XIV

Teti! –musité–. ¿Qué haces aquí? ¿Cómo has entrado? ¿Dónde está Djet? –Intenté sentarme en la cama, pero me sentía extrañamente mareado.

–No sé dónde ha ido el niño –dijo–. Pero le he visto salir hace un momento… y he pensado que esta era mi oportunidad.

–¿Tu oportunidad?

–Para estar contigo, Marco Pecunio. ¿O debería llamarte simplemente Marco? ¿No es esa la costumbre romana, utilizar solo el primer nombre cuando dos personas se hacen… amigas íntimas?

Por lo que a mí se refería, aquella intimidad era más que suficiente. Intenté sentarme nuevamente, y una vez más me lo impidió una extraña sensación en la cabeza y una tremenda debilidad en las extremidades. ¿Me habrían drogado de nuevo, esta vez Teti? ¿Tendrían los posaderos egipcios la curiosa costumbre de sedar a sus clientes para aprovecharse de ellos?

–No me encuentro bien, Teti.

–Ah, estás cansado, eso es todo. Un poco de aire fresco te revivirá.

Se acercó a la pequeña ventana de la habitación, levantó el picaporte de las contraventanas y abrió. Bajo la luz de la luna pude verla mejor.

Estaba completamente desnuda.

Tragué saliva. Tenía la garganta seca y rasposa.

–He cerrado la ventana para que no entraran moscas –comenté.

–¿Moscas? –Se echó a reír–. Las moscas duermen, bobo.

–Entrará la humedad. –Estaba acostumbrado a dormir en una ciudad junto al mar, refrescada por las salubres brisas marítimas. El ambiente del delta era bochornoso y húmedo, sobre todo de noche, cuando la orilla del río y las marismas desprendían sofocantes vapores. ¿Sería por eso que me sentía tan flojo e indispuesto?

A pesar de mis objeciones, Teti abrió las contraventanas. Se apartó de la ventana y se acercó a mí implacablemente.

Para ser sincero, y para ser justo, debo decir que sus insinuaciones no me dejaron del todo indiferente. Ver su figura desnuda a la luz de la luna removió en mí alguna cosa, que si no era exactamente deseo, sí era al menos una chispa de curiosidad. Teti no era Venus o, al menos, no era la representación que romanos y griegos tenemos de la diosa del amor, con su cintura de avispa y sus elegantes pechos. Se parecía más bien a las imágenes arcaicas que había visto en algunos templos a lo largo de mis viajes, diosas de la fertilidad con caderas, pechos y nalgas voluptuosos. Ante la visión de Teti desnuda, nadie podría decir que no era un ejemplar robusto de feminidad. Y para el que le agradara aquel estilo, aquella mujer era ideal.

Pero lo que Tetis se había metido en la cabeza era imposible. Y por dos motivos.

El primer motivo era Bethesda.

Como un actor en una obra de teatro, tuve el impulso de cubrirme hasta la barbilla con la fina sábana y gritar: «¡No, Teti! ¡No puedo hacerlo! ¡Mi corazón pertenece a otra mujer!». Pero aunque sí me cubrí con la sábana, mantuve la boca cerrada. Siendo como era un romano serio y formal, mis instintos clamaban contra realizar una declaración pública de mis sentimientos hacia una esclava, por mucho que la única persona presente fuera Teti.

¿De dónde saldría ese impulso de serle fiel a Bethesda? La castidad no es precisamente una virtud romana, al menos para el hombre; la fidelidad tal vez, cuando hay una esposa de por medio, pero Bethesda no era mi esposa y nunca llegaría a serlo. Yo era un hombre –un ciudadano de Roma nacido libre y soltero–, ¿qué me impedía, pues, si lo deseaba, consentir a un inofensivo pasatiempo en compañía de una mujer que se ponía a mi disposición?

Pero ahí estaba el problema: no lo deseaba, y no habría hecho nada ni aun pareciéndose Teti a Helena de Troya. De hecho, cuanto más bella fuera la tentación, más me habría encogido y apartado de ella. Así de mal estaba mi virilidad. La agitación que pudiera sentir al ver una mujer deseable –y en Canopo había visto unas cuantas– se transformaba al instante en pensamientos sobre Bethesda, y aquellos pensamientos no me producían placer, sino dolor.

¿Seguiría siéndome fiel durante nuestra separación? Y aun siendo ese su deseo, ¿la habría forzado algún bruto? ¿O más de uno? ¿Habría renunciado a mí Bethesda? ¿Me habría olvidado? ¿Estaría haciendo algún esfuerzo para volver a mí? ¿Volvería a verla algún día? ¿Seguiría con vida?

Mis torturados pensamientos se enlazaban unos con otros, y todo había empezado con la visión de una mujer atractiva. El más débil indicio de deseo no me producía lujuria, sino congoja. Ni siquiera podía darme placer a mí mismo. Mis instintos naturales estaban distorsionados, y todo debido a eso que los poetas llaman «amor». El amor me había convertido en un eunuco.

Era imposible explicarle todo aquello a Teti, que seguía desnuda a mi lado, sonriéndome.

Pero había un segundo motivo por el que era imposible consumar la unión que Teti insinuaba. En cualquier momento sufriría un violento ataque de vómito.

Noté más gotas de sudor en la frente. Notaba también las venas de las sienes bombeando con fuerza, millones de moscas zumbando dentro de mi cabeza. Tenía las manos pegajosas y frías, tremendos calambres en el estómago. Respiraba con dificultad. Mi garganta empezó a palpitar de forma espasmódica.

Cuando percibí las oleadas de náuseas, me di cuenta de que debían de haberme envenenado. ¿Me habría echado Teti un elixir de amor en la comida y se habría equivocado al calcular la dosis? ¿Sería una ladrona y una asesina a sangre fría como el Cocodrilo?

Lo más probable, pensé, era que la culpa fuese del pollo.

«Nunca comas pollo de la cocina de un desconocido», solía decirme mi padre. Me daba la impresión de que cuanto más lejos estaba de él, menos seguía sus sabios consejos y en más problemas me metía.

Retiré la sábana. Al verme desnudo y cubierto de sudor, Teti malinterpretó el gesto como una invitación. Y cuando intentó meterse en la cama, intenté salir por el otro lado, pero con tan mala pata que piernas y brazos acabaron enmarañándose. Cualquier dios que nos viera se echaría unas buenas risas ante tan grotesca parodia del acto del amor, carne removida y gruñidos de desesperación.

Por fin conseguí liberarme de ella y corrí hacia la ventana. Saqué la cabeza justo a tiempo. Mi cuerpo entero jadeó y empezó a sufrir convulsiones.

Escuché un grito justo debajo de mí. Era Djet. Se apartó corriendo a cuatro patas. Cuando se hubo alejado lo suficiente, levantó la vista y me miró acongojado.

–¿Tú también? –dijo. Y entonces, como si quisiera burlarse de mí, empezó asimismo a vomitar.

De modo que aquel era el motivo por el que había abandonado su puesto junto a la puerta; el malestar debía de haberle sorprendido tan solo unos instantes antes que a mí.

Estuvimos un buen rato dominados por las náuseas. Djet siguió donde estaba, a cuatro patas, mientras yo vomitaba por la ventana. Poco a poco, el violento ataque fue amainando, para regresar al cabo de poco rato y volver a amainar.

Djet se limpió la boca y me preguntó con voz débil:

–¿Crees que ha sido…?

–El pollo –dije.

Djet asintió y volvió a empezar con las convulsiones. Era increíble que un tipo tan pequeño como él pudiera contener en su interior tanto material necesitado de salir.

Las náuseas se aplacaron por fin, dejándome débil y agotado. Cuando me giré, vi que Teti había desaparecido de la habitación. ¿Le habrían dado asco mis vómitos o también se habría encontrado mal?

Fuera como fuese, crucé tambaleante la habitación y me derrumbé en la cama, feliz por quedarme por fin tranquilo. Esbocé una mueca de dolor cuando mi cabeza impactó no contra una mullida almohada, sino contra el duro y abultado saco del tesoro. Al menos, el problema del rubí me daría alguna cosa en que pensar que no fueran mis miserias físicas y de este modo, con la mano pegada al saco, fui sumergiéndome, poco a poco y a rachas, en el reino de los inquietantes sueños.

* * *

Me desperté al amanecer. Djet había vuelto a la habitación y ocupado su lugar en el suelo, junto a la puerta. Le sacudí para que se despertase y le dije que fuera a preparar el camello para poder partir enseguida.

–Pero si sabes que yo no sé enjaezar un camello –replicó, quejándose.

–Ayer me viste hacerlo a mí y me ayudaste a retirarle los arreos. Como mínimo, podrías llenar las alforjas con agua.

–¿Y si ese animal me muerde?

–Ya te lo dije, los camellos no muerden. Y ahora, lárgate.

Me encaminé hacia la cocina, donde ya se arremolinaba una cantidad enorme de moscas. La criada se había levantado y me preguntó si quería unos dátiles o un tazón de farina con leche de cabra. Mi estómago vacío rugía de hambre, pero solo me atreví a comer algunos trozos de pan seco y a beber un poco de agua fresca.

Entonces apareció Teti, vestida con un camisón suelto de lino, tan transparente que dejaba al descubierto hasta la última curva y rincón de su voluptuoso cuerpo. A juzgar por su animado comportamiento, no daba la impresión de que hubiese pasado mala noche. Tampoco la criada parecía enferma.

–Marco Pecunio –dijo, abriendo los brazos para ofrecerme un compasivo abrazo–. ¿Te encuentras ya mejor?

–Débil, pero bien.

–¿Y te quedarás otra noche, para tener oportunidad de que salgas de Sais con un mejor concepto de mi casa? –Habló con formalidad, pero su parpadeo lo hacía con un idioma diferente.

–Ay, Teti, lo siento, pero debo marchar enseguida. Las pirámides me llaman.

–¿Y cómo podría yo compararme con ellas? –dijo con un suspiro y llevándose la mano a sus generosos pechos.

–No te preocupes por lo de anoche –dije–. No podía haber pedido bienvenida más calurosa que la tuya.

–¡Ah, romano de pico de oro! Tal vez, de camino de regreso…

–Tal vez.

–Siempre serás bienvenido, Marco Pecunio. Y bien, creo que el chico y tú necesitaréis comida para el viaje. Tal vez quede aún algo del pollo de anoche en la cazuela de barro…

Me vino una arcada.

–No, no, Teti, ayer ya compré provisiones y estoy seguro de que por el camino encontraremos comida suficiente.

–Como desees, Marco Pecunio.

Saldé las cuentas con ella y salí a ayudar a Djet. Me sorprendió descubrir que había conseguido enjaezar el camello. Verifiqué las correas y las demás guarniciones y vi que había hecho un trabajo excelente. Había llenado también las alforjas. Solo faltaba esconder bien mi tesoro y ponernos en marcha.

Desde donde estábamos, detrás de la posada, se veía mínimamente la calle que pasaba por delante de la posada. Cuando estábamos a punto de partir, vi la figura de un hombre aproximándose, pero él no me vio. Le vi solo de refilón, pero aquella barba canosa y larga me resultó familiar. Oí que llamaba a la puerta.

–¡Teti! –gritó–. Teti, ¿estás despierta?

Reconocí la voz enseguida. Era Harkhebi, el líder de los padres de la ciudad de Sais con quien había jugado a La barba del faraón en la posada del Cocodrilo Hambriento.

Me giré hacia Djet.

–No digas nada y quédate dónde estás –le dije en voz susurrante.

–¿Qué pasa?

–Nada. Tú quédate aquí hasta que yo vuelva.

Reseguí el muro lateral de la posada y me acerqué todo lo que pude a la entrada, procurando mantenerme fuera del alcance de la vista de aquel hombre. Teti había salido para recibir a la visita. Por su manera de hablar, entendí que Harkhebi y Teti eran vecinos y se conocían bien.

–¿Qué tal tu viaje a Alejandría? –le preguntó Teti.

Harkhebi emitió un sonido grosero.

–¡El rey no nos ha dado nada! Es un inútil y, si hay que dar fe a los chismorreos, le queda poco tiempo en el trono.

–Ah, hablando de Alejandría…

Contuve la respiración, pensando que iba a hablarle de mí. Pero Harkhebi la interrumpió.

–Llegamos a Sais anoche a última hora, después de pasar el día entero de viaje.

–Pero aquí estás, bien temprano.

–Porque hay una cosa que debo contar a todo el mundo, y empezaré por ti, Teti. De regreso de la ciudad, nos detuvimos en un lugar llamado Canopo. ¡Esa ciudad es un asqueroso sumidero de vicio! Lleno de prostitutas, establecimientos de bebidas alcohólicas y garitos de juego.

¡Qué hipócrita! En lo referente a engullir cerveza y hacer apuestas, Harkhebi me había superado ronda tras ronda. Y ahora que estaba de vuelta en Sais, se hacía pasar por el serio y formal padre de la ciudad.

–Debe de ser un lugar horroroso –dijo Teti, empleando un tono que daba a entender que le gustaría conocer más detalles.

–Más horroroso de lo que te imaginas… puesto que cuando nos despertamos, después de pasar la noche en uno de esos lugares, ¿no descubrimos que uno de los clientes de la posada había sido asesinado?

–¿Asesinado? ¡Sagrada Isis! Cuenta, cuenta.

–La víctima era un adinerado comerciante de Nabatea. El chico que viajaba con él y sus dos guardaespaldas aparecieron también degollados.

Teti sofocó un grito.

–¿Y quién haría una cosa así? ¿Y por qué?

–El asesino fue uno de los huéspedes. Salió huyendo al amanecer con un camello robado, llevándose con él todo el dinero del nabateo y los anillos del pobre hombre. Se llevó también un collar con un rubí.

–¿Un rubí?

–Una gema fabulosa, que debía de valer una fortuna. El crimen fue tan audaz que los padres de la ciudad de Canopo ofrecen una recompensa por ese asesino y prometen también dinero por la devolución del rubí.

–Ese asesino que dices… ¿era un solo hombre? ¿Cómo consiguió un solo hombre superar a cuatro víctimas?

–No es simplemente un hombre. ¡Es un romano! Deben de ser la gente más sedienta de sangre del mundo, la verdad. Jamás en mi vida quiero volver a estar bajo el mismo techo que un romano.

–¿Un romano, dices? –La voz de Teti se volvió repentinamente monótona.

–Sí, un joven romano procedente de Alejandría que viaja con un niño.

–¿Con… un niño, dices? ¿Y viajan los dos en un camello?

–Sí. Nadie sabe qué dirección tomaron, pero es posible que se dirigieran hacia aquí, hacia Sais. Quiero alertar a todo el mundo, sobre todo a los posaderos, para que estén alerta ante la posible presencia de ese monstruo.

–¿Y si aparece?

–Mi consejo sería matarlo en el acto, como si fuera una serpiente peligrosa. Luego enviar su cabeza a Canopo y reclamar la recompensa. Ofrecen también una importante suma por recuperar el rubí.

–¿Ah, sí?

–Sí. Aunque también es posible que jamás decida pasar por Sais. No quiero alarmarte sin necesidad, Teti. Y aun en el caso de que estuviera en la ciudad, ¿qué probabilidades hay de que se alojara en tu posada?

Se produjo un largo silencio, durante el cual contuve la respiración.

–En mi posada no se ha alojado de momento nadie que responda a esa descripción.

–Me alegro de que así sea, por tu bien. Pero ándate con cuidado, Teti. Ese romano ya ha matado una vez y podría volver a hacerlo.

–Vaya tipo.

–Es un hombre peligroso, Teti.

–Sí debe de serlo.

–Bien, tengo que irme para avisar a todo el mundo. Hasta luego, Teti.

–Hasta luego, Harkhebi.

Regresé rápidamente a la parte posterior del edificio. Saqué el tesoro de entre los aparejos del camello, hurgué en su interior y lo devolví a su lugar.

–¿Qué sucede? –preguntó Djet.

–Te lo contaré después. ¡De momento mantén la boca cerrada!

Teti apareció por la puerta trasera.

–Marco Pecunio… –empezó a decir, su expresión acongojada.

–¡No digas nada, Teti! –Corrí hacia ella y le acerqué un dedo a los labios–. No hay palabras para las despedidas. Es una lástima que lo que pudiera ocurrir anoche no acabara ocurriendo… Nos vieron los dioses y tuvieron celos de nosotros, Teti. Pero te prometo que no te olvidaré. Y para que tú no me olvides, quiero regalarte algo.

–¿Un regalo? ¿Para mí?

–Sí, Teti. ¿Te gusta? –Le mostré el anillo que acababa de extraer del saco. Era un aro de plata con un lapislázuli engarzado.

–¡Oh, Marco, es precioso!

–Piensa en mí cuando te lo pongas, Teti.

–Oh, Marco, lo haré. –Se ruborizó y se le llenaron los ojos de lágrimas. Se tapó la cara y se giró hacia la puerta–. No debes verme llorar, Marco. Y tienes que marcharte… ¡enseguida! Todo Sais estará buscándote en muy poco tiempo. ¡Vete, Marco! –Y entró corriendo en la casa.

Djet se quedó mirándome, como queriendo decir: «¿De qué va todo esto, por Hades?».

Ordené al camello que se arrodillara, me monté en él y ayudé a Djet a instalarse detrás de mí.

–¡Hut! ¡Hut! –grité.

Djet, que no podía mantener la boca cerrada más tiempo, chilló y rio a carcajadas cuando el camello se levantó.

–¡Fortuna ha vuelto a demostrar el amor que siente por ti! –gritó.

–Pero ¿de qué hablas?

–Anoche pensé: «Qué lástima que el romano esté tan enfermo». ¡Dabas verdadera pena! Pero fue Fortuna la que te salvó de esa manera.

–¿Salvarme de qué?

–¡De ese hipopótamo! ¿No fue así como la llamaste ayer? ¿Un hipopótamo simpático? Habría sido terrible que Teti, la hipopótamo, hubiera conseguido salirse con la suya. Pero Fortuna te puso enfermo y así lograste escapar de tan horroroso destino. Con todo y con eso, no entiendo por qué te has andado con tanto galimatías y le has regalado ese anillo…

–¡Por Hércules, Djet, no levantes la voz! ¿Y si pudiera oírte?

Nos alejamos de la posada y al girarme vi a Teti en el umbral de la puerta. Estaba con los brazos cruzados y su rostro manchado de lágrimas mostraba una expresión ceñuda. ¿Habría oído sin querer aquel insulto? Tal vez no, me dije. Tal vez estaba simplemente enfadada porque me iba.

Pero en cuanto doblamos la esquina y empezamos a alejarnos, vi que se quitaba el anillo con el lapislázuli y lo arrojaba al suelo.

–¡Harkhebi! –gritó–. ¡Harkhebi, vuelve!

–¡Hut! ¡Hut! –grité entonces yo, y agité las riendas para animar al camello a correr más.