XXVIII
El resto del día de mi ritual de iniciación estuvo marcado por el consumo de grandes cantidades de vino y cerveza. Mis recuerdos son confusos. Ismene no estaba por ningún lado. Ni, naturalmente, tampoco lo estaba Bethesda, la persona que más anhelaba ver y tocar después de experimentar un roce con la muerte como aquel. Ni siquiera con el amodorramiento provocado por la bebida logré contener la necesidad de estar con ella y me cuidé de no decir nada que pudiera delatarme.
Me enseñaron diversos saludos secretos que solían utilizar los miembros de la banda del Cuco. Algunos consistían en fragmentos de versos malos: yo tenía que pronunciar la mitad de determinada frase sin sentido y, en el caso de que un desconocido fuera casualmente miembro de la banda, me respondería con el resto de la frase. Otros saludos consistían en señales secretas realizadas con las manos, algunas evidentes, pero otras bastante sutiles. Me contaron que resultaba muy útil si tenías que encontrarte con otro miembro en un lugar muy concurrido o si tenías que hacer una señal de un lado a otro de una estancia.
Cuanto más bebía, más tonto me parecía todo, en especial una señal con las manos que consistía en introducirse el meñique en las orejas, primero en una y luego en la otra. La respuesta correcta era darse tres golpecitos seguidos en la barbilla con el pulgar. Después de ensayar esa señal varias veces, Menkhep y yo acabamos llorando de risa.
Cheelba apareció en el claro al cabo de un rato. Y la verdad es que era tan manso como había afirmado Artemón, puesto que ninguno de los hombres se levantó para marcharse. Varios se atrevieron incluso a acariciar y decirle palabras cariñosas al animal, como si fuese un gato doméstico egipcio. Cheelba se detuvo cortésmente para someterse a las caricias, pero luego vino directo hacia mí. De haber estado sobrio, habría echado a correr, pero el estado de embriaguez en que me encontraba me dejó observando maravillado el firme avance del león entre la muchedumbre. Cuando llegó a mi lado, me miró a los ojos durante un buen rato y luego me empujó la mano con el hocico. Noté el calor de su aliento en la palma y, acto seguido, la aspereza de su lengua lamiéndome los dedos.
Djet observó maravillado la escena. Los demás lanzaron vítores. Incluso Artemón aplaudió. Cheelba levantó la cabeza y emitió un poderoso rugido.
Y así terminó la jornada en que me convertí en un miembro más de la banda del Cuco.
* * *
Durante los días siguientes, me acostumbré a la rutina del Nido del Cuco, o a lo que en una guarida de proscritos y vagabundos pueda entenderse como rutina. Confieso que tomé parte de algún que otro acto menor de bandidaje, pero gracias a Fortuna conseguí trazarme un precario camino intermedio: no hice daño alguno a víctimas inocentes ni quebranté mi juramento de lealtad hacia mis compañeros bandidos.
Con Menkhep y algunos más bajé la guardia lo suficiente como para revelar fragmentos de mi verdadero pasado, como el hecho de que había viajado para conocer las Siete Maravillas del mundo. A un hombre que ha visto con sus propios ojos las maravillas nunca le falta público, ni siquiera entre criminales.
Pero en su mayoría fueron días penosos, puesto que tenía que fingir ser lo que no era mientras esperaba en vano que se me presentara la oportunidad para liberar a Bethesda y huir de allí. De haber estado dispuesto a atacar y superar la vigilancia apostada junto a la cabaña de Bethesda, la habría liberado y huido del Nido del Cuco en cualquier momento, pero no habría llegado muy lejos. El interés de Artemón por Bethesda era excesivo y su alcance demasiado amplio.
Durante aquel periodo de observación, me di cuenta de que el Nido del Cuco recibía visitantes prácticamente a diario. Por su conducta apresurada y sigilosa, llegué a la conclusión de que eran mensajeros, como así eran algunos, pero otros, como averigüé más tarde, podrían describirse como compañeros de conspiración. Había días que llegaban hasta tres visitantes. Siempre eran recibidos y acompañados en presencia de Artemón, con quien mantenían reuniones privadas. No solían quedarse más de una noche. A menudo marchaban a las pocas horas de llegar, y lo hacían corriendo, como si Artemón les hubiese encomendado alguna misión urgente.
Le pregunté a Menkhep si las idas y venidas y las reuniones secretas eran cosa habitual. Negó con la cabeza.
–Artemón siempre anda planificando y tramando cosas, siempre lo tiene todo pensado con antelación, pero esto es distinto. Creo que se está tramando algo gordo. Pero no tengo ni idea de qué. El golpe mayor que hayamos efectuado nunca, dicen algunos, un golpe que lo cambiará todo.
–¿Y qué podría ser?
–Eso solo lo sabe Artemón. Cuando esté todo listo, nos lo comunicará.
Sentí una punzada de miedo. ¿Me vería obligado a tomar parte en algún tipo de terrible emboscada o, tal vez, en una carnicería? ¿O alterarían los planes de Artemón la vida del Nido del Cuco hasta el punto de que se me presentara por fin la oportunidad de huir de allí con Bethesda?
* * *
Una tarde vi de refilón a uno de los visitantes de Artemón justo cuando el hombre subía a un bote en el embarcadero, dispuesto ya a marcharse. Le vi solo la parte posterior de la cabeza, aunque eso me bastó para reconocerlo. ¿Cuántos hombres tendrían una franja blanca dividiéndole el pelo en dos?
La aparición de Lykos, el utilero –el miembro de la compañía de teatro alejandrina que se jactaba de ser el artífice de que Melmak lograse parecer tan gordo como el rey y de transformar a la bella Axiothea en una vieja bruja–, me sorprendió de tal modo que creí haberme confundido. Me acerqué al embarcadero con la esperanza de verle la cara. Pero cuando se dio la vuelta, retrocedí y me escondí. Justo a tiempo caí en la cuenta de que si Lykos me veía, las consecuencias serían desastrosas, no para él, sino para mí.
Menkhep pasaba en aquel momento por allí y vio que me escondía.
–¿Jugando al escondite con el niño? –dijo.
–Más o menos. ¿Has visto a ese tipo que acaba de marcharse?
Respondió moviendo afirmativamente la cabeza.
–¿Es otro de los visitantes de Artemón?
–Ha llegado a primera hora de la mañana, antes del amanecer. Ha pasado el día entero encerrado en la cabaña de Artemón. ¡Los dos debían de tener muchas cosas de las que hablar! Y ahora se marcha volando. De regreso a Alejandría, imagino.
–¿Alejandría?
–«Mis ojos y mis oídos en la capital», lo llama Artemón. Pero creo que mejor debería llamarle sus manos…, ¡manos capaces de hacer cosas inteligentísimas!
–¿Cómo se llama?
–Le llaman el Chacal.
–¿Estás seguro?
–Pues claro que estoy seguro. ¿Por qué lo preguntas?
–Me parecía haberlo visto en Alejandría. Pero el hombre en que estaba pensando no se llama así.
Menkhep se echó a reír.
–A estas alturas ya deberías saber que los hombres de la banda del Cuco tienen muchos nombres, sobre todo cuando se mueven por el mundo ordinario. Es una lástima que no hayas tenido oportunidad de conocer al Chacal durante su visita. Podrías haberlo felicitado.
–¿Por qué?
–¡Por el buen trabajo que hizo con el disfraz de Cheelba! Te engañó por completo, ¿verdad? Fue una idea del Chacal. Fue él quien preparó los tintes y fabricó esa cola falsa, el cuerno y todo lo demás. Ese tipo es muy listo y sabe cómo hacer pasar una cosa por otra. Está especializado en falsificaciones y disfraces.
–¿En serio? ¿Y en secuestros?
Menkhep me miró de reojo.
–Siempre pareces saber más de lo que aparentas, romano. ¿Cómo es posible que sepas que el Chacal está detrás del secuestro de esa hermosa chica que se esconde en la cabaña de Metrodora?
–¿Es por eso que ha venido a ver a Artemón, para hablar acerca de ese rescate que estamos aún pendientes de recibir?
Menkhep rio de nuevo.
–Te veo impaciente por recibir tu parte. Sí, seguro que ese fue uno de los diversos temas que tocaron.
–¿Fue el Chacal quien la trajo hasta aquí?
Menkhep negó con la cabeza.
–No, eso lo hicieron otros agentes de la banda siguiendo órdenes del Chacal. La chica no puede verle, ya que los dos se conocen.
–Entiendo. De modo que si la chica –¿Axiothea, se llamaba?– viera por casualidad al Chacal y comprendiera que está detrás de su secuestro, pondría en un compromiso la identidad secreta que ostenta en Alejandría. Y, por lo tanto, desde que fue secuestrada no ha vuelto a ver al Chacal… ni él a ella.
–Exactamente. Creo que empiezas a cogerle el tranquillo al negocio del bandidaje, Pecunio. Aunque a veces creo que eres excesivamente curioso, lo digo por tu bien.
Le dejé para ir a mi cabaña, puesto que necesitaba estar a solas y pensar.
La última vez que había visto a Lykos había sido el día que me tropecé casualmente con Melmak en aquella taberna de Alejandría. Lykos se había sumado a nosotros hacia el final de la conversación. «¿Hay noticias de Axiothea?», le había preguntado a Melmak en un tono de lo más inocente. Aquel tipo se dedicaba a disfrazar a los actores, pero también sabía representar un papel. No solo me había engañado a mí, sino también a Melmak.
¿Y si Lykos me hubiera visto en el transcurso de su breve visita al Nido del Cuco y me hubiera reconocido? Igual que su presencia no era pura coincidencia, se habría dado cuenta de que la mía tampoco lo era.
Recordé el breve intercambio que habíamos tenido en la taberna de Alejandría. Lykos había dicho:
«Tú tenías aquella esclava tan encantadora… ¿Cómo se llamaba?».
Y yo le había respondido:
«Bethesda».
Y Melmak había dicho:
«Pero resulta que también ha desaparecido».
Me imaginé a Lykos atando cabos de repente, comprendiendo que habían secuestrado a la chica equivocada, una sospecha que podía confirmar muy fácilmente echándole un vistazo a la falsa Axiothea. Lykos se lo habría dicho a Artemón y el objetivo de mi llegada habría quedado al descubierto. De ser así, moriría antes de que cayera la noche.