V

Bethesda! –grité, pensando que debía de estar cerca. Me incorporé, estaba entumecido. La cabeza me latía con fuerza. Observé los muelles, de arriba abajo.

–¡Bethesda! –volví a gritar, más fuerte esta vez.

No hubo respuesta. Sí escuché, sin embargo, el chillido de una gaviota. Para mis ofuscados sentidos, el sonido se pareció sospechosamente a una carcajada.

¿Cuánto rato me habría quedado dormido? A juzgar por la posición del sol, no podía haber sido más de una hora. ¿Estaría todavía de compras en el mercadillo?

¿Y dónde se habían metido los actores? Miré a mi alrededor y no vi ni rastro de ellos, con la excepción de huesos de dátil esparcidos por el suelo y otros restos del banquete del mediodía.

Volví a inspeccionar la zona con la vista, para asegurarme de que Bethesda no estaba por allí, y me dirigí hacia el mercado.

El lugar era un laberinto de tiendecitas y puestos, concebido expresamente para tener que caminar despacio e irse parando a mirar. Para quien deseara esconderse, un mercado abarrotado y desordenado como aquel era el rincón ideal. ¿Estaría Bethesda tomándome el pelo, jugando conmigo al escondite? No me parecía muy propio de ella.

Me sumergí en el mercado, intentando no dejarme distraer por las baratijas, chucherías, cazuelas y sartenes que allí se exhibían. Prácticamente todos los vendedores ofrecían productos para turistas, destacando entre ellos pequeñas reproducciones del faro para todos los bolsillos, confeccionadas en materiales que iban desde la cerámica barata hasta el cristal y el marfil. En el puesto de un vendedor de vestidos, vi uno de color verde casi igual al que le había comprado a Bethesda, aunque mucho más barato, pero cuando lo observé más de cerca comprobé que el tejido era de calidad inferior y su confección muy burda.

Llegué al final del mercado sin haber visto a Bethesda. Di media vuelta y recorrí de nuevo los puestos, de nuevo sin éxito. Regresé a la palmera, pensando en la posibilidad de que Bethesda hubiera vuelto durante mi ausencia, pero no estaba.

Empecé a inquietarme en serio.

Fui de puesto en puesto en el mercado, interrogando a los vendedores. Encontré algunos tan antipáticos que se negaron a hablar conmigo, seguramente debido a mi acento romano –un prejuicio con el que me enfrentaba de vez en cuando en Alejandría–, pero hubo algunos que recordaban haber visto dos chicas muy guapas vestidas de verde.

–¡Como gemelas! –me dijo un vendedor de alfombras con bigote y con mirada lasciva–. De esas dos costaría olvidarse. Iban riendo y susurrándose cosas, como tontuelas, lo que suelen hacer las chicas.

No me parecía muy propio de la Bethesda que conocía, que siempre se comportaba con la silenciosa elegancia de un gato. Lejos de mí, en compañía de otra mujer, ¿actuaría con menos comedimiento?

–Aunque de eso debe de hacer una hora –prosiguió el vendedor de alfombras–. Le echaron un rápido vistazo a la mercancía, hicieron un comentario grosero acerca de mi bigote, las muy tontas, y continuaron su camino. No he vuelto a verlas más.

Ni tampoco los demás vendedores. Bethesda y Axiothea habían visitado el mercado, eso era evidente, y varios vendedores se habían fijado en ellas, pero de eso hacía ya más de una hora, cuando me adormilé debajo de la palmera. Nadie sabía cuándo habían abandonado el mercado ni en qué dirección.

Por lo visto, Bethesda y Axiothea habían pasado la mayor parte del tiempo en el puesto de los vestidos, comparando su atuendo con la versión de calidad inferior que allí se vendía, para disgusto de la anciana responsable del puesto, que por ello tenía motivos para recordarlas. Respondió con frialdad a todas mis preguntas y entonces, cuando ya me marchaba, bajó la voz y me dijo:

–Pero ahora que lo pienso, sí que vi algo un poco raro…

–¿Sí?

–Estoy intentando pensar. Sí, fue mientras esas chicas miraban mis vestidos. Vi un par de tipos revoloteando por aquí, mirando hacia todas partes. No me gustó nada su pinta.

–¿Cómo eran esos hombres? ¿Cómo iban vestidos?

La mujer se encogió de hombros.

–Con túnicas vulgares, nada especial. Pero no fue la ropa lo que me llamó la atención, sino su expresión. No llevaban buenas intenciones.

–¿A qué te refieres?

–Cuando trabajas en un mercado como este, acabas aprendiendo a distinguir entre el que es un cliente y el que no lo es. También aprendes a detectar los que corren por aquí con intención de robar. Aquellos tipos no habían venido a comprar. Tampoco era gente del barrio. Ni eran turistas de paso. Y tampoco tenían el aspecto de los ladronzuelos y los rateros, en mi opinión. ¿Qué hacían entonces aquí, dando vueltas, qué se traerían entre manos? Nada bueno, segurísimo.

–¿Estarían siguiendo a las chicas? –Oí que se me quebraba la voz.

–Eso es lo que estoy preguntándome. Estaba a punto de decirles a las chicas que se largaran de mi puesto cuando me fijé en esos dos hombres. Pero luego las chicas se fueron, riendo…, divertidas por las miradas desagradables que yo les lanzaba, supongo.

–¿Y los dos hombres?

La mujer negó con la cabeza.

–Después de eso no recuerdo haberlos visto más, la verdad. Debieron de seguir su camino, pero no sé hacia dónde fueron. Tal vez siguieron a las chicas. O tal vez no. –Se encogió de nuevo de hombros.

Al final, regresé a los muelles, completamente desconcertado.

¿Debería regresar a mi habitación en Rakotis? Las probabilidades de que Bethesda hubiera regresado allí sin mí me parecían remotas. De todas maneras, de haberlo hecho, habría podido entrar, ya que la puerta no tenía ni cerradura ni llave. (La única cerradura era un simple taco de madera que giraba para bloquear la puerta desde dentro, para garantizarnos privacidad mientras dormíamos o estábamos haciendo otras cosas; el casero y su esposa, que vivían en la planta baja y controlaban quién entraba y salía, eran los responsables de la seguridad del edificio).

Había otra posibilidad: que Melmak se la hubiera llevado a la fuerza. Había mencionado que le gustaría incorporarla al grupo y se había ofrecido a pagarme por ello. Yo me había negado y allí había acabado la discusión. Melmak me parecía un tipo agradable, pero ¿qué sabía de él, en realidad, o qué sabía sobre Axiothea?

¿Y si Melmak me había echado alguna droga en la cerveza para que me quedara dormido, aun habiéndose llevado ya Axiothea a Bethesda? Eso habría permitido a todo el grupo largarse sin que yo me enterara; de este modo, podían haberse dado a la fuga con mi esclava y dejado que yo me despertara una hora más tarde y me encontrara completamente solo.

Entonces recordé que todos habíamos bebido cerveza de la misma copa y, por lo tanto, parecía poco probable que Melmak hubiera podido drogarme. De todas maneras, me había animado a beber más que los demás, y la cerveza, sin aderezos de ningún tipo, podía adormilar a cualquier persona en un día caluroso como aquel.

De pronto estuve seguro: Melmak me había robado a Bethesda. ¡El muy granuja! Pero muy pronto se daría cuenta de su error. Si yo me había podido permitir adquirir a Bethesda era porque se trataba de una esclava muy problemática que había causado problemas a todos sus anteriores amos. Los había que incluso la habían devuelto al mercado antes de un día. Era justo lo contrario a la esclava sumisa y obediente que la mayoría de los hombres deseaba tener en propiedad. Estaba seguro de que Bethesda opondría resistencia…

¿O no? Si Melmak se la había llevado a la fuerza, en contra de su voluntad, ¿por qué los vendedores del mercado no se habían dado cuenta de que aquello era un secuestro?

Porque la habían aturdido con cerveza, pensé, puesto que ella también había bebido un poco. Y porque le habían mentido, diciéndole que yo me había ido a algún lado e iban a acompañarla para que volviésemos a reunirnos, o porque se habían inventado cualquier historia para hacerla caer en la trampa. O porque…

¿Se habría marchado voluntariamente con ellos?

Aquella idea me inquietaba más que cualquier otra. ¿Me habría abandonado voluntariamente Bethesda para irse con el grupo de actores? Y de ser así, ¿por qué? O… ¿se habría cansado de mí? O, el pensamiento más espeluznante de todos, ¿sentiría realmente cierto cariño por mí? ¿Serían una farsa sus suspiros y sus gemidos durante las horas que pasábamos haciendo el amor, un simple espectáculo para complacer a un amo al que odiaba en secreto tanto como había odiado a todos sus anteriores amos? ¿Sería esa la emoción que acechaba en su interior, ilegible detrás de aquella fachada de gata? ¿Sería aquello sarcasmo hacia un joven amo de carácter débil del que se había burlado todo aquel tiempo?

No, era imposible.

¿O no?

No era propio de un romano sufrir aquellos temores y aquellas dudas con respecto a una esclava, por mucho que fuera bella, seductora y especial. Estaba experimentando innumerables emociones que entraban en conflicto y resultaban confusas, pero, por encima de todo, me sentía ansioso.

¿Dónde estaba Bethesda?

Decidí que mi siguiente actuación sería buscar al grupo teatral. Todo el mundo sabe que los actores carecen de domicilio fijo, que se mueven de un lado a otro para llevarles siempre la delantera a las autoridades que desaprueban su forma de actuar. Pero estaba seguro de que alguien acabaría poniéndome sobre la pista. Llevaba casi dos años en Alejandría ganándome la vida como mi padre, haciendo contactos y revolviendo la porquería de los demás. Había llegado el momento de poner mis propias habilidades a mi servicio.

* * *

De manera que pasé el resto del día de mi cumpleaños pateándome Alejandría y preguntando por la compañía de teatro de Melmak. La gente sabía enseguida a quién me refería. «Ah, aquellos que tienen el mono amaestrado», decían algunos, o «los que llevan aquel par de flautistas tan encantadores» o, lo más habitual, «aquellos que tienen esa actriz joven tan atractiva que anda desnuda por las calles». Muchos realizaban también gestos de asentimiento cuando les describía un hombre con una franja blanca que le dividía en dos el cabello y la barba, aunque pocos conocían al utilero Lykos por su nombre.

Todo el mundo conocía la compañía de Melmak, pero nadie sabía dónde vivían ni cómo ponerse en contacto con ellos. Resultaba curioso, en una ciudad tan poblada como aquella, que siete hombres, una mujer y un mono, tan llamativos cuando querían serlo, pudieran llegar a ser tan invisibles fuera del escenario.

Al formular mis preguntas sobre la compañía de teatro, procuré mencionar siempre, como de pasada, el mercadillo del puerto, para ver si alguien había estado aquel día por allí. Resultó que algunos de mis contactos habían ido a comprar o habían pasado por el mercado. Pero, por desgracia, ninguno había visto a dos chicas que encajaran con mi descripción de Bethesda y Axiothea. Al final de la jornada, sin embargo, me tropecé con un par de ancianos eunucos retirados del servicio real que compartían un apartamento bellamente decorado no muy lejos de palacio.

Se llamaban Kettel y Berino. Nunca me habían pedido dinero a cambio de su información y se alegraban siempre de verme. Me hicieron pasar, me invitaron a sentarme en un confortable sofá, encendieron un poco de incienso y me mimaron como tías a su sobrino favorito. Los dos eunucos eran una interesante fuente de información sobre la vida privada de cualquiera relacionado con el palacio, aunque la experiencia me había enseñado que no eran del todo fiables: tendían a dejar volar la imaginación. Teniendo en cuenta que los chismorreos palaciegos eran su especialidad, no pensé que pudieran saber alguna cosa sobre Melmak y, de hecho, no sabían nada. Pero cuando les mencioné el mercadillo del puerto, ambos enarcaron las cejas.

–¡Oh, en ese mercado tienen las joyas más encantadoras que existen! –Kettel, que estaba increíblemente gordo, levantó un brazo del que colgaba una enorme masa de carne que me recordó la rejilla de un gallinero. Agitó la rolliza mano para que sonaran las pulseras que lucía en la muñeca–. Justo hoy he comprado allí este precioso brazalete de bronce.

–¡Y pagado una barbaridad! –dijo Berino, que era tan delgado como gordo era su compañero. Acarició el fragmento de lapislázuli que colgaba de su huesudo cuello con una cadena–. Yo me he comprado este bonito collar por la mitad de precio que ese horrendo brazalete.

–Ambas piezas me parecen muy bonitas –dije.

Kettel rio comedidamente ante el cumplido. Berino agitó con exageración las pestañas y se ajustó bien la peluca. Daba por sentado que ambos eunucos llevaban la cabeza rasurada, pero ni siquiera en la intimidad de su casa les había visto jamás sin un elaborado y caro tocado.

–¿A qué hora estuvisteis por el mercado? –pregunté, como sin querer darle importancia.

–Un poco antes de mediodía –respondió Kettel–. Si vas más pronto, los precios son más caros. Y si vas más tarde, ya se han llevado las mejores piezas.

–Entiendo. ¿Y no habréis visto, por casualidad, una joven muy guapa, vestida de verde, con cabello negro…?

–¿Por qué? Pues sí que la hemos visto –dijo Berino.

–Sí, así es –dijo Kettel.

El corazón me dio un vuelco.

–Parecéis los dos muy seguros.

Berino arqueó una ceja.

–Porque hemos tenido una discusión.

–¿Una discusión? ¿Habéis hablado con ella?

–No, no, no. No ha sido una discusión con ella, sino una discusión sobre ella. Ninguno de los dos ha hablado con ella. Solo la hemos visto. Aunque no hemos visto lo mismo –explicó Kettel.

–¿A qué te refieres?

Se miraron entre ellos, como si estuvieran decidiendo quién de los dos tomaba la palabra. Empezó Kettel:

–Tuve que alejarme un momento del mercado, para atender debidamente la llamada de la naturaleza. Calle arriba, una manzana después del mercado, en una esquina, hay una letrina pública. Cuando terminé y salí, un poco más arriba en esa misma calle, vi a la chica que acabas de describir. La arrastraban un par de tipos de aspecto sospechoso y ella se resistía.

El corazón empezó a latirme con fuerza.

–¿Y nadie los detuvo?

–Era ya un poco lejos del mercado. No había mucha gente. Les grité, pero esos tipos me mandaron cerrar el pico y me dijeron que no me metiera en asuntos que no eran de mi incumbencia. Dijeron que la chica era una esclava que se había fugado y que iban a devolverla a su amo.

–¿Y los creíste?

–¿Por qué no? Aunque no fuese lo que parecía… la verdad es que últimamente, cuando uno ve alguna trifulca en la calle, nunca sabe qué pensar. Ya no sabes quién podría estar en nómina real, por muy brutal que sea su aspecto, o quién podría ser un criminal común, o incluso quién podría ser un espía. La situación es caótica. Ya nada es como en los viejos tiempos, cuando la reina Cleopatra lo controlaba todo con mano firme. Hoy en día, lo mejor es ir a la tuya y no meterte en los asuntos de nadie.

–¿Así que nadie corrió a socorrer a la chica? –Intenté que no me temblara la voz–. ¿Y esos dos hombres se la llevaron?

Kettel se encogió de hombros con indiferencia.

–Supongo. La verdad es que no le di muchas vueltas al tema, hasta que me reuní de nuevo con Berino en el mercado, le mencioné lo que acababa de ver… ¡y me dijo que todo eran imaginaciones mías!

–¿Por qué le dijiste eso, Berino?

El eunuco unió sus largas y esbeltas manos.

–Porque acababa de ver a esa chica… y no iba acompañada de ningún rufián. La chica de verde acababa de marcharse en dirección contraria, hacia el puerto, y no parecía en absoluto angustiada. Un niño tiraba de ella de la mano.

–¿Un niño?

–Un mensajero, supongo. Bien vestido, como si fuera de casa rica, pero iba solo, por lo que imaginé que no era un nacido libre, sino un esclavo. La belleza morena vestida de verde seguía al niño y se la veía feliz.

–¿Qué te hace pensar que era la misma chica que vio Kettel?

Berino frunció sus finos labios.

–Cuantos más detalles me daba Kettel sobre la chica que había visto, más se parecía a la que había visto yo… y, la verdad, ¿qué probabilidades hay de que dos seductoras bellezas morenas vestidas de verde se paseen por el mercado al mismo tiempo? Estoy seguro de que Kettel vio alguna cosa, pero lo más seguro es que lo interpretara erróneamente. Siempre estamos igual. Es una pena ver cómo, a su edad, la cabeza empieza a jugarle malas pasadas.

–¡Hijo de cocodrilo! –le espetó Kettel–. ¡El que te imaginas cosas eres tú! Lo más probable es que no vieras a esa chica en ningún momento. Fue solo después de que yo te la describiera que de repente «recordaste» haberla visto. ¡Es tu cabeza la que te juega malas pasadas!

–Aunque también es posible que ambos vierais lo que creísteis ver –dije, mi corazón dando un nuevo vuelco.

–¿Cómo quieres que sea eso? –Berino enarcó una ceja–. ¿Por qué preguntas sobre esa chica, Gordiano? ¿Quién es y qué tiene que ver contigo?

Negué con la cabeza y no respondí. Me marché lo más rápidamente que me fue posible.

Escapé de las nubes de incienso que perfumaban el apartamento de los eunucos necesitado de aire fresco, pero no me sentí aliviado. Tenía tanta tensión en el pecho que no podía ni respirar.

El sol empezaba a ponerse y proyectaba sombras alargadas. Los sonidos característicos de la hora de la cena y el olor a comida inundaban el ambiente, pero no tenía hambre.

En el camino de vuelta a casa, intenté dar sentido a lo que los eunucos me habían contado. De ser ciertas sus historias, uno había visto a Axiothea y el otro a Bethesda, y simultáneamente, además. Una de las chicas había sido secuestrada, mientras que la otra había desaparecido acompañada por un niño esclavo…, pero ¿quién era quién?

Llegué a mi edificio más inseguro y ansioso que en toda mi vida. Entré, pasé por delante de la casa de mi casero y subí la escalera. En el fondo de mi corazón esperaba que, al llegar a la última planta, abriría la puerta y me encontraría a Bethesda esperándome.

¿Qué explicación me daría de su desaparición? Me daba igual. Lo único que quería era que estuviera allí.

Abrí la puerta. Entré.

La habitación estaba vacía.

Cerré la puerta y la atranqué con el taco de madera. Me derrumbé en la cama, pensando que nunca jamás conseguiría dormirme. Pero la larga jornada me había dejado agotado. Cerré los ojos y caí en un sopor insomne.