XXXIII
El grito de una mujer me despertó justo antes del amanecer.
Pensando que era Bethesda, me puse en pie al instante.
Pero el grito no era de Bethesda, sino de Ismene. Bajo la débil luz que precede al amanecer, la vislumbré en la cubierta del camarote, en el sitio desde donde Artemón se había dirigido a todos nosotros. Tenía los ojos cerrados, las manos unidas encima de la cabeza y apuntando hacia el cielo, como si fuera a zambullirse. Entonces empezó a girar sobre sí misma, cada vez a mayor velocidad. La tela holgada y las borlas de su manto fustigaban el aire.
Los que estaban despiertos zarandearon a los dormidos y al poco estábamos todos observando los giros de Ismene. Parecía imposible que un mortal fuera capaz de moverse de aquella manera por voluntad propia. Era como si la controlara una fuerza externa, como si algo la hiciese girar sobre sí misma del mismo modo que un niño haría girar un muñeco.
Ismene acompañaba sus giros con unos aullidos siniestros que ponían los pelos de punta.
–Es como si un demonio se hubiera apoderado de ella –dijo Djet. Se cubrió con la manta casi toda la cara, asomando solo los ojos por encima.
–¡Niño estúpido! –espetó Ujeb–. Esto le pasa cuando tiene una profecía. Cuando recupere el sentido, nos contará lo que le han mostrado los poderes oscuros.
Cesaron de repente los aullidos. Los giros se ralentizaron hasta detenerse. Ismene se tambaleó, pero no cayó al suelo. Abrió entonces los ojos.
–¡Ananke ha levantado el velo! ¡Moira ha retirado las nieblas con su soplo! ¡El bastión egipcio de todopoderoso nombre me ha mostrado el libro de lo que devendrá!
Los hombres gritaron:
–¡Cuéntanos lo que has visto, Metrodora!
–¿Qué pasará hoy, Metrodora?
–Metrodora…
–¡Silencio todos! –gimoteó Ismene.
Hubo hombres que se encogieron, como si ella acabara de golpearles.
–¡Necesitamos un sacrificio! ¡Para que todo salga bien, se exige un sacrificio con sangre roja!
Los hombres se miraron ansiosos. Algunos miraron a Djet de una manera que me hizo sentir muy incómodo. Lo atraje hacia mí.
Artemón apareció en la escalera que conducía a la cubierta del camarote, pero se detuvo antes de aproximarse a Ismene. Parecía disgustado y perplejo.
–¿Qué dices, Metrodora? –preguntó–. ¿Qué quieren de nosotros las fuerzas oscuras?
–¡Un sacrificio de sangre roja!
Artemón se quedó blanco.
–¿Insinúas que alguien debe morir? –susurró.
Ujeb, que estaba a mi lado, empezó a lloriquear.
–¡Esto no ha pasado nunca! ¡Jamás entre nosotros ha habido un sacrificio humano! ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora?
–¡El maleficio! –vociferó Ismene–. ¡Hay que eliminar todos los maleficios! ¡Hay que purificarlo todo!
Artemón hizo un gesto de negación con la cabeza.
–¿Qué maleficio, Metrodora? ¿De qué hablas?
–¡Del maleficio del rubí! –Agitó la mano cerrada en un puño y la abrió para mostrar el rubí que yo le había dado, extraído del engarce del que colgaba del cuello del nabateo. En aquel instante, el primer rayo de sol perforó el horizonte e impactó en la piedra. Era como si Ismene tuviera una bola de fuego en la mano.
–¿De qué maleficio hablas? –preguntó Ujeb con voz quebrada–. ¿De dónde ha salido ese rubí?
–¡Estúpido! –gritó Ismene–. Tus preguntas carecen de relevancia. Lo único que importa es eliminar el maleficio. Si no lo hacemos, este navío jamás llegará a Alejandría.
Los hombres farfullaron y cayeron de rodillas. Artemón estaba desconcertado. Era evidente que aquello no entraba en sus planes.
–¿Quién debe morir, Metrodora? –gimoteó Ujeb–. ¿Yo? ¡Oh, dioses, por favor, que no sea yo!
–¡Cállate, bobo! –Ismene le lanzó una mirada fulminante–. No tiene que morir nadie. Pero todos debéis tocar el rubí. El rubí ya tiene un maleficio. El rubí puede asumir más maleficios, todos los maleficios que pueda haber entre nosotros, grandes y pequeños. Para que todo vaya bien, es necesario purificar la totalidad del barco y todos los que van a bordo. ¡Todos deben tocar el rubí!
Se acercó a Artemón, y lo miró fijamente hasta que él extendió la mano y, a continuación, depositó el rubí en la palma de su mano.
–¡Todos los que estén a bordo deben tocarlo! –vociferó Ismene.
Artemón bajó a cubierta. Pasó el rubí al primer hombre que encontró: Menkhep. Menkhep sostuvo la piedra preciosa alargando el brazo y la pasó al hombre que tenía a su lado.
El rubí fue pasando de hombre a hombre. Algunos lo miraban con temor reverencial. Otros apartaban la vista, atemorizados. Los hubo que lo acariciaban con algo parecido a la lujuria antes de entregarlo. Otros temblaban y chillaban al tocarlo, como si les quemara en la mano.
Cuando me correspondió el turno de tenerlo en mis manos, observé con detalle la joya que en su día fue mía. ¿Sería verdad que llevaba encima una maldición? Su anterior propietario, el nabateo, había acabado mal, igual que Harkhebi y los que habían querido hacerse con él. Pero en mi caso, la posesión del rubí me había ayudado a ganarme el respeto de Artemón, y regalándoselo a Ismene había tenido la oportunidad de ver a Bethesda.
–También el niño tiene que cogerlo –dijo Ismene, que se había abierto paso lentamente entre la multitud hasta llegar a mi lado.
Le pasé el rubí a Djet. Lo miró bizqueando un instante antes de pasarlo.
Ismene se aproximó. Los demás se retiraron. Y mientras todos los ojos seguían el rubí, se acercó tanto a mí que cuando me habló tan bajo al oído, solo yo pude oírla.
–Ha habido otra persona que ha tocado el rubí antes de que os despertara.
–¡Bethesda! –musité, sin apenas mover los labios.
Ismene asintió.
–¡Déjame verla! –susurré.
–No es posible –susurró también ella.
–Pero ¿cuándo…?
–Ve hoy con Artemón. Colabora en el asalto. Pero no vuelvas al barco. Quédate en Alejandría. Pase lo que pase, no vuelvas a subir a bordo del Medusa.
–¿Y Bethesda? ¿Cómo…?
Ismene dio media vuelta bruscamente y se marchó.
El rubí siguió pasando de mano en mano hasta que todos los hombres lo hubieron tocado. El último fue el capitán Mavrogenis, que lo observó con su ojo bueno, girándolo hacia un lado y hacia otro. Cuando Ismene se acercó a él, se enderezó y se lo entregó.
Ismene se hizo con el rubí, que resplandecía bajo el sol.
–¡Objeto maldito! –gritó–. ¡Objeto de belleza que contiene ahora en su interior hasta la última partícula de maleficio y mala suerte de todos los mortales a bordo de este barco! ¡Vete! ¡Que Poseidón te engulla! ¡Solo las aguas del mar pueden purificarte!
Echó el brazo hacia atrás y lo lanzó con todas sus fuerzas. Un rayo carmesí atravesó fugazmente el aire y desapareció entre las olas sin apenas salpicar.
Artemón estaba horrorizado. Pero luego, muy poco a poco, una sonrisa iluminó su rostro. Creo que anticipaba la reacción de los hombres. Durante un instante, permanecieron todos estupefactos, tan conmocionados como Artemón, luego algunos empezaron a estremecerse y boquear, otros a llorar. La ansiedad que no habían expresado hasta el momento salió a la superficie. Habían pasado la noche entera reprimiendo sus temores, acallando cualquier palabra que pudiera invitar al mal presagio, hablando tan solo de éxitos y gloria. ¿De qué oscuras pesadillas les habría despertado el grito de Ismene? Medio dormidos y aturdidos, Ismene les había transportado hacia un ritual que nadie esperaba, pero que en el fondo todos deseaban.
Estábamos purificados, pero no por el agua ni por la oración, sino por la magia. Los detritos de las ofensas contra los dioses y los mortales habían desaparecido. Habían desaparecido las dudas.
Estábamos listos para lo que nos deparara aquel día.
* * *
Después de levar anclas y de que el Medusa se hiciera a la mar, Artemón anunció los nombres de los que bajaríamos a tierra y de los que se quedarían a bordo vigilando el barco. Yo estaba en el primer grupo.
Se produjo entonces el reparto de armas entre los hombres. Los que iban a participar en el asalto recibieron escudos y corazas. Parte de esos objetos nos habían acompañado desde el Nido del Cuco, pero las mejores piezas salieron de un alijo del barco. Su estilo y su artesanía recordaban el armamento utilizado por los soldados del rey Ptolomeo. ¿De dónde había salido tanto equipamiento y de tan elevada calidad? Me pregunté si los confederados de Artemón habrían saqueado una armería real.
Artemón desenrolló un mapa grande y detallado de la ciudad de Alejandría, uno de los tesoros de su biblioteca que había decidido llevarse con él. Allí estaba señalado el muelle donde atracaría el Medusa así como la ruta que seguiríamos para ir y volver de la tumba de Alejandro. Animó a todos los hombres a estudiar el mapa y familiarizarse con los diversos puntos de referencia. Gracias a la rígida cuadrícula en la que Alejandro había basado su ciudad, incluso los más lerdos lograron comprender la disposición del mapa. Cuando me correspondió a mí el turno de observación, los nombres y las señales me evocaron un aluvión de recuerdos y una oleada de excitación. En cuestión de pocas horas, estaría de nuevo en Alejandría.
Artemón nos explicó su plan. Se explayó respondiendo las preguntas que formularon los hombres. Daba la impresión de que había pensado hasta en el más mínimo detalle y previsto cualquier eventualidad. Convenció incluso a los más dubitativos.
Los hombres de la banda del Cuco zarparon eufóricos hacia Alejandría. El tiempo era apacible, la espuma que levantaba la proa proporcionaba al ambiente un saborcillo salado y las gaviotas parecían querer marcarnos el rumbo.
* * *
El haz del faro destellaba con intensidad incluso de día, gracias a los gigantescos espejos que capturaban y refractaban la luz del sol. La señal se hizo más grande y más luminosa a medida que fuimos aproximándonos a la ciudad.
La primera vez que arribé al puerto de Alejandría, varios años atrás, me había quedado atónito ante el resplandor de la ciudad. Y me quedé atónito de nuevo. ¿Qué visitante, por mucho que conociera aquel paisaje, no se asombraría al ver surgir entre las olas el faro, el edificio más alto del mundo? Más allá del faro estaban las islas del puerto, rebosantes de templos y palacios. Frente al mar, el ajetreo del puerto y las espléndidas balconadas del palacio real.
Cuando pasamos delante del faro, observé la zona portuaria y localicé el lugar donde Bethesda y yo habíamos comido con Melmak y los actores de su compañía el día de mi cumpleaños, donde me había quedado dormido y me había despertado solo, con Bethesda desaparecida. Parecía que había transcurrido toda una vida desde aquel fatídico día.
Todo barco que entre en el puerto debe tener su correspondiente permiso, y nosotros no fuimos la excepción. Con el faro a nuestra derecha a modo de telón de fondo, un pequeño bote se acercó a recibirnos. Los remeros eran esclavos y transportaba un único funcionario, su aspecto ciertamente absurdo debido a su sofisticado atuendo, consistente en un casco que le iba grande y numerosas correas de cuero y hebillas de latón sin ningún objetivo práctico.
¿Habrían sobornado previamente al funcionario? ¿Serían auténticos los documentos que el capitán Mavrogenis le mostrara o una falsificación convincente? No estaba lo bastante cerca como para observar la conversación, pero, al cabo de unos instantes, el bote se alejó y el Medusa avanzó rumbo al muelle más grande de todos los que se adentraban en el mar.
Nunca había visto el puerto tan vacío. Mavrogenis tenía espacio de sobra para maniobrar, pero con todo y con eso hizo gala de unas habilidades impresionantes hasta dejar la embarcación atracada con el lado de babor en paralelo al muelle.
Antes de que el Medusa entrara en el puerto, habíamos escondido el armamento debajo de las mantas utilizadas para dormir. Ahora, con rapidez, retiramos las mantas, nos pusimos las corazas, cogimos las armas y nos reunimos en cubierta. Menkhep fue el responsable de confirmar que todos estábamos debidamente equipados.
Cuando noté unos golpecitos insistentes en el muslo, bajé la vista y descubrí que se trataba de Djet.
–¿Y qué pasa conmigo? –dijo–. ¿Dónde están mi coraza y mi espada?
Me gustó que me hiciera reír, un gesto que me distrajo del cosquilleo que sentía en el estómago. Menkhep, que pasaba entonces a mi lado, rio también.
–No seas ridículo, chico –dijo–. Tú te quedarás en el barco hasta que volvamos.
Djet se mostró abatido, pero luego sonrió.
–¡Podría encaramarme a lo alto del mástil para vigilar desde allí!
–Ya tenemos apostado un vigía allá arriba –replicó Menkhep.
Le dio al niño unos golpecitos cariñosos en la cabeza y siguió adelante. Miré a Djet, comprendiendo de repente que no había pensado qué sería de él. Me agaché y le hablé en voz baja.
–Tú quédate en el barco cuando nos vayamos, Djet. Pero si ves la oportunidad de hacerlo, si es seguro y nadie te ve, lárgate de aquí. Eres bueno y sabrás hacerlo. También sabes esconderte. Márchate del puerto si puedes y, de no ser posible, encuentra cualquier rincón o agujero en el edificio de la aduana y mantente escondido hasta que zarpe el Medusa.
–¿Y te espero allí?
–No. Tal vez. Quiero decir que… –Hice un gesto de negación con la cabeza–. Si me ves regresar con el resto, no te delates. No me llames ni vengas conmigo, ni siquiera si subo de nuevo al barco…, muy especialmente si subo de nuevo al barco. Mantente escondido. Y luego, en cuanto puedas, vete corriendo a la calle de los Siete Babuinos. –Logré esbozar una lastimera sonrisa–. Dile a Tafhapy que por fin has regresado de realizar el prolongado encargo que te encomendó.
–¿Y tú? ¿Qué le digo a mi amo sobre ti?
Suspiré, experimentando otra vez aquel cosquilleo en el estómago.
–Dile que me has hecho un buen servicio, Djet, y que me he sentido muy satisfecho. Dile que te he dado esto como muestra de mi agradecimiento.
Cogí la saca de monedas que llevaba atada a la cintura –puesto que había decidido llevar encima toda la riqueza que había ido acumulando desde que salí de Alejandría y no dejar nada en el barco–, extraje un siclo de plata de Tiro, una bella pieza con la imagen de Hércules en una cara y un águila sujetando una hoja de palmera en la otra, y lo deposité en la mano de Djet. Sentí el impulso de abrazarlo, y así lo hice, con tanta fuerza que casi le dejo sin respiración.
–¿No os parece conmovedor? –dijo Ujeb. Cuando levanté la vista vi que esbozaba una mueca–. ¡El romano está despidiéndose apasionadamente de su hermoso Ganímedes!
Antes de que me diese tiempo a replicarle, apareció Artemón en la cubierta del camarote. Llevaba una coraza con láminas de plata que capturaba la luz del sol y una espada de manufactura exquisita. Cuando se tocó la cabeza con su magnífico casco, un objeto antiguo de diseño griego con protección nasal repujada y llameantes carrilleras, parecía la viva imagen de Aquiles.
El casco servía también para ocultarle la cara. Para los demás no había cascos y teníamos que apañarnos con el camuflaje tradicional de los bandidos. Imitando a los otros hombres, y cumpliendo con el ritual que marcaba el inicio de cualquier golpe, me cubrí con el pañuelo la mitad inferior de la cara.
Igual que un general antes de una batalla, Artemón se plantó ante nosotros para ofrecernos un breve discurso. Al principio, tenía la cabeza tan alterada y el corazón me latía con tanta fuerza que apenas si pude oír una sola palabra de lo que decía. Imaginé que debía de estar intentando incitar nuestra bravura, o elevar nuestro orgullo, o ambas cosas. Pero a medida que fui relajándome, empecé a escucharle y me di cuenta de que su discurso no tenía nada que ver con lo que me había imaginado.
–¿Qué tipo de hombre es el rey Ptolomeo? ¿Por qué temerle? Un bufón gordo, le llaman algunos. La vergüenza de Egipto. El pueblo está dispuesto a librarse de él y su única esperanza para sustituirlo reside en su hermano, un hombre que ya tuvo oportunidad de reinar y fue empujado al exilio. Eso es lo que sucede cuando se deja que sea la sangre la que determine quién debería reinar. Esos hombres nacen para el trono, en lugar de ganárselo, y no existe manera de librarse de ellos.
»¡Mucho mejor ser el rey de los bandidos que el rey de Egipto, diría yo! Sus reyes inician su vida sobre un lecho de mullidos almohadones de color púrpura, jugando con sonajeros de oro y rodeados de esclavos que les abanican. Lo tienen todo desde que nacen y no conocen el valor de nada. Mejor empezar como el hijo bastardo de una prostituta, digo yo, y convertirse en bandolero junto con veinte o treinta compañeros leales, hombres de absoluta confianza, llenos de vigor y que no le tienen miedo a nada. Que esa compañía aumente hasta alcanzar el centenar de hombres libres, luego las dos centenas, luego un millar y se extienda por todo Egipto. ¡Algún día llegarán a las decenas de miles! Y el hombre que tenga el honor de liderarlos será el rey más grande que exista, porque será su líder electo, un hombre que se habrá ganado la corona no por heredar un objeto conseguido por sus antepasados, sino por su propio trabajo duro y sus méritos.
»Anoche os dije que lo que hagamos hoy nos convertirá en leyenda. Pero la banda del Cuco rebosa ya de leyenda. No existe hombre en Egipto que no nos conozca y no nos envidie, ¡que no envidie nuestra libertad, nuestra osadía, nuestra temeridad! Pero el tiempo sigue avanzando, y nosotros también. Ayer cerramos el pergamino del pasado. Hoy desplegamos el pergamino del futuro… ¡y el futuro será una historia grabada con letras de oro y con incrustaciones de piedras preciosas rebosantes de gloria!
»Anoche dije que el hombre que así lo desee puede quedarse aquí y abandonar el barco a nuestro regreso, disfrutar de sus oportunidades como hombre libre en Alejandría. ¿Alguien ha decidido abandonarnos? De ser así, que deje las armas y se haga a un lado ahora mismo.
Nadie se movió. Por una vez, Ujeb no tenía el chistecillo preparado. Todo lo contrario, le temblaba la barbilla y vi una lágrima resbalar mejilla abajo. Miré a Menkhep. No lloraba, pero tenía los ojos brillantes.
Incluso yo estaba embelesado con las palabras de Artemón. La banda de bandidos y su falsa gloria me traían sin cuidado, pero, con todo y con eso, permanecí clavado en mi sitio, sin moverme.
Dirigí la mirada hacia el camarote. La puerta estaba cerrada. ¿Estaría dentro Bethesda? ¿Estaría allí cuando regresara… si es que regresaba?
Artemón fue mirándonos de uno en uno y asintiendo, como queriendo reconocer y registrar la decisión tomada por los presentes.
Bajó entonces las escaleras hasta cubierta y, sorprendiéndome, cogió la larga correa que sujetaba a Cheelba. Artemón pretendía liderarnos por las calles de Alejandría con un león a su lado. ¿Y por qué no? El rugido de Cheelba aterrorizaría incluso a los oponentes más aguerridos.
Equipados, armados y listos, con Artemón y Cheelba liderándonos, descendimos en fila de uno la pasarela y echamos a andar a paso ligero por el muelle.