I

Como cualquier joven romano que viviera en la ciudad más apasionante del planeta –Alejandría, la capital de Egipto–, tenía en mente una larga lista de cosas que quería hacer, pero formar parte de un atraco cuyo objetivo era robar el sarcófago dorado de Alejandro Magno nunca estuvo entre ellas.

Y aun así, allí estaba yo, una mañana del mes que los romanos denominamos maius, haciendo justamente eso.

La tumba del fundador de Alejandría se encuentra en un impresionante y suntuosamente decorado edificio situado en el corazón de la ciudad. El altísimo friso que recorre uno de sus lados describe las hazañas del conquistador universal. El momento de inspiración que dio lugar al nacimiento de la ciudad, hace aproximadamente doscientos cuarenta años, está representado con gran intensidad: Alejandro aparece en lo alto de una duna de arena contemplando la costa y el mar mientras sus arquitectos, topógrafos e ingenieros le observan maravillados, aferrados a sus distintos instrumentos.

El imponente friso estaba esculpido y pintado con tanto realismo, que casi esperaba que la gigantesca imagen del conquistador volviera de repente la cabeza, nos mirara y nos viera pasar corriendo por debajo de él de camino a la entrada del edificio. No me habría sorprendido verle enarcar una ceja y preguntarnos con la voz atronadora de los dioses:

–¿Dónde, por Hades, os creéis vosotros que vais? ¿Por qué algunos vais armados con espadas? ¿Y qué es eso que carga el resto de vosotros? ¿Un ariete?

Pero cuando mis compañeros y yo pasamos corriendo por debajo de él y accedimos a la columnata de la entrada, Alejandro permaneció inmóvil y mudo.

Aquel día, la tumba no estaba abierta al público. Una verja de hierro prohibía el acceso al vestíbulo. Yo estaba entre los que cargaban con el ariete. Nos colocamos en formación, en perpendicular a la verja. Cuando Artemón, nuestro líder, contó hasta tres, movimos el ariete hacia delante, luego hacia atrás, y luego empujamos otra vez hacia delante con todas nuestras fuerzas. La verja se estremeció y se combó con el impacto.

–¡Otra vez! –gritó Artemón–. ¡Empiezo a contar! ¡Uno, dos…, tres!

Como si de un ser vivo se tratara, la verja gemía y chillaba cada vez que el ariete se estampaba contra ella. Cedió por fin a la cuarta embestida. Los que cargábamos con el ariete salimos de nuevo a la calle y lo dejamos allí mientras el grupo de vanguardia, conducido por Artemón, cruzaba corriendo la cercenada verja. Desenfundé la espada y los seguí hacia el vestíbulo. Deslumbrantes mosaicos con escenas de la vida de Alejandro decoraban todas las superficies, desde el suelo hasta la cúpula del techo, donde una abertura dejaba pasar la luz del sol para que se reflejase sobre los millones de piezas de piedra y cristal coloreado.

Un escaso puñado de hombres armados nos ofreció resistencia. Los soldados que custodiaban la tumba estaban sorprendidos, asustados y prestos a huir… ¿Y quién no habría hecho lo mismo en su lugar? Los superábamos en número con creces. Sus rostros arrugados y sus cejas canosas dejaban patente, además, que eran demasiado mayores para trabajar como centinelas armados.

¿Por qué había tan pocos centinelas y por qué de tan baja categoría? Artemón nos había contado que la ciudad vivía sumida en el caos y sufría disturbios a diario. El rey Ptolomeo había reunido a los soldados más competentes para proteger el palacio real y había dejado la tumba de Alejandro bajo la protección de aquel débil grupillo de hombres. Tal vez el rey pensara que ni siquiera la turba más violenta se atrevería a violar un lugar sagrado como aquel, y mucho menos a plena luz del día. Pero Artemón había demostrado ser más astuto que él.

–Nuestra principal ventaja será el elemento sorpresa –nos había dicho.

Y era evidente que había acertado.

Escuché el choque metálico de las espadas, luego gritos. Me había presentado voluntario a llevar el ariete con el fin de evitar estar en primera línea en el caso de que se produjera algún enfrentamiento. De poder evitarlo, no quería mancharme las manos con sangre. Aunque, en realidad, ¿era por ello menos culpable que los camaradas que integraban la avanzadilla y que en aquel momento blandían a diestro y siniestro sus espadas?

Tal vez estés preguntándote por qué estaba yo tomando parte de un acto criminal como ese. Me había visto forzado a sumarme a aquellos bandidos en contra de mi voluntad. Pero ¿no podría haber escapado en algún momento? ¿Por qué seguía con ellos? ¿Por qué continuaba acatando las órdenes de Artemón? ¿Lo hacía por miedo, por lealtades equivocadas o simplemente por la avaricia de querer hacerme con la parte de oro que nos habían prometido?

No. Hacía lo que hacía por ella, por aquella esclava loca que se había dejado secuestrar por esos bandidos.

¿Qué tipo de romano llega a caer tan bajo, hasta el extremo de cometer un crimen por amor a una chica, una simple esclava, además? ¡Si me encuentro metido en este berenjenal debe de ser porque el cegador sol egipcio me ha vuelto loco de remate!

Corriendo por el vestíbulo en dirección al amplio corredor que llevaba al sarcófago, caí en la cuenta de que estaba susurrando su nombre: «Bethesda». ¿Seguiría sana y salva? ¿Volvería a verla algún día?

Resbalé en un charco de sangre. Agité los brazos para recuperar el equilibrio y vi a mis pies la cara blanca de uno de los centinelas. Sus ojos sin vida estaban abiertos de par en par y su paralizada boca esbozaba una mueca de dolor. ¡El pobre ya debía de ser abuelo!

Uno de mis compañeros me sujetó para que no cayera.

«Mira que eres patoso –pensé–. Podrías haberte partido el cuello. Podrías haber caído sobre tu propia espada. ¿Qué habría sido entonces de Bethesda?».

La batalla se inició de nuevo por delante de mí, pero esta vez su duración fue breve. Cuando entré en la cámara, solo quedaba un centinela en pie y Artemón lo remató en aquel momento traspasándole el vientre. El pobre hombre se derrumbó sin vida sobre el duro suelo de granito y su espada cayó a su lado con un estrépito metálico. Y acto seguido se hizo el silencio.

La única iluminación la proporcionaban pequeñas lámparas instaladas en nichos. Aunque fuera brillaba el sol, en el interior todo eran sombras y penumbra. Frente a nosotros, colocado sobre una tarima baja, teníamos el impresionante sarcófago. Su forma y su estilo eran en parte egipcios, recordando los ataúdes angulares que contenían las momias de los antiguos faraones, y en parte griegos, por los grabados en los laterales que representaban las hazañas de Alejandro: la doma del corcel Bucéfalo, la entrada triunfal por las puertas de Babilonia, la terrible batalla del Indo, con el ejército de elefantes. El reluciente sarcófago, construido en oro macizo, tenía incrustaciones de piedras preciosas, destacando entre ellas aquella resplandeciente gema verde llamada esmeralda que se extraía de las montañas del sur de Egipto. El sarcófago brillaba bajo el parpadeo de las lámparas, un objeto de sobrecogedor esplendor y valor incalculable.

–Y bien, ¿qué opinas?

Me estremecí, como si acabaran de despertarme de un sueño. Tenía a Artemón a mi lado. Sus ojos brillaban y sus atractivas facciones resplandecían a pesar de la escasa luz.

–Es magnífico –musité–. Mucho más magnífico de lo que me imaginaba.

Artemón sonrió, mostrando una dentadura inmaculadamente blanca, y a continuación dijo, levantando la voz:

–¿Habéis oído esto, hombres? ¡Incluso nuestro camarada romano se muestra impresionado! Y Pecunio –el nombre por el que todos me conocían– no es hombre que se deje impresionar con facilidad puesto que, como nunca se cansa de repetirnos, ha visto con sus propios ojos las Siete Maravillas del mundo. ¿Qué opinas, Pecunio, podría este sarcófago equipararse a las Siete Maravillas?

–¿De verdad que es de oro macizo? –susurré–. ¡Debe de tener un peso enorme!

–Pero disponemos de los medios necesarios para poder moverlo.

Mientras Artemón hablaba, varios de los hombres llegaron con cabrestantes, poleas, cuerdas y calzas de madera. Por el amplio pasillo que enlazaba con el vestíbulo, apareció otro grupo arrastrando un robusto carromato que transportaba una caja cerrada de madera construida especialmente para albergar nuestro cargamento. Artemón había pensado en todo. De pronto me recordó al joven Alejandro tal y como estaba representado en el friso del edificio, un visionario rodeado de arquitectos e ingenieros que le veneraban. Artemón sabía lo que quería y disponía de un plan para conseguirlo. Inspiraba temor en sus enemigos y confianza en sus seguidores. Sabía cómo doblegar a los demás para que acataran su voluntad. Y, por supuesto, había conseguido de mí que hiciera lo que él quería, contradiciendo mi buen juicio.

Colocaron el carromato al lado de la tarima. Levantaron la tapa de la caja. El interior se hallaba recubierto con mantas y paja.

Habían desarrollado un sistema con poleas para retirar la tapa del sarcófago.

–¿Abriremos el sarcófago? –pregunté con una punzada de pánico supersticioso.

–Tanto la tapa como el sarcófago son muy pesados –respondió Artemón–. Será más fácil manipularlos si los separamos y los levantamos de uno en uno.

Cuando la tapa del sarcófago empezó a izarse, me vino un pensamiento a la cabeza.

–¿Qué pasará con el cuerpo? –pregunté.

Artemón me miró de reojo pero no respondió.

–No pensarás pedir un rescate, ¿verdad?

La cara que debí de poner le hizo estallar en carcajadas.

–Por supuesto que no. Los restos de Alejandro se tratarán con el máximo respeto y se dejarán en el lugar al que pertenecen: su tumba.

Robarle el sarcófago a un cadáver momificado no me parecía una gran muestra de respeto, pensé para mis adentros. Por lo visto, mis recelos le hicieron gracia a Artemón.

–Ven, Pecunio, echémosle un vistazo a la momia antes de retirarla del sarcófago. Dicen que su estado de conservación es notable.

Me agarró por el brazo y subimos juntos a la tarima. En cuanto hubieron depositado la tapa en el carromato, ambos asomamos la cabeza por encima del borde del sarcófago.

Y así fue como yo, Gordiano de Roma, con veintidós años de edad, en la ciudad de Alejandría y en compañía de asesinos y bandidos, me encontré frente a frente con el mortal más famoso que hubiera morado en la tierra.

Para tratarse de un hombre que llevaba más de doscientos años muerto, las facciones del conquistador estaban excelentemente bien conservadas. Tenía los ojos cerrados, como si estuviera dormido, las pestañas intactas. Me imaginé que en cualquier momento parpadearía y me miraría fijamente.

–¡Cuidado! –gritó alguien.

Al volverme descubrí que teníamos compañía, pero no se trataba de los soldados reales, sino de un grupo de ciudadanos rabiosos por la profanación del monumento más sagrado de Alejandría. Algunos iban armados con puñales. El resto, simplemente con palos y piedras.

Cuando los hombres de Artemón cayeron con sus espadas sobre los recién llegados para repelerlos, uno de los airados ciudadanos levantó un brazo y apuntó hacia mí. Una piedra dentada voló por los aires en dirección a mi persona.

Artemón tiró de mí con fuerza para apartarme, pero era demasiado tarde. Noté un fuerte golpe en la cabeza. Cuando caí de la tarima al carromato y me golpeé contra una esquina de la caja, el mundo empezó a dar vueltas. Aturdido, me volví, y vi la madera manchada de sangre, mi propia sangre. Y entonces todo se volvió negro.

¿Qué había hecho para llegar a tan triste final?

Permíteme que te cuente la historia.