XXIII
Al omnipresente aroma del delta se le había sumado otro: el olor salado y penetrante del mar.
–¿Estamos acercándonos a la costa? –le pregunté a Menkhep.
De un modo casi imperceptible, el paisaje que nos rodeaba había ido cambiando. Habíamos dejado atrás las extensas llanuras fangosas cubiertas de matorrales y las lagunas con jardines de loto flotantes. A ambos lados se alzaban ahora bancos arenosos que formaban ondulantes dunas de escasa altura, salpicadas aquí y allá por salientes rocosos, por hierbas grisáceas doblegadas por el viento y plantas crasas en flor.
–No llegaremos a la costa, de hecho, aunque la vislumbraremos a lo lejos –respondió Menkhep–. Nuestro destino es una cala donde se cobijan los barcos cuando hay tormenta. La cala es más segura que el mar abierto, pero sigue siendo peligrosa por las afiladas rocas que se esconden bajo sus aguas, tocando a la parte sur. Si el viento sopla del norte, como sucedió anoche, puede estampar cualquier embarcación contra las rocas. Ni siquiera los capitanes que conocen bien esos obstáculos consiguen siempre evitarlos.
–¿Y crees que durante la tormenta de anoche naufragó algún barco?
–No es que lo creamos, sino que Metrodora vio cómo sucedía.
–¿Y qué pasa si llegamos allí y no hay ningún naufragio?
–No es imposible, imagino. Metrodora podría haber malinterpretado su visión, haber visto un naufragio que se produjo en otro lado. Pero pronto lo averiguaremos. ¿Quieres apostar? ¿Mi puesto de venta contra ese rubí que posees?
Me puse tenso, pues no quería revelarle que el rubí ya no estaba en mis manos.
–¡Mira la cara que pones! –exclamó Menkhep, riendo–. No te preocupes, romano, solo bromeo. No soy jugador.
Instantes después, la embarcación que guiaba el convoy dobló un meandro y desapareció más allá de la orilla arenosa de nuestra derecha. La embarcación se perdió de vista, pero seguíamos oyéndola, puesto que al momento se escucharon vítores. Una oleada de excitación recorrió el convoy. Cada vez que una de las embarcaciones desaparecía de nuestra vista, los hombres a bordo de la misma se sumaban al alborozo. Y cuando nos tocó el turno, vi rápidamente el motivo de tanta celebración.
Acabábamos de entrar en la cala que había mencionado Menkhep. El amplio círculo de agua estaba rodeado por dunas de baja altura por todos lados, excepto por el estrecho canal a través del cual acabábamos de acceder y por otra entrada más ancha, en la parte norte, más allá de la cual se veía el mar iluminado por los rayos de sol. En la orilla sur de la cala, justo a nuestra derecha, estaba la embarcación naufragada. El barco estaba de costado, medio en el agua medio en la playa, su mástil quebrado ondeando una harapienta vela. En el casco, un enorme boquete.
Artemón dirigió su embarcación hasta recalar cerca del barco hundido. Cuando los hombres saltaron al agua para tirar de la barca y dejarla en la playa, vi una figura emerger de la cubierta del barco naufragado. Al principio, pensé que se trataba de un superviviente, pero su túnica larga y oscura y el tocado de tela que llevaba resultaban más adecuados para montar a camello que para navegar. El hombre se sobresaltó, se giró en dirección a la cubierta y gritó. Entre los restos del naufragio aparecieron varios hombres más, vestidos todos ellos de manera similar al primero. Al ver la llegada de nuestra pequeña flotilla, dieron media vuelta y echaron a correr hacia una duna, donde les esperaban varios camellos. Junto a los animales, vislumbré diversos objetos recuperados del barco.
–Por lo visto, han llegado antes que nosotros –le dije a Menkhep.
–¡Estúpidos! Todo el mundo sabe que esta cala es territorio de la banda del Cuco. El botín de cualquier embarcación que naufrague aquí es para nosotros y nadie más.
–Pues parece que esos tipos no han captado el mensaje.
–Pues enseguida lo captarán. ¡Remeros, rápido! ¡Acelerad el ritmo!
Los hombres de la barca de Artemón ya habían iniciado la persecución, cuchillo en mano. El más veloz de los carroñeros consiguió saltar a un camello y partir a galope, pero sus compañeros, más lentos y menos ágiles, no tuvieron tanta suerte. Estaban aún peleándose para encaramarse a los camellos cuando los hombres de Artemón cayeron enloquecidos sobre ellos. Vi el destello de los filos de los cuchillos. Chorros de sangre carmesí envolviendo la melé. Durante unos instantes hubo alaridos y gritos suplicando piedad, luego silencio.
Menkhep guio nuestra barca hasta situarla junto a las que ya habían sido arrastradas hacia la arena.
–¡Maldita sea! ¡Nos hemos perdido la batalla!
–Terminó incluso antes de empezar –observé–. Aunque uno de ellos ha conseguido escapar. No veo que nadie vaya tras él.
–Artemón siempre deja que escape alguien para que cuente a los demás lo sucedido. ¡A partir de ahora, los carroñeros inútiles como esos se lo pensarán dos veces antes de intentar robarle un botín a la banda del Cuco! Aunque, de hecho, esos estúpidos nos han hecho parte del trabajo, al haber clasificado el material más valioso y apilarlo en la playa.
Cuando hubimos subido todas las barcas a la arena, nos reunimos junto a los restos del naufragio. Artemón se dispuso a dirigirse a nosotros. Se había cubierto la cara con el pañuelo rojo y los que no lo habíamos hecho todavía, seguimos su ejemplo.
–Es justo lo que nos dijo la adivina –empezó–. La tormenta de anoche trajo muerte y desgracias para algunos, pero su pérdida es nuestra ganancia. Podemos darle las gracias a Metrodora por habernos hecho venir aquí.
Los hombres asintieron. Algunos realizaron signos supersticiosos con las manos, para alejar el celoso poder del mal de ojo que ataca a los hombres con buena suerte.
–Escondemos la cara porque aún podría haber algún superviviente entre los restos del naufragio o por la playa. Cualquiera que haya visto la llegada de esos carroñeros, o la nuestra, habrá huido hacia las dunas. Y si quedaba todavía alguien con vida a bordo, imagino que esos habrán acabado con ellos. De modo que es poco probable que encontremos supervivientes. Pero por si acaso…
Hizo una pausa para recorrer con los ojos a los hombres reunidos ante él, fijando la mirada en cada uno de nosotros. Con la parte inferior de su rostro cubierta con el pañuelo, sus ojos adquirían una intensidad muy peculiar. Cuando nuestras miradas se cruzaron, me estremecí. ¿Qué era aquel poder que Artemón proyectaba sobre los demás y de dónde provenía?
–Si encontramos supervivientes, no hay que hacerles ningún daño. Ni importunar a ninguna mujer. Somos bandidos, no asesinos, ni soldados, ni violadores. ¿Lo habéis entendido todos? ¿Está todo el mundo de acuerdo?
Asentí, pensando que con ello bastaría, pero vi que todos los demás pronunciaban la palabra «sí» en voz alta. Los que se percataron de mi silencio se giraron para mirarme hasta que también yo la pronuncié. Por lo visto era una especie de ritual del que todos tenían que tomar parte.
–Si alguien no está de acuerdo, si cree conocer una manera mejor de hacer las cosas, si cree que sería mejor líder e implantaría mejores normas, que dé ahora un paso al frente y me desafíe. –Artemón paseó desde un extremo del grupo hasta el otro, mirando una cara tras otra. No se movió nadie–. Muy bien. Y quiero recordaros otra regla. Cuando azota una tormenta en el mar, hay hombres a bordo del barco que se preparan para su destino cargando sobre su persona cualquier objeto valioso que posean. Lo hacen como una señal para quienquiera que localice su cuerpo: toma estos bienes terrenales a cambio del favor de tratar mis restos de la manera adecuada. Es un vínculo sagrado entre los muertos y los vivos, entre la víctima de la tormenta y su saqueador. Nosotros honramos y observamos debidamente este vínculo. Recogeremos toda la madera seca que encontremos en la playa para construir una pira. Si encontramos un cuerpo con toda su riqueza encima a modo de ofrenda, retiraremos los objetos valiosos y lo colocaremos luego en la pira para su cremación, para que ni los peces ni los buitres puedan devorarlo. ¿Me habéis entendido bien? ¿Estáis todos de acuerdo?
–Sí –dije, junto con los demás.
Artemón se quedó mirándonos. Por el brillo de sus ojos, supe que sonreía.
–¡Pues adelante!
Siguiendo las instrucciones de Artemón, los hombres pasaron a ocuparse de las diversas tareas. Algunos se encargaron del botín que ya habían confiscado los anteriores saqueadores y empezaron a colocarlo en las barcas. Otros se aventuraron en el barco naufragado cargados con hachas para sortear los obstáculos. Aparecieron poco después con baúles y rollos de tela, e incluso con algunas ánforas de vino que habían sobrevivido intactas al naufragio. Otros empezaron a recoger madera y a construir la pira funeraria.
Otros recorrieron la playa para rastrear entre los restos y buscar cadáveres. Vi a Hombros Peludos entre los integrantes de este último grupo. Por lo visto, había dejado en la barca tanto la túnica como el taparrabos, pues iba completamente desnudo. Jamás en mi vida había visto un hombre con tanto pelo en el cuerpo.
Levanté la vista y descubrí un círculo de buitres sobre nuestras cabezas. Su vuelo convergía por encima de la pequeña duna donde se había producido la matanza de los saqueadores. Poco a poco, un buitre tras otro fue atreviéndose a tocar tierra y picotear los cadáveres.
–¡Menkhep! –gritó Artemón, aproximándose a nosotros–. Pecunio y tú, ocupaos de esos cuerpos.
–No pretenderás que los arrastremos hasta la pira funeraria, ¿verdad? –cuestionó Menkhep.
–Por supuesto que no. –Artemón se acercó un poco más y bajó la voz–. Pero alguien tiene que ahuyentar a esos buitres y registrar los cadáveres por si guardan algún objeto de valor. Puedo confiar en que tú lo harás sin mancillar los restos. Hay hombres que son poco más que animales, lo sabes bien.
–Vamos, Pecunio. –Era evidente que Menkhep no estaba nada satisfecho con el encargo.
Ahuyentamos sin problemas a los asustadizos buitres. Primero inspeccionamos los aparejos de los camellos, pero no encontramos nada de valor. Estaban atados en círculo, sus riendas sujetas a un arbusto. Menkhep empezó a desatarlos y me indicó que siguiera su ejemplo.
–¿Estás seguro de que debemos soltarlos? –pregunté.
–No podemos llevarlos con nosotros. ¿Preferirías dejarlos aquí, bajo el sol abrasador, y que se mueran de hambre?
Después de eso, comenzamos la tarea de registrar los cadáveres.
Había visto pocos muertos en mi vida, y menos si cabe había tocado con mis propias manos. Los cuerpos estaban todavía calientes y la sangre de las heridas, húmeda. Por el parecido de sus facciones y el abanico de edades –el mayor tenía barba blanca y el menor sería más o menos de la edad de Djet–, comprendí que era muy probable que los saqueadores fueran miembros de una misma familia. De ser ese el caso, el único superviviente estaría de regreso a un hogar lleno de mujeres que en breve quedarían desoladas por el dolor.
Algunos de los hombres llevaban anillos y collares, nada de gran valor. Entre todos ellos recuperamos solo un puñado de monedas. En varias de ellas vi el sereno perfil del rey Ptolomeo manchado de sangre. Menkhep limpió bien las monedas antes de echarlas en la saca que llevaba atada a la cintura.
Menkhep se detuvo de repente y aguzó el oído.
–¿Has oído eso?
Me quedé a la escucha. Por encima del sonido del oleaje, de los crujidos del barco naufragado y los gritos de los hombres, oí lo que parecía el gemido de un animal, muy débil pero cerca de donde estábamos. El sonido se desvaneció y reapareció al cabo de unos instantes, más fuerte, más quejumbroso que antes.
–Eso es una mujer –dijo Menkhep, bajando la voz.
–¿Estás seguro?
–¡Ven!
Me indicó con un gesto que me mantuviera en silencio y le siguiera.
Subimos a lo alto de la duna. En la depresión poco profunda que se extendía a nuestros pies, entre un lecho de plantas crasas, las gotas de sudor brillando bajo el calor del sol, vi la espalda jadeante e hirsuta de Hombros Peludos. Lo que estaba haciendo era evidente, pero el cuerpo que tenía debajo era tan pequeño que apenas se veía. Hombros Peludos se retiró por fin y entonces vi con claridad el rostro desvaído de una chica enmarcado por un halo de cabello rizado de color castaño. Tenía los ojos cerrados y la boca congelada en una mueca. Resultaba difícil decir si estaba o no consciente, pero su dolor era patente.
A mi lado, Menkhep se llevó dos dedos a la boca y emitió un desgarrador silbido.
Artemón llegó corriendo al instante, seguido por varios hombres más. Interrumpido por el silbido, Hombros Peludos se había retirado de su víctima y hecho a un lado. Se quedó mirándonos, aturdido. Tenía el velludo pecho manchado de sangre y durante un momento pensé que podía estar herido. Pero enseguida me di cuenta de que la sangre provenía del profundo corte que cruzaba los senos de la muchacha. Los harapos de su vestido estaban adheridos con sangre y sudor a su cuerpo inmóvil.
–¡No la he apuñalado yo! –gritó Hombros Peludos–. Deben de haber sido los asaltantes de antes. Debieron de hacérselo antes de saquear el barco, y luego la dejaron aquí moribunda. –Su voz escondía una nota de pánico. Cuando vi la expresión de Artemón, comprendí los temores del hombre. La mirada de Artemón era la de un basilisco: furiosa, implacable, despiadada.
–¿No has oído lo que he dicho antes de empezar, Osor? –El tono grave y penetrante de Artemón daba más miedo que unos gritos.
–Pues claro que lo he oído. Pero yo no he herido a la chica. Te lo digo, la he encontrado así. Y te digo además otra cosa, ¿qué hombre no aprovecharía una oportunidad así, eh? –Logró esbozar una sonrisa torcida. Mientras hablaba, su hombría, que realmente era tan fastuosa como afirmaba, fue marchitándose hasta desaparecer prácticamente entre el bosque de pelo de entre sus piernas.
–Imagino que comprendes que no me dejas alternativa –dijo Artemón.
–¿Qué? ¿Por qué lo dices? –replicó Hombros Peludos con la voz rota–. ¡No es lo que piensas, te lo aseguro! Ella estaba disfrutando. ¿No lo ves? –Se giró hacia la chica, pero cuando la tocó, retiró la mano y sofocó un grito.
La chica estaba muerta.
–Llevadlo a la playa, donde todo el mundo pueda verlo –dijo Artemón.
Los hombres se abalanzaron encima de Hombros Peludos y, pese a sus gritos y a que se debatía con fuerza, cargaron con él para bajar la duna y llegar a la playa.
Artemón miró a Menkhep.
–Pecunio y tú, llevad a la chica a la pira funeraria.
Tener que tocar un cuerpo que hacía apenas unos instantes estaba vivo era una tarea extraña y repelente. Cuando la movimos, la boca de la chica desprendió un cálido aliento, casi un suspiro, aunque aquel sonido aflautado y hueco nada tenía que ver con cualquier cosa que hubiera oído jamás de los labios de un ser vivo. El cuerpo estaba laxo y pesaba muy poco. Podría haberla llevado yo solo sin problemas si la hubiera cogido en brazos, como de vez en cuando hacía con Bethesda por la simple dicha de cogerla y transportarla de un lado a otro. Pero Menkhep y yo decidimos compartir la carga y transportarla como un saco o un objeto cualquiera, y el avance por la arena se hizo lento y dolorosamente torpe. Menkhep, que había examinado los cuerpos de los saqueadores muertos sin la menor aprensión, no parecía alterado en absoluto por la tarea. Pero ambos suspiramos aliviados cuando por fin, despacio y con cuidado, depositamos el cuerpo de la chica en la improvisada pira construida con restos del naufragio y madera de deriva.
Entre tanto, habían atado a Hombros Peludos por los tobillos y unido sus muñecas a la espalda. Lo habían tendido sobre una caja de madera del barco naufragado y dejado que la cabeza le colgara por un extremo. Sollozaba sin remedio.
Los hombres fueron llegando de todos los lados de la playa para congregarse delante de los restos del naufragio. Su buen humor se esfumaba a medida que se acercaban y comprendían qué pasaba.
Artemón se situó junto al prisionero. En una mano, cual vara de chambelán o estandarte militar, sujetaba un hacha de mango largo.
–Has sido sorprendido violando a una de las supervivientes del naufragio, Osor. ¿Lo niegas?
–¡Cualquiera habría hecho lo mismo! La chica iba a morir, de todos modos. ¿Dónde está la diferencia?
–He visto lo que has hecho. Y lo han visto también los hombres que te han traído hasta aquí. ¿Alguno de vosotros desea hablar en defensa de Osor? –Artemón recorrió a los reunidos con la mirada. Nadie dijo nada–. En este caso, te declaro culpable y ordeno que el castigo se lleve a cabo enseguida. ¿Alguno de los presentes desea contradecir este juicio?
–¡Esto es una locura! –gritó Hombros Peludos–. ¿Por qué nadie dice nada? ¡Sois un puñado de cobardes, siempre acatando las órdenes de este cachorro de alta cuna!
–El castigo es la muerte –declaró Artemón.
Siguió a sus palabras un prolongado momento de silencio, interrumpido tan solo por el sonido de las olas y los gritos de las gaviotas.
–Según las leyes del mundo exterior, el mundo gobernado por el rey Ptolomeo, tendrías que sufrir una muerte terrible, Osor. Serías crucificado, ahorcado o apedreado hasta la muerte. Pero tratándose de uno de nosotros, recibirás la muerte que el resto del mundo reserva para los hombres de rango y honor, la ejecución más rápida y más piadosa. Serás decapitado, Osor.
Hombros Peludos apartó la vista y rompió a llorar.
–¿Quién llevará a cabo la sentencia? Tiene que realizarse con rapidez y seguridad, de un solo golpe. La tarea exige un asesino de hombres con experiencia. –Artemón fue mirándonos a todos hasta que sus ojos se posaron en mí–. Tenemos entre nosotros a un recién llegado, un hombre que según cuentan ha matado ya a unos cuantos. Y siendo nuevo como es, no puede albergar rencillas personales contra Osor. –Dio un paso hacia mí y me tendió el hacha–. Aquí tienes la oportunidad de demostrarnos de qué estás hecho, romano.
Miré a Hombros Peludos, atado y llorando sobre el improvisado cadalso. Miré el hacha. Su filo cortante brillaba bajo el sol. Miré el rostro de Artemón. Tenía la expresión seria y determinada de un verdadero líder, aunque en sus ojos distinguí un destello de excitación curiosamente infantil.
Cogí el hacha con manos temblorosas.