XXXVIII

Axiothea corrió hacia donde estaba Artemón y cayó de rodillas sobre la sucia paja. Lo rodeó con sus esbeltos brazos y rompió a llorar.

–Mi querido y dulce hermano, ¡cuánto tiempo ha pasado! ¡Cómo te he echado de menos! Creí que nunca más volvería a verte.

–Mejor que no lo hubieras hecho –murmuró Artemón, su voz entrecortada por la emoción. Intentó devolverle el abrazo, pero las cadenas se lo impidieron–. ¡Mi querida Artemisia! ¿Qué haces aquí? ¿Y por qué estás con él? –Miró furioso a Tafhapy, que se mantenía a cierta distancia, desviando la vista y frotándose con nerviosismo las manos.

–Esta mujer… –susurré–. ¿Esta mujer es Artemisia, tu hermana gemela? ¿Y Tafhapy es vuestro padre?

El chambelán golpeó con su vara el suelo de piedra, reclamando la atención.

–¡Apártate del prisionero, joven! Por tu seguridad…

–No seas ridículo –dijo Axiothea, lanzándole una mirada fulminante a Zenón–. Mi hermano jamás me haría ningún daño.

Por su hosca expresión, comprendí que el chambelán estaba tan confuso como yo. No era hombre que le gustaran las sorpresas.

–Sea cual sea la relación que tengas con el Hijo del Cuco, joven, no es el motivo de la presencia del rey en este lugar. Ante todo nos ocuparemos del asunto que nos interesa. Tafhapy, esta mañana has acudido urgentemente al rey para suplicarle la liberación del otro prisionero, ese romano que se hace llamar Gordiano. ¿Es este el hombre al que te referías?

Me señaló con su vara. Y yo retrocedí para evitar que me golpeara la nariz.

Aturdido, Tafhapy me miró e hizo un gesto de asentimiento.

–Dices que Gordiano acudió hace algún tiempo a ti buscando información sobre una esclava que le habían robado, la chica en compañía de la cual fue detenido en el puerto. –Al escuchar aquel retazo de información, vi que los ojos de Artemón se iluminaban–. Dices que lo pusiste sobre la pista de la banda del Cuco y que le suministraste a este niño esclavo como compañero de viaje. ¿Es eso correcto?

Tafhapy volvió a asentir.

–De modo que cuando Gordiano nos cuenta que su único objetivo para unirse a la banda del Cuco era recuperar su propiedad, ¿dice la verdad?

–Por lo que yo sé, sí –musitó Tafhapy.

–Sin embargo, existe un factor que complica el asunto –prosiguió Zenón–. Enseguida pensé que ese nombre, «Gordiano», me resultaba familiar, y así era, puesto que entre los documentos que guardo en mi despacho hay un mandamiento judicial emitido por los padres de la ciudad de Canopo que ordena el arresto de este hombre acusándole de asesinato y robo. Dicen que hubo un rubí de por medio…

–¡Eso es mentira! –exclamó Djet–. El romano no mató ni robó a nadie.

–¡Habla cuando sea tu turno, esclavo!

Zenón fulminó con la mirada a Djet, que levantó la vista con mucha calma hacia él. Tafhapy, angustiado, parecía incapaz de interceder, y durante un prolongado momento, todos los presentes en la celda fueron testigos del peculiar espectáculo proporcionado por un niño esclavo y un chambelán del rey Ptolomeo enzarzados en un concurso de miradas.

Fue Zenón quien acabó pestañeando primero.

–¿Viajaste con este romano? ¡Habla, niño!

–Día y noche –replicó Djet–. Es el hombre más valiente que he conocido. ¡Nos salvó del Cocodrilo Hambriento y luego de aquel hipopótamo! Se salió con la suya con Tragahombres y entabló amistad con Cheelba, el león…

–No nos interesa nada que tenga que ver con la casa de fieras que hayáis visitado durante vuestros viajes. ¿Mató este hombre a un comerciante nabateo en Canopo? ¿Se unió a la banda del Cuco? ¿Participó en actos criminales?

Contuve la respiración. Hacía un momento, había tenido la impresión de que Djet era mi salvador, puesto que había pedido a Tafhapy que intercediera en mi favor. Pero ahora, con solo pronunciar la palabra errónea, Djet podía provocar mi ejecución.

Djet se cuadró de hombros, endureció sus facciones y se llevó las manos a las caderas. Se dirigió, no al chambelán, sino directamente al rey, mirándolo a los ojos.

–Fue el propietario de la posada de Canopo el que asesinó al nabateo, no el romano. Sí, fingió unirse a la banda del Cuco, esa parte es verdad. Pero lo hizo tan solo para salvar su vida y la mía. Su único objetivo era recuperar a la chica que le habían robado. ¡Es tan proscrito y tan bandido como pueda serlo yo!

Zenón refunfuñó.

–Eso dices tú. Pero una descripción en boca de un niño, y esclavo además, no es muy…

–¡Oh, deja ya de una vez tanta tontería! –El rey dio un paso al frente. Su volumen obligó al chambelán a hacerse a un lado–. Es evidente que el romano es lo que dice ser. Ya le viste ayer con esa esclava, cuando los rescatamos en el mar. ¿Parecían criminales peligrosos? Creo que no, a menos que el amor sea un crimen.

El chambelán entornó los ojos.

–¿Se ha planteado su majestad que este tal Gordiano podría ser un espía enviado por Roma?

–Oh, no lo creo, Zenón. ¿Y qué pasa si lo es? Los romanos son nuestros amigos, ¿no es eso? Me ofrecen su ayuda para mantenerme en el trono, con una única condición: legar Egipto al senado romano en mi testamento, ¡tal y como Apión hizo con Cirene! La verdad es que tienen jeta, hay que reconocerlo. No, no, cuando miro a este tipo no veo en él ni un asesino ni un espía.

–Aun en el caso de que el romano no fuera ni más ni menos de lo que parece ser, majestad, en un asunto tan delicado como este hay otras cosas que considerar…

–Rescindirás el mandamiento judicial que ordena el arresto del romano, luego los liberarás, tanto a él como a la chica, Zenón. ¿Me has entendido?

El chambelán suspiró e inclinó la cabeza.

–Será como su majestad ordene. ¡Guardias! Traed la llave y quitadle las esposas a este prisionero. Y luego liberad a la chica que ocupa la celda contigua.

Solo podía referirse a Bethesda. ¡Había pasado la noche a escasos metros de mí!

En un momento, me liberaron de mis cadenas y pude levantarme, aunque se me iba un poco la cabeza. Me froté las muñecas en el punto donde las esposas las habían excoriado. Bethesda apareció entonces en el umbral de la puerta y corrió hasta quedarse a mi lado.

–Bethesda, ¿te han hecho daño?

–No, amo. ¿Y a ti? Veo que tienes las muñecas rojas, en carne viva.

–No importa, ahora que te tengo aquí…

–Oh, callaos ya, vosotros dos, antes de que cambie de idea –dijo el rey–. Y ahora, Tafhapy, aunque solo sea para proporcionarme un momento de entretenimiento, me explicarás tu relación con esta otra encantadora pareja de jóvenes. Esta chica que está abrazada al Hijo del Cuco, ¿se llama Axiothea o Artemisia?

A Tafhapy empezó a temblarle la barbilla.

–Ambas cosas. Su madre le puso como nombre Artemisia, pero hace años, cuando empezó a actuar, adoptó el nombre artístico de Axiothea. Y así la conoce todo el mundo ahora.

–Y este joven, el famoso Hijo del Cuco…, ¿es su hermano?

–Su gemelo –susurró Tafhapy.

–Entiendo. Artemón y Artemisia, hermanos gemelos. Sí, se parecen mucho. ¿Y eres su padre?

–Así es.

–Por sangre, quizás –rugió Artemón–, pero ese hombre no es pariente mío en ningún otro sentido. ¡Jamás he tenido padre!

El rey frunció los labios en una mueca.

–¿Qué significa todo esto, Tafhapy? ¿Cómo llegaste a engendrar a estos hijos y qué relación tienes ahora con ellos? ¡Te ordeno que te expliques!

Tafhapy unió sus tupidas cejas. Al principio habló con dificultad, pero luego lo hizo precipitadamente.

–Mi hijo dice la verdad. ¿Que cómo engendré estos hijos, me preguntas? Cuando era joven, mi padre estaba angustiado por mi falta de interés hacia el sexo opuesto. Me llevó al burdel más caro de Alejandría, y para que no me amilanara con el carácter frívolo o el atractivo excesivamente maduro de la mujer con quien me emparejara, insistió en que me ofrecieran una virgen, una chica incluso más joven que yo. De un modo u otro, logré consumar el acto, lo que complació enormemente a mi padre y a mí me sirvió para confirmar que jamás volvería a repetir una cosa como aquella.

»Pero la cosa no acabó allí. Unos meses más tarde, la chica vino a verme. Me contó que la había dejado embarazada. Cabe preguntarse cómo una chica en su situación podía estar tan segura de que yo era el padre. De hecho, no era una simple esclava, y tampoco una prostituta, en el sentido más estricto del término. Era hija de un hombre libre que estaba con la soga al cuello y su única experiencia en el burdel se había producido la noche de mi visita. Averigüé por varios medios que su historia no solo era creíble, sino evidentemente cierta. Sus modales eran tan humildes y sinceros que no tuve motivos para dudar de ella.

»Le conté a mi padre lo sucedido y le sugerí casarme con la chica. A mí me pareció una solución buena ante la insistencia de mi padre de que debía casarme y engendrarle nietos. Pero mi padre me dijo que no fuese absurdo y que casarme con una chica en circunstancias tan sórdidas como aquellas era impensable.

»Unos meses más tarde, soltera y en la indigencia, la chica dio a luz no solo un hijo, sino dos. Se las ingenió para venir a visitarme y trajo sus hijos con ella. Cuando los vi, cualquier duda que pudiera albergar sobre mi paternidad se esfumó de repente. Mirad mis ojos, y mirad los de ellos. Veréis el parecido.

»Volví a abordar a mi padre, y de nuevo me dejó clara su postura. No podía tener nada que ver ni con la chica ni con sus hijos. Pero, con los años, me sentí en la obligación de pasarle algo de dinero de vez en cuando. Los vi en alguna ocasión de pequeños, mientras se criaban por las calles de Alejandría, salvajes e indomados…

–Hicimos lo que pudimos –le espetó Artemón, apretando los dientes–, y lo mismo hizo nuestra madre.

Axiothea intensificó su abrazo y escondió el rostro en el pecho de su hermano.

–Fuera como fuese –dijo Tafhapy–, a cada año que pasaba, fue haciéndose más imposible poder declarar la paternidad de aquellos niños. Yo vivía en un mundo y ellos en otro. Aun así, yo sabía dónde estaban y ellos sabían quién era yo, puesto que había visto más de una vez a su madre señalando mi litera cuando coincidíamos por la calle.

–Oh, sí, sabíamos quién eras –dijo Artemón–. El padre que nos engendró y nos abandonó. Tafhapy el Terrible, te llaman tus rivales en los negocios. Pero esas palabras adquirían otro significado cuando nuestra madre las pronunciaba. Cómo te odiábamos y te despreciábamos, a ti y a todo lo que representabas.

–¿Y quién podría culparos por ello? –replicó Tafhapy, incapaz de mirar a Artemón a los ojos–. Pero llegó un momento en que dejé de ver a vuestra madre en la esquina donde solía mendigar…

–¡Porque murió! –le espetó Artemón–. ¡Enferma y en la miseria, con su vida destruida por tu culpa!

–Eso imaginé. De hecho, creí que los tres habíais muerto, puesto que dejé de veros a ti y a tu hermana. Fue como si los tres os hubieseis esfumado. Desterré cualquier recuerdo que pudiera tener de vosotros. Con el paso del tiempo, ya no pensé más en vosotros. Hasta que…

Tafhapy sollozó y contuvo la respiración.

–Hasta que un día, hará cosa de un año, vi por casualidad una compañía de teatro actuando en la calle y ordené a los porteadores de la litera que se detuvieran para poder ver la actuación. Entre los actores me fijé en una chica muy bella. Tenía alguna cosa que me resultaba terriblemente familiar. Y entonces comprendí quién era. ¡Mi hija! «¡Huye! ¡Olvídate de ella!», gritaba una voz en el interior de mi cabeza, y a punto estuve de ordenar a los porteadores que reanudaran la marcha. Pero entonces me di cuenta de que la voz que había oído era la de mi padre… Mi padre, que está muerto y ya no controla mi vida. «¡Estúpido! Nunca tendrás otro hijo. ¡Olvídate para siempre de lo que quería tu padre y reconoce a tus hijos!».

Tafhapy miró con cariño a Axiothea.

–Le dije quién era. De entrada, me rechazó, pero insistí. Poco a poco, voy logrando ganarme su confianza. Y confío en acabar ganándomela por completo.

–La gente cree que es tu amante –dije.

–Que piensen lo que les dé la gana. Artemisia valora su libertad y su independencia y la vida que se ha labrado sin la ayuda de nadie, pero en cuanto acceda a ello, pretendo reconocerla legalmente como mi hija y convertirla en mi heredera. Anhelaba poder hacer lo mismo con Artemón, pero cuando le pregunté a Artemisia por el paradero de su hermano, me dijo que había desaparecido de Alejandría años atrás. No tenía ni idea de qué había sido de él ni de dónde había ido. –Tafhapy movió la cabeza en un gesto de negación–. No tenía ni idea… Jamás me hubiera imaginado… que el hombre al que llaman el Hijo del Cuco, el rey de los bandidos del delta…, ¡fuera mi hijo!

Miré a padre e hijo, a hermano y hermana, a hija y padre. Negué con la cabeza.

–¡De modo que Artemón, sin saberlo, intentó secuestrar a su propia hermana y exigirle un rescate a su propio padre!

Todas las miradas se centraron en Artemón, que nos miró desafiante.

–La idea del secuestro se inició con el Chacal…

–El hombre que tu hermana conoce como Lykos –dije.

Axiothea enarcó las cejas.

–¿Lykos el utilero?

El rey puso cara de no entender nada y miró a Zenón, que se explicó en voz baja:

–El hombre de la franja blanca en el pelo.

El rey asintió.

–Ah, sí, ese tipo.

–Muy bien, le llamaré Lykos, si así lo preferís –dijo Artemón–. En el transcurso de una visita al Nido del Cuco, me contó que había una compañía de teatro de Alejandría que contaba entre sus miembros con una bella chica, llamada Axiothea, un nombre que no me decía absolutamente nada. Lykos me comentó que la chica se había hecho amante de un mercader riquísimo llamado Tafhapy, un nombre que conocía pero que muy bien, y que odiaba. Cuando Lykos sugirió secuestrar a la actriz y exigirle a su rico amante un rescate por ella, sin que Lykos supiese que Tafhapy era mi padre, accedí enseguida. El dinero no significaba nada para mí, pero la oportunidad de hacerle pasar un mal rato al hombre que más odiaba en este mundo era irresistible. Lykos se encargó de todos los detalles del secuestro y contrató a sus secuaces… ¡que, evidentemente, secuestraron a la chica equivocada! –Artemón miró a Bethesda, que se abrazó más a mí–. Ahora comprendo por qué Tafhapy no respondió nunca a las notas en las que le exigíamos el pago del rescate y por qué tú, romano, viniste a buscar a la chica con un falso pretexto. –Suspiró y cerró los ojos–. Si los secuestradores hubieran capturado a la chica que supuestamente tenían que capturar, si hubieran llegado al Nido del Cuco con Artemisia, me habría reunido de nuevo con la hermana que habían perdido.

Tafhapy cayó de rodillas y se acercó humildemente al rey Ptolomeo, arrastrándose por el suelo de piedra. Unió las manos de manera suplicante y levantó la vista hacia el rey.

–¡Majestad! Hoy vine aquí para salvar la vida de un hombre que nada significa para mí, la de este romano llamado Gordiano. Con vuestra sabiduría y misericordia, habéis considerado adecuado ponerlo en libertad, y por ello os doy las gracias. Pero ahora suplico por la vida de otro hombre, que hasta este momento ni siquiera sabía que estaba vivo: ¡mi único hijo varón! Sé que es un criminal famoso, pero independientemente de lo que haya hecho, os lo suplico, por mi bien, ¡perdonadle la vida!

El rey miró por encima de su barrigón a Tafhapy, que se tendió para humillarse sobre la mugrienta paja.

–De verdad, Tafhapy, no tienes ni idea de la magnitud de la traición de tu hijo ni de la enormidad de sus crímenes. No solo es un ladrón y un asesino, sino también un traidor de la peor calaña. Su traición me ha provocado un desastre inenarrable. No hay posibilidad de perdón para sus crímenes, ni nada de nada.

Zenón tosió para aclararse la garganta.

El rey arrugó la frente.

–¿Qué pasa ahora, Zenón?

El chambelán se encogió de hombros e hizo una serie de gestos, cada uno más adulador que el anterior.

–Su majestad siempre sabe lo que tiene que hacer y, como decís, no existe perdón posible para este sinvergüenza, a menos, naturalmente, que…

–¿A menos que qué?

–A menos que la parte que solicita este perdón pudiera ofrecer una cantidad sustanciosa de oro, no una cantidad equivalente a la que se ha perdido irremediablemente como resultado de la traición de Artemón, ya que ello sería imposible, pero la suficiente como para pagar los…, digamos…, futuros gastos de viaje del rey.

–¿Te refieres al coste de todos los sobornos, guardaespaldas y porteadores de equipaje que necesitaré para abandonar Alejandría antes de la llegada de mi hermano Sóter?

–Dicho sin más rodeos, majestad, sí, a eso precisamente me refiero.

El rey suspiró.

–¿Y a cuánto estimas que asciende esa cifra?

–Así, grosso modo

La cifra que apuntó el chambelán era tan asombrosa que todos los presentes contuvieron la respiración.

El rey miró a la figura que seguía postrada a sus pies.

–Bien, Tafhapy, ¿qué dices a eso? ¿Podrías reunir esa suma en un par de días? ¿Y consideras que la vida de este bastardo, que diste por perdida hace tanto tiempo, lo vale?

Todas las miradas se volcaron en Tafhapy. Permaneció postrado, pero levantó la cabeza. Se mordió el labio inferior. Sus tupidas cejas empezaron a moverse, expresando una sucesión de emociones en conflicto.

–¿Y bien, padre? –dijo Axiothea, que miró a Tafhapy y se cruzó de brazos–. ¿Qué dices?

Artemón intentó también cruzarse de brazos, pero las cadenas se lo impidieron. Tuvo que conformarse con imitar la gélida mirada de su hermana.

–Sí…, padre. ¿Vale mi perdón esa cantidad?

Tafhapy tragó saliva.

–Concededme hasta mañana a la caída del sol, majestad. Creo que para entonces habré reunido esa suma.

Axiothea rompió a llorar. Artemón empezó a temblar como preso de la fiebre; sus duras facciones se suavizaron y miró a su padre con una expresión que no alcancé a comprender. También Tafhapy estalló en llanto, y Djet a continuación. Atrapados en aquella riada de emociones, Bethesda y yo nos abrazamos con fuerza. Incluso el hosco chambelán parecía satisfecho consigo mismo.

El rey dio una palmada para reclamar la presencia del criado que debía de estar aguardando en el pasillo.

–¡Trae algo de comer, enseguida! Los finales felices me ponen hambriento.

* * *

Poco después, el rey y su chambelán abandonaron la celda y se sumaron al séquito real que había permanecido esperando fuera. El resto les seguimos. Solo quedó atrás Artemón, su liberación pendiente de la entrega del rescate.

Al salir, atravesamos los jardines zoológicos reales. Quienquiera que diseñara aquella parte del palacio, había decidido situar en enorme proximidad a hombres enjaulados y animales enjaulados, aunque los animales disponían de mejores habitáculos, al aire libre y con el cielo azul reluciendo por encima de ellos.

Cuando pasamos junto a las diversas jaulas, fosos, aviarios y recintos al aire libre, me quedé boquiabierto contemplando un surtido de animales, aves y reptiles como jamás en mi vida había visto. Mi nariz se inundó de olores desconocidos y mis oídos de gritos extraños, graznidos y siseos.

Entonces capté un rugido que me resultó familiar. Desde el extremo de una jaula gigantesca, vi al león Cheelba acercándose hacia mí.

Le llamé por su nombre. Pasé el brazo entre los barrotes. Cheelba abrió la boca en un bostezo, restregó la cara contra mi mano y me lamió los dedos.

El rey observó la escena, maravillado.

–De modo que es cierto, como me dijeron, que este león es manso.

–En general cierto, y en general manso –dije, pensando en el ataque de Cheelba contra Artemón. Acerqué la mano a mi túnica y palpé por encima del tejido el colmillo engarzado en la cadena que colgaba de mi cuello–. Cheelba defendería a un amigo, en caso de necesidad.

–¡Una incorporación espléndida a la casa de fieras! –dijo el rey–. Nada aporta más entusiasmo a una procesión real que un animal exótico o una bestia salvaje. Este león podría encabezar el próximo desfile. ¡Dejaría al populacho pasmado y sumaría crédito a la casa de los Ptolomeos! ¿Cuándo podremos utilizar este león, Zenón? Tal vez para…

El rey se interrumpió y se quedó en silencio. Lo más probable era que el próximo desfile real que tuviera lugar en Alejandría fuera para celebrar la subida al trono de su hermano.

El rey tragó saliva.

–Independientemente de quién se beneficie de esta bestia, que quede constancia que fui yo quien lo incorporó a la casa de fieras real. ¡Anótalo!

Uno de los escribas del séquito tomó nota con un estilo en una tablilla de cera.

Mientras recorríamos los jardines, Djet se retrasó un poco para caminar con Bethesda y conmigo. Vio que yo ponía mala cara y me preguntó qué pasaba.

–Es solo un pequeño detalle que me agobia. Una cosa que quería preguntarle a Artemón.

–¿Qué cosa?

Hablé para mí más que para Djet, puesto que no tenía motivos para pensar que el niño supiera de qué estaba hablando.

–¿Cómo realizaron el cambio entre los dos carromatos? Artemón nos convenció a todos para que dejáramos el carromato sin vigilancia un instante, hasta ahí llego, pero ¿de dónde salió el otro carromato? Es imposible que estuviera ya en aquel pasillo tan estrecho, no puede ser que saliera de algún pasillo lateral, y era demasiado grande y pesado como para salir de arriba o de abajo…

Djet se echó a reír.

–¡Yo te lo digo!

–¿Tú?

–Pues claro.

–¿Cómo podrías saberlo?

–Estaba escondido entre las vigas, recuerda.

–Sí, cierto. Adelante, pues.

–Se trata del truco de magia más viejo que existe. En cuanto Artemón, tú y todos los demás desaparecisteis, empezaron a salir soldados de una habitación, por delante de la cual acababais de pasar, tirando del segundo carromato. Con mucha rapidez, retiraron el primer carromato del estrecho pasillo y colocaron en su lugar el segundo. Entonces guardaron el primero en la habitación donde ellos habían permanecido escondidos hasta entonces. Y allí se acababa todo, aparentemente. Pero algo después, Artemón y sus hombres regresaron corriendo, y Artemón sabía dónde buscar exactamente el primer carromato. Se produjo entonces un enfrentamiento terrible y murieron todos los soldados, y Artemón y sus hombres salieron con el primer carromato. Fue entonces cuando salté del tejado. Vi cómo os peleabais Artemón y tú, y luego vi cómo te salvaba Cheelba, y luego aparecieron más soldados, y luego el Medusa zarpó, y luego la barcaza del rey llegó a puerto… ¡y tú ibas en ella! Cuando llegué a casa, le dije a mi amo que imaginaba que el rey te había hecho prisionero y Axiothea dijo que debíamos venir a buscarte.

Asentí.

–Me has salvado la vida viniendo, Djet. De hecho, nos has salvado a todos de un modo u otro, incluido el rey.

–Sí, lo sé –dijo, como si no tuviera importancia.

Y echó a correr para acompañar de nuevo a Axiothea y a su amo.