosos son estos hombres, ¿por qué…?
–¿Por qué están aquí, en vez de llevar una vida normal, cumpliendo los dictados de la ley, desarrollando su trabajo en un pueblo normal? ¿Es eso lo que estás preguntándote?
Moví afirmativamente la cabeza.
–Pero te has reprimido antes de terminar la pregunta, de modo que espero que lo comprendas: no es algo que debas preguntar a ningún hombre en particular. Aunque veo que tienes mentalidad inquisitiva, Pecunio, y la curiosidad, con moderación, es una virtud. –Hizo una pausa para darle un mordisco al pescado y continuó–: Tú y yo somos jóvenes, Pecunio, más jóvenes que la mayoría de estos hombres. Ellos han visto más vida que nosotros. Sea libre o esclavo, la vida del hombre está llena de peligros: enfermedades, la muerte de los seres queridos, penurias, hambre. Cuando vienen malos tiempos, lo mejor que puede hacer cualquier hombre es dejar atrás su antigua vida y ver qué puede ofrecerle un tipo de vida distinto.
Era la excusa para caer en una vida de bandidaje más ingeniosa que hubiera podido oír jamás. Me mostré escéptico, pero mantuve la boca cerrada. Djet, por su parte, empezó a retorcerse de pronto de excitación.
–¿Y qué hombre no sentiría curiosidad por conocer la vida que lleva un bandido? –espetó. Me di cuenta de que miraba a Artemón casi sobrecogido.
–Este niño tiene la cabeza llena de fantasías –dije.
–Como la cabeza de cualquier niño, ¿no? –Artemón le alborotó el pelo–. Pero el chico tiene razón. No todo el mundo se suma a nosotros para huir de un desengaño amoroso o de las penurias. Los hay que se apuntan simplemente porque les apetece. Se han hartado de llevar una vida honrada y respetando siempre la ley y la echan por la borda, del mismo modo que echarías por la borda un par de zapatos que te machacan los pies. La vida que llevamos no encaja con todo el mundo, pero a quien le encaja, ya no desea otra cosa.
Se quedó un rato en silencio, enderezando la espalda sobre el tronco en el que estaba sentado a mi lado, comiendo, dando pequeños mordiscos y masticando a conciencia antes de tragar. Miré a mi alrededor y vi que los modales de muchos hombres no eran mejores que los de un puerco, pero los de Artemón eran elegantes, casi hasta el punto de rozar el ridículo, en mi opinión, teniendo en cuenta las circunstancias.
–¿Y tú, Pecunio? Por lo que me ha contado Menkhep, no puede decirse que hayas llegado aquí porque así lo hayas elegido.
Me sentí reacio a mentirle del todo.
–He llegado hasta aquí debido a un curioso conjunto de circunstancias, sí. Creo que tal vez haya sido la diosa Fortuna quien me haya guiado hasta este lugar.
–¿De verdad? La mayoría de las veces, poco tienen que ver los dioses con nosotros, o nosotros con ellos…, un acuerdo que me parece adecuado para todos los implicados.
–Hablas como un filósofo, Artemón.
–¿Y qué sabes tú de los filósofos, Pecunio?
«Sé más de filósofos que de bandidos», pensé.
–De pequeño, en Roma, había un hombre muy sabio que ejercía de vez en cuando de tutor para mí. Gracias a él conozco algo de griego. Era más poeta que filósofo, si acaso existe diferencia. ¿Y tú, Artemón? ¿Cómo es que hablas latín? ¿O es, tal vez, una pregunta prohibida?
No respondió. Dejó, en cambio, el plato vacío en el suelo, se incorporó y miró hacia el norte.
–Viene tormenta –dijo.
El cielo era azul, pero hacia el norte, en el horizonte, estaban formándose oscuros nubarrones.
–Esas nubes no estaban hace un momento –observé.
–No. Están sobre mar abierto, más allá de las desembocaduras del delta. En esta época del año, las tormentas se presentan de forma muy repentina.
Hice un gesto de indiferencia.
–Vuestras cabañas me parecen robustas. Es posible que el viento y la lluvia no lleguen hasta aquí.
Artemón sonrió.
–No me preocupa la tormenta, Pecunio. Más bien todo lo contrario.
Vi que varios hombres más miraban también hacia el norte. Algunos asentían con seriedad. Otros daban codazos a sus camaradas, señalaban el cielo y sonreían.
Hice un gesto de negación, sin entender nada.
–¿Es un presagio?
–¿Tú qué piensas, Pecunio? ¿Verdad que los romanos estáis siempre interpretando el cielo en busca de señales y augurios?
–Los que se dedican a ello son los llamados augures. Tienen años de formación.
–¿Y tienes tú las habilidades necesarias para hacer un augurio?
Negué con la cabeza.
–Bien, suerte que tenemos un adivino de confianza entre nosotros.
Miré a mi alrededor, dudando que algún miembro de la variopinta banda poseyera ni que fuera una pizca de conocimiento divino. ¿No acababa de reconocer Artemón que su banda no tenía nada que ver con los dioses?
–Apenas has comido nada, Pecunio. Creí que habías dicho que la comida estaba buena.
Me encogí de hombros.
–Las emociones de la jornada…
–Si has terminado, no desperdicies la comida. Veo que Menkhep está allí, comiendo con sus amigos. Dale tu ración a él. Djet, ven conmigo. Lavaremos los platos en el río y los pondremos después en el montón. Sugiero que nos retiremos a mi cabaña.
Desde el exterior, la cabaña de Artemón era igual que las restantes. En el interior, sobre el suelo de tierra, había un camastro elevado con un colchón de paja. A su lado, un baúl con cerradura, que imaginé que estaría lleno a rebosar de tesoros robados.
El resto de la cabaña era distinto a las demás, supuse, puesto que hasta el último rincón de espacio libre estaba abarrotado de lo que los romanos llamamos capsae, cilindros de cuero transportables destinados a almacenar rollos de pergamino. En cualquier superficie plana, había un rollo de pergamino extendido y sujeto con pequeñas piezas de plomo. La mayoría contenía escritura griega, pero había algunos que parecían mapas.
Me acerqué a uno de los mapas, que estaba abierto encima de una mesa baja junto a la cama, y vi que era de Alejandría. Observé los símbolos que indicaban puntos de referencia conocidos –la puerta del sol y la puerta de la luna, el templo de Serapis, la tumba de Alejandro– y experimenté una punzada de añoranza.
Incluso Djet, que no sabía leer, reconoció el mapa. Acercó el dedo a la imagen del faro y dijo, con mucha astucia, a mi entender:
–Me pregunto si esa tormenta llegará incluso tan lejos como a Alejandría.
–Seguramente no –replicó Artemón, sujetando con un nudo la pieza de tela que cubría la entrada para permitir el paso de la luz–. El viento sopla más hacia el este que hacia el oeste y, sobre todo, hacia el sur.
Volví a mirar el mapa. Alguien había trazado un círculo rojo alrededor de la calle de los Siete Babuinos y un punto rojo señalaba la localización exacta de la casa de Tafhapy. De repente, noté que el ritmo de mi respiración se aceleraba y mi corazón palpitaba con fuerza en el pecho. Aquello significaba que la suposición de Tafaphy era correcta, que aquella era la banda que había intentado secuestrar a su amada Axiothea y había secuestrado a Bethesda por equivocación. ¿Estaría o no aquí?
–¿Eres lector de libros, Pecunio?
–Siempre que puedo hacerme con uno.
–¡Estás jadeando! Me gusta conocer a otro hombre que se excita con solo ver unos papiros. Vivir en Alejandría debe de ser frustrante para ti. No hay otra ciudad del mundo que posea más libros que esa; la lástima es que únicamente pueden verlos quienes tienen permiso de los bibliotecarios reales. De todas formas, existe un buen mercado de contrabando con las copias que elaboran los escribas reales para ganarse un poco de dinero adicional. Si buscas adecuadamente, en Alejandría encuentras de todo.
Asentí, completamente aturdido.
–La mayoría de estos rollos de pergamino no son más que documentos antiguos muy aburridos: cartas administrativas, registros de impuestos, permisos de viaje…, el tipo de cosas que encuentras cuando atracas una caravana o saqueas los restos de un naufragio. Pero tengo la costumbre de no tirar nunca ningún rollo, o al menos, de no tirarlo hasta estudiarlo con detalle. Los documentos antiguos, por aburridos que sean, siempre te enseñan cosas interesantes. Y a veces encuentras verdaderos tesoros. Esa capsa que tienes a tus pies contiene los poemas completos de Mosco. Pero hablando de tesoros…, echemos un vistazo a ese saco que llevas.
Retiró el mapa de la mesa, lo enrolló y lo guardó. A continuación, extendió la mano y cogió el saco.
Se sentó en la cama y abrió el saco, observó su interior y silbó. Extrajo en primer lugar las monedas y las clasificó, dividiéndolas en distintos montones. Luego extrajo los anillos, uno a uno, y los examinó con detalle, como el joyero que tasa su valor. Lo hizo todo sin comentario alguno, pero cuando extrajo el último objeto que contenía el saco, el collar de plata con el rubí, sofocó casi un grito. Levantó la joya para que le diera un rayo sesgado de sol que entraba por la puerta. La piedra brilló con una luz roja abrasadora, como una brasa.
–De modo que esta es la razón por la que ese viejo bobo de Sais te siguió hasta aquí, y hasta su muerte. La verdad es que es una joya magnífica.
Artemón parecía incapaz de retirar la mirada del rubí. Pero finalmente me cogió la mano y depositó en ella la joya.
–Me temo que tendrás que entregar los anillos, Pecunio, y la mitad de las monedas. Pero puedes quedarte con el collar del rubí.
–¿Qué?
–¿No quieres entregar los anillos?
Todo lo contrario, lo que me sorprendía era que me permitiera conservar el rubí.
No me había entendido bien.
–¡Piénsalo bien, Pecunio! Al lado del rubí, esos anillos son triviales, igual que las monedas. Su mayor valor es la buena disposición que te proporcionarán cuando los compartas con los demás. Nadie es más querido que un ladrón generoso.
–Bueno…, si insistes…
–Te garantizo que es lo correcto. Pero no alardees de ese rubí. A todos les gusta lucir su botín, pero aquí no hay nadie que posea nada que se parezca ni muy remotamente a eso. Solo ver ese tesoro, cualquiera podría hacer algo de lo que luego tuviéramos que arrepentirnos.
Cerré el puño en torno al rubí. Si Artemón lo consideraba tan excepcional y valioso, era evidente que podría utilizarlo para comprar la libertad de Bethesda, si es que estaba aquí. ¿Habría llegado el momento de preguntarle por ella a Artemón? ¿Debería ser prudente y empezar preguntándole por la mujer que había visto al llegar, o simplemente preguntarle si en el Nido del Cuco había mujeres? ¿O debería ser más directo?
Mientras reflexionaba sobre el tema, y antes de que me diera tiempo a tomar la decisión, Artemón se levantó y me indicó que había llegado la hora de abandonar la cabaña. Recogí mi mitad de las monedas, las introduje de nuevo en el saco, junto con el rubí, y me lo até a la cintura. Vi que Artemón cogía uno de los anillos –el más pequeño, con un zafiro engarzado, que Obodas llevaría seguramente en el meñique–, lo guardaba en el interior de su túnica, y dejaba el resto de los anillos y monedas en la mesita, a la vista de todos. Ni siquiera se tomó la molestia de tapar la puerta con la tela. La confianza que tenía depositada en aquellos bandidos era asombrosa.
Nos indicó una cabaña cercana.
–Tu chico y tú podéis dormir allí.
–¿Está vacía? –pregunté.
Artemón asintió.
–Los hombres que dormían en esa cabaña ya no están con nosotros. A veces, como ha sucedido hoy, aumentamos en número. Y otras sufrimos pérdidas.
La aparición de Menkhep interrumpió cualquier explicación adicional.
–Te necesitan, Artemón.
Artemón exhaló un suspiro. De repente era como si se hubiese puesto años encima, como si fuera un hombre con enormes cargas de responsabilidad.
–¿Qué pasa ahora? ¿Otra pelea?
–No. Ella te reclama.
Inspiré hondo. Artemón no se dio cuenta.
–¿Por qué crees que será? ¿Por la tormenta? ¿Por el recién llegado?
–No lo sé. Pero insiste en verte.
Artemón asintió. Se olvidó por completo de mí y siguió a Menkhep.
–¡Artemón! –grité.
Se detuvo y miró por encima del hombro.
–Instálate en la cabaña, Pecunio, o explora el lugar a tus anchas. Aún queda un poco de sol.
–¿Puedo ir contigo?
Artemón se lo pensó. Y finalmente asintió.
–Si te apetece. Tarde o temprano tendrás que conocerla.
Con el corazón latiendo con fuerza, corrí tras él, con Djet pegado a mis talones.