VI
Cuando me desperté al día siguiente, la habitación me pareció más vacía que nunca.
¿Dónde estaba Bethesda? ¿Qué habría sido de ella?
Inicié de nuevo la búsqueda de Melmak y su compañía. Había agotado mis fuentes habituales de información, de modo que decidí empezar de cero y abordar con descaro a perfectos desconocidos. Me arrepentí de haber gastado tanto dinero en el vestido de Bethesda. Las monedas sirven para aflojar la lengua de la gente, pero tenía la bolsa casi vacía.
Al final de aquel largo y penoso día, no sabía más que cuando me desperté.
Pasó otra jornada, y sin novedad. Me atacaban continuas oleadas de rabia y desesperación que se alternaban con una sensación de entumecimiento. Cada vez que abría de nuevo la puerta de mi habitación, una parte de mí confiaba en encontrar a Bethesda, esperándome. Sin embargo, la estancia estaba siempre vacía.
Fue casi por casualidad que una tarde entré en una taberna en Rakotis, a escasos pasos del edificio donde vivía, con la idea de gastar mis últimas monedas en una copa de vino griego de cierta calidad…, y entonces vi a Melmak en el fondo del oscuro local.
Las sombras le ocultaban la cara, pero tenía que ser él. El mono estaba tranquilamente sentado en su hombro.
Me quedé en un rincón oscuro y permanecí un rato observándole para asegurarme de que estaba solo. Después estudié con atención el local, tratando de detectar todas las salidas. Ahora que por fin lo había encontrado, no quería que se me escapara. Se me ocurrió entonces que no llevaba ninguna arma encima, con la excepción de un pequeño cuchillo, más adecuado para intimidar a un mono que a un hombre. Además, Melmak debía de ser más fuerte que yo. Era más voluminoso, evidentemente. Pero yo tenía la ventaja del factor sorpresa y de toda la rabia que llevaba acumulada.
Finalmente, respiré hondo y abandoné las sombras, crucé el local y me planté delante de él, los puños cerrados con fuerza y armándome de valor para impedirle el paso en el caso de que intentase huir.
Pero cuando Melmak levantó la vista y me vio, no hizo nada de eso. Esbozó una clara sonrisa y luego soltó un estruendoso eructo. Su aliento apestaba a cerveza. Agité la mano para despejar el olor y arrugué la nariz.
–¡Gordiano! –exclamó–. ¡Mi joven amigo romano! Siéntate aquí conmigo. Justo hace un momento, el mono y yo estábamos hablando de ti.
Se quedó mirándome. Al no recibir respuesta, y viéndome tan serio, frunció el entrecejo.
–Bueno, no es que estuviésemos hablando de ti, literalmente –dijo–, sino que hablábamos de Axiothea y de la última vez que estuvimos todos juntos, el mono, Axiothea y yo. Y tú también estabas presente… Era el día de tu cumpleaños, ¿verdad? De manera que, en cierto sentido, estábamos hablando de ti. De un modo indirecto, vamos. Muy indirecto. No sé si me explico.
–¿Cuánta cerveza has bebido? –dije.
–No lo sé. La tabernera no hace más que servirme y yo no hago más que beber. El mono insiste también en tomar un trago cada vez. ¡No me mires así! Él está más borracho que yo, ¿verdad? –Levantó un dedo en dirección al mono, que se lo agarró y emitió un pequeño eructo.
–¿Dónde está Bethesda? –pregunté.
–¿Quién?
–Bethesda, mi…
–Ah, sí, la esclava que se parece a Axiothea. Sí, ya me acuerdo. Por supuesto que me acuerdo. Pues no lo sé. ¿Dónde está? –Miró a su alrededor con ojos legañosos, volviendo la cabeza hacia un lado y hacia el otro–. ¿Debería estar aquí? ¿Ha quedado con nosotros?
Su ignorancia parecía sincera. Aunque me vi obligado a recordarme que era actor.
–Creo que sabes muy bien dónde está, Melmak. Creo que te la llevaste.
Melmak enarcó las cejas.
–¿Llevármela? ¿Llevármela dónde? ¿Dónde querrías que la tuviera de habérmela llevado? –En aquel momento parecía tan inocente como el mono y no mucho más inteligente.
¿Sería posible que Melmak no estuviera mintiéndome? De ser ese el caso, las alternativas eran más alarmantes si cabe: o Bethesda había huido por voluntad propia o dos desconocidos la habían secuestrado para vete tú a saber qué fines.
Noté que me flaqueaban las piernas. La indignación acumulada se evaporó de mí, como el vino se derrama de un ánfora agrietada. Me sentía vacío por dentro. Me dejé caer en la bancada al lado de Melmak y enterré la cara entre las manos.
–¡Tranquilo, tranquilo! –Me dio unos golpecitos en la espalda–. ¿Tan mal estás?
–Se ha ido –dije–. Ha desaparecido.
–¿La esclava? ¿Y qué pasa? Ya te conseguiré otra.
Negué con la cabeza.
Melmak suspiró.
–Sé cómo te sientes. Axiothea también se ha ido.
–¿Qué? –Me quedé mirándolo, en repentino estado de alerta. ¿Qué significaba eso de que las dos habían desaparecido? ¿Sería bueno o malo?–. ¿Que Axiothea ha desaparecido?
–No es que haya desaparecido, exactamente. Sé dónde debe de estar. Y no es conmigo. Y ahí está el problema.
–¿Qué quieres decir? ¿Dónde está?
–Con ese mecenas rico, por supuesto. Después de que se atreviera a presenciar nuestra última actuación desde el interior de su elegante litera, tendría que haberme imaginado que acabaría sucediendo. A ese tipo le basta con chasquear los dedos para que Axiothea acuda corriendo sin siquiera tomarse la molestia de avisar. Es como un gato, se cree que puede desaparecer varios días seguidos y luego volver como si no hubiera pasado nada. Es enervante.
–¿Entonces Axiothea está sana y salva? ¿No estás preocupado por ella?
–¿Preocupado? Por supuesto que no. Cuando decida volver, estará lustrosa después de haberse alimentado de exquisiteces varios días y lucirá varias joyas nuevas, supongo. Y se comportará como una princesa, mimada y creyéndose que puede andar dándonos órdenes a todos. Y puede hacerlo, por supuesto, porque yo se lo permito, a la muy malvada… ¿Puedo invitarte a una copa, Gordiano?
Le miré de reojo.
–No estoy muy seguro de si haría bien aceptando una copa del hombre que me dejó abandonado en el puerto el otro día. Tú y tus compañeros me dejasteis ahí para que me las apañara solo.
–¿Abandonarte? No creo que estuvieras precisamente con la soga al cuello. Estabas sesteando tranquilamente, con el estómago lleno de comida y cerveza, todo lo cual te ofrecí yo con toda mi generosidad.
–Estaba inconsciente. Cualquier ladrón podía haberme robado sin yo enterarme.
–En caso de que llevaras encima algo que mereciese la pena robar. Pero, si quieres que te sea sincero, tu bienestar no era mi principal preocupación en aquel momento. La realidad es que nos largamos con cierta prisa.
–¿Por qué?
–¡Por lo fuerte que roncabas!
Se echó a reír con su propio chiste y dejó de hacerlo en cuanto vio lo desesperado de mi expresión.
–De acuerdo, Gordiano, te contaré lo que sucedió en realidad. Ordené a uno de los flautistas que echara un vistazo a los alrededores, para vigilar, como suelo hacer normalmente, y justo cuando estaba adormilándome, el chico volvió corriendo, sofocado y alarmado. «¡Se acerca una tropa de guardias reales!», dijo. «¿Y qué?», dije yo, porque normalmente esos tipos uniformados son tan imbéciles que no tienen ni idea de dónde nos metemos, siempre y cuando el mono guarde silencio. Pero el chico había reconocido al líder del contingente, un comandante que nos guarda rencor.
–¿Rencor?
–Me hice famoso por la imitación que hacía de ese tipo (una imitación asombrosa, lo reconozco) y, por algún motivo que desconozco, se lo tomó como un insulto. De modo que recogimos los trastos y nos largamos en un abrir y cerrar de ojos. Y sí, te dejamos donde estabas, emitiendo unos ronquidos tan potentes como los que sueltan los cuernos de navegación del faro.
–¿Y Axiothea? ¿Y Bethesda?
–Axiothea es perfectamente capaz de defenderse por sí misma. Imaginé que, tarde o temprano, ella y tu esclava acabarían volviendo del mercado y te despertarían, seguramente mucho después de que los soldados hubieran pasado por allí.
–¿Y qué tendría que haberle dicho yo a Axiothea cuando me preguntase dónde estabas? Yo no tenía ni idea de dónde te habías ido, ni por qué.
Melmak se encogió de hombros.
–A veces, la compañía tiene que dispersarse y desaparecer rápidamente, y ella lo sabe muy bien.
–Pero Axiothea no volvió –dije–. O, si lo hizo, no me despertó. Y nunca más… –Se me hizo un nudo en la garganta–. Y nunca más he vuelto a ver a Bethesda.
–Oh, entiendo. ¿De modo que la esclava anda desaparecida desde entonces?
Moví afirmativamente la cabeza.
Melmak se quedó pensativo.
–Yo tampoco he vuelto a ver a Axiothea desde ese día. No habrás visto a Axiothea, ¿verdad?
–No. Pero he hablado con alguien que tal vez la vio abandonar el mercado el día en cuestión.
–¿Sola?
–No exactamente. Es posible que lo hiciera siguiendo a un niño.
Melmak sonrió.
–Bien, pues ahí lo tienes. Acabas de confirmar mis sospechas, que Axiothea fue reclamada por su mecenas. Siempre envía sus mensajes con un niño, que conoce a Axiothea de vista. Sin duda, el niño era ese y la llevó con su amo.
Sentí un escalofrío.
–Pero eso debe de significar…
–¿Sí?
«Que la mujer secuestrada por los dos rufianes era Bethesda, no Axiothea», pensé.
–¿De modo que después de que me dejaras durmiendo en el puerto no volviste a ver ni a Axiothea ni a Bethesda?
–Correcto.
–En este caso, Axiothea fue la última que vio a Bethesda. Tengo que hablar con ella. ¿Dónde está, Melmak?
–No tengo ni idea.
–Has dicho que debe de estar con su mecenas.
–Sí, pero no sé dónde vive. Ni siquiera sé cómo se llama.
–¿Cómo es posible? ¿No sientes curiosidad?
–Por supuesto que sí. Pero siempre que sale a relucir la pregunta, Axiothea deja muy claro que la relación que tiene con ese hombre, sea la que sea, es una cuestión privada. Me muerdo la lengua y no me meto. Reconozco que no me resulta fácil.
–Pero tengo que hablar con Axiothea. Es preciso que la encuentre.
Melmak se encogió de hombros con indiferencia.
–Has conseguido dar conmigo.
–Después de días de andarte buscando… y por pura casualidad.
Melmak asintió con ojos legañosos y súbitamente se espabiló.
–Y mira a quién más acabas de encontrar… ¡Lykos!
Me giré y vi llegar al utilero, con su singular franja de pelo blanco.
–Lykos, ¿te acuerdas de nuestro amigo Gordiano?
El hombre me miró sin entender nada, pero enseguida me reconoció y asintió. Se volvió hacia Melmak.
–¿Hay noticias de Axiothea? Supongo que no habrá aparecido.
Melmak hizo un mohín.
–No. Sigue desaparecida.
Lykos hizo un gesto de preocupación.
–Tarde o temprano, Melmak, tendremos que sustituirla. No nos deja otra elección. ¡Con todo lo que he trabajado con su maquillaje y sus disfraces! Los disfraces pueden reutilizarse, claro está…, si encontramos una chica de la misma talla. –Me miró levantando una ceja–. Tú tenías aquella esclava tan encantadora… ¿Cómo se llamaba?
–Bethesda –musité.
–Pero resulta que también ha desaparecido –dijo Melmak.
–¿De verdad? –Lykos puso mala cara–. Una lástima.
La desesperanza se apoderó de mí. Pero quería tener en cuenta que la suerte y la persistencia me habían llevado hasta donde estaba. ¿Me llevarían también hasta Axiothea?
Miré la penumbra.
–Tiene que haber una manera –susurré.
Di media vuelta y abandoné la taberna sin decir nada más.
* * *
Una hora más tarde, estaba en su apartamento, sentado entre los dos. Kettel ocupaba más de la mitad del sofá, mientras que Berino y yo estábamos apretujados en el espacio restante. Se negaron a dejarme que les explicara el porqué de mi nueva visita sin antes haberme agasajado con dátiles rellenos con almendras y pan de pita untado con mermelada de granada, todo ello regado con un vino de Cos excelente.
–¡La última cosecha que consiguió escapar de la isla antes de que ese monstruo de Mitrídates la invadiera! –comentó Berino.
Me permitieron por fin describirles la litera que había visto en la representación de la compañía de actores, con sus columnas imitando el loto y sus porteadores negros como la noche.
–Tafhapy –dijo Kettel.
–Sin duda –coincidió Berino.
–¿Es ese el propietario de la litera? –dije–. ¿Estáis seguros?
–Por supuesto –dijo Kettel, limpiándose un poquitín de mermelada que le había quedado en la comisura de la boca–. Tafhapy adquirió tanto la litera como esos porteadores a la vez, hará cosa de unos meses. Se lo compró a un rival suyo en los negocios al que llevó a la bancarrota. ¡Es un tipo sin escrúpulos! ¿Qué quieres saber sobre él, Gordiano?
–Dónde vive, para empezar.
–En la calle de los Siete Babuinos, en una casa inmensa pintada en color azafrán con una balconada que domina la calle. Imposible pasarla por alto. Pero, por favor, dinos que no haces negocios con ese tipejo.
–¿Por qué?
–¡Porque es un sinvergüenza! No tiene ningún escrúpulo. Es tremendamente peligroso.
–¿Es un criminal?
Berino sorbió por la nariz y empezó a tamborilear sobre la rodilla con sus largos y huesudos dedos.
–Tafhapy no ha ido nunca a la cárcel, si es eso a lo que te refieres, pero eso no significa que no haya partido unas cuantas cabezas y haya hecho desaparecer a algún que otro rival en los negocios. Los hombres como Tafhapy no se someten a los dictámenes de los jueces reales, sino que los sobornan. Nadie puede calificarte de criminal si estás por encima de la ley. En la actualidad, es uno de los hombres más ricos de Alejandría, tan rico y tan poderoso que dicen que le escucha incluso el mismísimo rey.
–¿Y de dónde procede su dinero?
–Heredó un negocio naviero de su padre. Es propietario de una flota que trafica con mercancías de todo tipo, tanto por el Nilo como por el mar. Por lo que sé, fue precisamente uno de sus barcos el responsable de transportar este excelente vino desde Cos. ¿Quieres un poco más, Gordiano?
–No, gracias.
–¿A qué viene ese interés por Tafhapy? –preguntó Kettel.
No vi motivos por los que no contárselo.
–Tal vez recordéis que cuando el otro día vine a visitaros, estaba intentando encontrar a los miembros de una compañía de teatro. Entre ellos hay una joven actriz llamada Axiothea. Tafhapy parece haberse encaprichado de ella.
–¿Encaprichado dices? –Kettel miró por encima de mí a Berino, que le devolvió la mirada de escepticismo.
–¿Por qué no? Axiothea es muy atractiva. Bella, en realidad. Se parece a… –Tragué saliva.
Berino movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
–Tiene que ser bella, a tenor de su nombre.
–¿Por qué lo dices?
Se echó a reír.
–Gordiano, sé que tu griego es encantadoramente rudimentario, pero estoy seguro de que incluso esto podrás entenderlo. Axiothea, «Digna de ser admirada». Lo más probable es que se trate de un nombre artístico.
–No lo había pensado. –La verdad era que un nombre como ese encajaba a la perfección con una bella actriz que recorría las calles prácticamente desnuda para llamar el máximo de atención posible–. Aunque acabáis de intercambiar una mirada especial cuando he mencionado que Tafhapy se siente atraído hacia ella.
Berino tosió para aclararse la garganta antes de responder.
–Veamos, por lo que sabemos de Tafhapy, es más probable que se encaprichara de ti, Gordiano, que de esa joven actriz, por muy «Digna de ser admirada» que sea. Tafhapy nunca ha tomado esposa. Ni tiene hijos, que yo sepa.
Kettel hizo un mohín y movió la cabeza en un gesto de asentimiento. Me retorcí, incómodo como estaba, apretujado entre los rollos de grasa de Kettel y los huesudos codos de Berino.
–Pues aun así, el líder de la compañía de teatro está convencido de que Axiothea está en casa de ese tal Tafhapy. Y necesito hablar con ella… urgentemente.
–Buena suerte si consigues verla, si es que realmente está en la casa de la calle de los Siete Babuinos –dijo Berino–. Ese lugar es como una fortaleza.
–Tal vez consiga entrar si se me ocurre algún pretexto… –Fruncí el entrecejo.
–Sí, tú eres un chico listo –dijo Kettel, apretujándome el muslo con una de sus manotas sudorosas–. Ya se te ocurrirá alguna cosa. ¿Te apetece otro dátil? –Cogió una de estas exquisiteces de la mesita y, con el meñique extendido, me lo acercó a la boca.
Lo rechacé con un gesto y me levanté del sofá.
–Tengo que irme.
–Pero ¿dónde vas? –me preguntó Berino, poniendo cara larga.
Kettel me miró, y luego miró el dátil que se había quedado a medio camino y se lo metió en la boca. Fue como si se hubiera expandido, como si de repente hubiera llenado el espacio vacío que yo acababa de dejar en el sofá, de tal manera que se me hacía difícil ver cómo había sido capaz de acomodarme entre los dos.
–A la calle de los Siete Babuinos –respondí–. Tiene que haber alguna manera de poder hablar con Axiothea.
Berino se desplegó como un insecto palo y me acompañó hasta la puerta. Con tremenda dificultad, Kettel se levantó del sofá, cogió otro dátil y anadeó detrás de Berino.
Cuando ya salía, Berino me agarró por el codo.
–Gordiano, hagas lo que hagas, ve con mucho cuidado. No hagas nada que pueda ofender a Tafhapy. Como te he dicho…, es un hombre peligroso.