III
Seguidme! ¡Seguidme! –gritaba la chica.
Cuando pasó por delante de la tienda, me miró a los ojos, me dio un golpecito en la barbilla con sorna y realizó un salto mortal. Luego siguió su camino, sin interrupción, agitando alegremente los brazos en el aire. De haber ido realmente desnuda, la acrobacia me habría ofrecido una interesante visión, pero entonces me di cuenta de que la chica cubría su cuerpo con una prenda ceñida, muy brillante, del mismo color que su bronceada piel. Dónde acababa la chica y dónde empezaba la prenda era un auténtico misterio que solo podía resolverse observándola con más detalle.
Decidí seguirla calle arriba.
–¡Amo!
Bethesda no se había movido. Me miraba sin entender nada, una mirada felina.
–Vamos –le dije–. Ya has oído a la chica. ¡Quiere que la sigamos!
–Quiere que la siga todo el mundo –murmuró Bethesda, y la verdad es que por la calle había ya un grupo considerable de gente siguiéndola–. Debe de estar reuniendo público para un espectáculo de pantomima.
–¿Un espectáculo de pantomima? ¡Maravilloso! Un espectáculo de pantomima sería ideal.
Reí y le indiqué que me siguiera. Viendo que continuaba dudando, retrocedí, la cogí de la mano y tiré de ella.
–Además –dije–, ¿no te has fijado en su cara?
–¿Era su cara lo que mirabas, amo? –dijo Bethesda con escepticismo.
–¡Entre otras cosas! Pero, en serio, ¿no has visto a quién se parece?
–No sé a qué te refieres.
–Es igual que tú, Bethesda. El parecido es asombroso.
–No lo creo.
–Tonterías. Os parecéis tanto que podríais ser hermanas. Gemelas, incluso.
–No tengo ninguna hermana –replicó Bethesda con decisión. A pesar de haber nacido esclava, y a pesar de que sus padres habían muerto jóvenes, primero su padre y luego su madre, Bethesda los había conocido a los dos, o eso al menos me había contado. De haber tenido hermanos, lo habría sabido.
–No pretendo sugerirte que sea tu hermana, en el sentido literal del término –dije.
Al final, me encogí de hombros y dejé correr el tema. Nada me hacía sentir más absurdo que darme cuenta de que estaba esforzándome por darle explicaciones a Bethesda que, al fin y al cabo, era de mi propiedad y, según todas las leyes y costumbres, tenía que aceptar sin rechistar cualquier cosa que yo dijera.
No lejos de la calle donde estaban todas las tiendas de lujo, pero más cerca del puerto, encontramos una pequeña plaza pública decorada con fuentes con surtidores, parterres florales y gigantescas palmeras. En el centro de la plaza, una compañía de actores había montado una carpa y se preparaba para empezar su espectáculo. Se había congregado ya una cantidad considerable de espectadores. Un musculoso malabarista tocado con un nemes y vestido con poca cosa más, estaba contando chistes y calentando al público, que se mostraba de lo más bullicioso.
–Una zona de la ciudad muy elegante para montar un espectáculo de pantomima –comenté–. Mira, desde aquí se ve incluso un poco el palacio real, por encima de aquellos tejados. La mayoría de los espectáculos de pantomima que he presenciado, ha sido en barrios más pobres, donde a los funcionarios parece no importarles lo que pueda suceder.
Bethesda no replicó, pero me di cuenta de que empezaba a relajarse y a contagiarse del ambiente festivo. Creo que le gustaba disfrutar de una oportunidad para poder lucir su vestido nuevo. Varios espectadores, hombres sobre todo, la miraron de arriba abajo. ¿Y quién podía culparlos de ello?
Los espectáculos de pantomima eran típicos de Alejandría; nunca había visto nada igual en mis viajes. El teatro es distinto; el teatro existe en cualquier rincón del mundo griego y romano, puesto que los dramas y las comedias con un guión forman parte de festivales religiosos y ciudadanos, los costean las autoridades y los representan actores profesionales, siempre varones. Los espectáculos de pantomima alejandrinos son muy distintos. Actúan en ellos tanto hombres como mujeres –¡con el escándalo que una cosa así causaría en Roma!– y lo que se representa en ellos no son obras de teatro. Un espectáculo de pantomima típico es un batiburrillo de sátiras de temas de actualidad, canciones ingenuas y bailes indecentes, con chistes, actuaciones de forzudos y acróbatas para animar los entreactos. No existe ninguna autoridad ciudadana que controle o regule esos espectáculos, y mientras que el blanco de las sátiras suelen ser personajes vulgares –la vecina fisgona, el tutor sádico, el abogado que habla atropelladamente, el hombre de negocios mentiroso–, los actores apuntan también a los que ostentan el poder, aunque los nombres y las circunstancias se alteran para esquivar cualquier posible acusación de calumnia o sedición.
A los romanos nos gusta pensar que somos más libres que otros pueblos, puesto que elegimos a nuestros líderes, pero se me hace difícil imaginar que nuestras autoridades permitieran en las calles de Roma algo similar a los espectáculos de pantomima. Para empezar, la gente los tacharía de indecentes, los políticos ofendidos enviarían bandas de matones para interrumpirlos y acabarían rodando unas cuantas cabezas. En consecuencia, y aun estando gobernados por un rey, los alejandrinos me parecen más libres que los romanos, al menos en este aspecto. Los espectáculos de pantomima permiten decir prácticamente cualquier cosa sobre todo el mundo, incluyendo el rey, siempre y cuando el ridículo quede ubicado dentro del trabajo de los actores y no se den nombres reales susceptibles de ser identificados.
Aquel espectáculo de pantomima no solo se representaba en una parte de la ciudad más elegante de lo habitual, sino que además estaba atrayendo a un público de lo más heterogéneo. Vi llegar entonces una magnífica litera. Su ocupante quedaba escondido en la cabina detrás de unas cortinillas de tejido amarillo. La cabina se asentaba sobre dos palos largos de madera sofisticadamente tallados y pintados con colores intensos, emulando las columnas con capiteles de loto de los templos egipcios. Los palos descansaban sobre los hombros de unos porteadores que eran auténticos gigantes, el doble de altos que yo, el doble de anchos, y negros como la noche; decían que estos hombres tan enormes procedían de allí donde nace el Nilo. Abriéndole paso a la litera, una vanguardia de guardaespaldas, gigantes también, fue apartando a la multitud hasta que el vehículo consiguió instalarse en primera fila. Muchos de los espectadores que se vieron desplazados del lugar que ocupaban protestaron con los puños en alto, pero los guardaespaldas los acallaron con la mirada. Las cortinillas de la litera se abrieron entonces un dedo por cada uno de los lados, para que su ocupante pudiera mirar sin ser visto.
Dos chiquillos empezaron a circular entre el público portando unos cuencos destinados a recoger ofrendas para el grupo de artistas. Uno de ellos se detuvo delante de mí y agitó el cuenco.
–¿No crees que debería ver un poco el espectáculo antes de decidir lo que quiero pagar? –le pregunté.
–Mejor pagar ahora –respondió el niño con una sonrisa–. Nunca se sabe qué puede pasar.
Aun sin gustarme mucho la idea, extraje a regañadientes la moneda de cobre más fina que encontré en mi menguada bolsa y la arrojé al cuenco. El tintineo pareció dejar satisfecho al pilluelo, que me dejó tranquilo y fue a incordiar a la gente que tenía a mi lado.
Unos instantes después, los niños desaparecieron por el otro lado de la carpa. Con la entrada no visible y la parte posterior de cara al público, la carpa hacía tanto las veces de vestidor como de telón de fondo para la representación. Los dos niños no tardaron en reaparecer, portando unas flautas de Pan. Se situaron a ambos lados de la carpa, sus cuerpos marcando los límites de un escenario imaginario. En cuanto empezaron a tocar una estridente fanfarria, el público se tranquilizó y dio comienzo el espectáculo.
Empezó inocentemente, con una sátira sobre un atontado propietario de un burdel, todo él miradas lascivas y sonrisas lujuriosas, y su «chica» más mayor, una actriz con arrugas pintadas con kohl y un par de pechos falsos descomunales. No era solo la prostituta más vieja de la casa… sino que representaba también el primer pozo excavado en Alejandría, o algo así. El diálogo en griego contenía tantos juegos de palabras que era prácticamente un dialecto local. Bethesda captaba los chistes mucho mejor que yo y reía a carcajadas con parte de los diálogos que para mí eran simplemente griego.
Cuando no recitaba sus versos, la actriz se giraba hacia un lado y hacia el otro, derribando con sus impresionantes pechos todo lo que encontraba a su paso (sillas, una mesa, una lámpara de pie). Para acompañar la bufonada, los dos niños iban tocando notas malsonantes con la flauta. Había hombres y mujeres entre el público que reían con tanta fuerza que lloraban incluso y tenían que sonarse la nariz. Un espectáculo de pantomima nunca es demasiado grosero para los gustos alejandrinos.
De pronto, e incluso con maquillaje y disfraz, reconocí a la actriz.
–¡Bethesda, mira! Es ella. Tu doble.
Bethesda me lanzó una mirada desagradable.
–No, en serio. Es la chica que corría por las calles desnuda…, bueno, casi desnuda. Cuesta reconocerla, pero es la chica. Estoy seguro. ¡Es asombroso hasta qué punto consiguen transformarse estos actores!
Bethesda suspiró y negó con la cabeza, sin estar en absoluto convencida del parecido.
La sátira llegó a su clímax con un nuevo juego de palabras que me resultó absolutamente ininteligible pero que provocó montones de carcajadas entre el público y se ganó una prolongada ronda de aplausos. Cuando los dos actores saludaron, me pareció que la actriz dirigía una floritura especial hacia el desconocido ocupante de la elegante litera.
Hubo entonces un intermedio musical al que siguió un número acrobático en el que tres hombres se mantenían en equilibrio sobre los hombros de un cuarto hombre. Entonces apareció un mono domesticado que intentó arrancarle el taparrabos al hombre de abajo, lo que hizo que el monolito humano se tambaleara de un lado a otro hasta acabar derrumbándose. El público estalló en carcajadas.
Siguieron más parodias. El contenido fue cobrando actualidad a medida que el programa fue avanzando, hasta llegar a una sátira sobre un comerciante grotescamente gordo que bebía copas de vino sin parar y acababa, borracho del todo, dictándole cartas a un escriba. Cuando al comerciante le entraron ganas de hacer sus necesidades y tuvo que convocar a dos criados para que le ayudaran a levantarse de la silla, incluso yo adiviné a quién pretendía representar: al rey Ptolomeo. Todo el mundo en Alejandría conocía la historia: el rey estaba tan gordo que ni siquiera podía hacer sus necesidades, mayores y menores, sin ayuda de alguien.
Mientras el público se partía de risa, el actor disfrazado de gordo empezó a anadear por el escenario en dirección a una imaginaria letrina (representada mediante una silla con un agujero). Los dos jóvenes flautistas corrieron en su ayuda y lo acompañaron sujetándolo por los codos y haciendo un gran esfuerzo para sustentar su peso. Cuando los tres llegaron a la letrina, uno de los chicos hurgó exageradamente entre los voluminosos ropajes que cubrían el barrigón del comerciante. Por fin, con un grito de triunfo, el chico extrajo un pequeño falo que estaría confeccionado con cuero y latón y que debía de estar unido a un odre o a cualquier otro tipo de recipiente que quedaba oculto, puesto que un instante después, el comerciante echó la cabeza hacia atrás y exhaló un prolongado suspiro de alivio cuando del extremo empezó a manar un líquido dorado. Al principio, el chico apuntó con esmero hacia la letrina, pero luego, atacando sin vergüenza alguna al público, dirigió el chorro hacia todos lados, generando un auténtico caos. El comerciante, con la cabeza todavía echada hacia atrás y los ojos cerrados, fingía no enterarse de nada.
Al final, vaciada la vejiga y replegado el falo, el comerciante anadeó de nuevo hacia su silla pero, a medio camino, enarcó las cejas, alarmado, y les gritó a los criados que dieran marcha atrás. Con mucho jaleo y confusión, el trío dio media vuelta y regresó a la letrina.
Lo que siguió a continuación fue una exhibición increíblemente vulgar. El comerciante intentó repetidas veces instalar su enorme trasero en la letrina y los dos ayudantes trataron frenéticamente de separar sus descomunales nalgas (que permanecían ocultas entre los pliegues de los ropajes). Cuando por fin el mercader consiguió sentarse, y después de refunfuñar, respirar trabajosamente y emitir una cacofonía de chillidos gaseosos (generados fuera del escenario, en el interior de la carpa, imaginé), empezó a expulsar por el trasero un peculiar surtido de desechos que los ayudantes se agacharon para ir retirando, de uno en uno. Entre otras cosas aparecieron diversas piezas de cerámica y bronce –lámparas, cuencos y cubiertos de todo tipo– que los criados iban enseñando primero al público y luego ofrecían al mercader, que arrugaba la nariz antes de repudiarlos, como todo el mundo haría con cualquier cosa que hubiera salido de su trasero. Las risas del público eran de escarnio.
De entrada me tomé aquello como una simple tontería humorística, hasta que un espectador, que hasta aquel momento parecía tan perdido como yo, cayó de repente en la cuenta y exclamó:
–¡Claro! ¡Todo eso viene de Cirene!
Me fijé con atención en los objetos y reconocí los diseños azules y amarillos característicos de los talleres de Cirene, una ciudad situada a poco más de ochocientos kilómetros al oeste de Alejandría…, y entonces comprendí el chiste. Desde tiempos de Alejandro, Cirene y la región de la que era capital, conocida como la Cirenaica, habían formado parte del reino de Egipto, constituyendo su frontera occidental y siendo una región administrada tradicionalmente por un hermano menor o un primo del rey. Hasta hacía ocho años, el regente de Cirene había sido un hermano bastardo del rey Ptolomeo, llamado Apión. Pero Apión había muerto sin hijos y había legado en testamento la Cirenaica al pueblo romano. El rey Ptolomeo, endeudado con los banqueros romanos y temeroso de sus ejércitos, no se había atrevido a contradecir el testamento, motivo por el cual el reino había perdido una de sus ciudades más importantes y los romanos se habían establecido en una provincia que hacía frontera directa con Egipto, a unos pocos días de marcha de la capital.
El pueblo de Alejandría había reaccionado con violencia a aquel vuelco de los acontecimientos. Había sido incluso necesaria la intervención de las fuerzas armadas para aplacar los disturbios. Y a pesar de que ya habían transcurrido ocho años, el resentimiento seguía vivo y la convicción de que el rey Ptolomeo había traicionado sus derechos inalienables no había hecho más que intensificarse. Bajo el punto de vista de los egipcios, Cirene le importaba al rey tanto como sus heces le importaban a aquel comerciante.
Después de aliviar sus necesidades mayores y menores, y ayudado en cada paso por los dos chicos, el comerciante exhaló un nuevo suspiro y se instaló trabajosamente en su silla. Inició entonces una conversación con el escriba sobre dos rivales enzarzados en una terrible disputa. Uno era romano y el otro era un pariente lejano del Ponto, y el comerciante estaba en un dilema porque no sabía qué bando apoyar.
Si el actor disfrazado de gordo era supuestamente el rey Ptolomeo, era evidente que los comerciantes rivales representaban a Roma y al rey Mitrídates del Ponto, que (por algún vericueto genealógico que nunca fui capaz de resolver) era primo del rey Ptolomeo. El año anterior, Mitrídates había invadido toda Asia, expulsando tanto a los magistrados provinciales como a los hombres de negocios romanos. El mundo mediterráneo estaba resintiéndose del impacto de esta guerra, pero Egipto había conseguido mantenerse neutral hasta la fecha.
–Si no le debiera tanto dinero a ese mugriento romano –se quejó el comerciante–, le daría una puñalada en la espalda ahora mismo.
–¿Y por qué no le devuelves la deuda y así te libras de él? –le preguntó el escriba.
–¿Pagarle? ¿Con qué? Mi primo del Ponto se llevó todo el dinero que me quedaba. ¡Y se llevó además a mi hijo!
Era una referencia a la invasión de la isla de Cos que había llevado a cabo recientemente el rey Mitrídates. Era precisamente en esa isla donde Egipto guardaba un importante tesoro y donde residía el hijo del rey Ptolomeo, todavía adolescente, con la intención de protegerlo de las intrigas palaciegas de Alejandría. (Era hijo del primer matrimonio del rey, no del actual matrimonio con su sobrina). Mitrídates se había hecho no solo con la isla, sino también con el tesoro y con el príncipe egipcio, y aunque supuestamente trataba al chico como un huésped de honor, era en realidad un rehén.
–¡Y no olvides que se llevó también la capa! –dijo el escriba.
–¡Tonterías! ¿Qué relevancia tiene una capa vieja comida por la polilla para alguien acostumbrado a vestirse con sedas?
El público abucheó con fuerza al gordo comerciante. Era una referencia a uno de los tesoros capturados por Mitrídates, una capa que había pertenecido a Alejandro Magno, nada más y nada menos.
–Dicen que a tu primo le gusta pasearse con ella y fanfarronear –comentó el escriba–. ¿No te apetece recuperarla?
–¡Creo que ni me entraría! –dijo el comerciante, agitando sus bulbosos brazos y haciendo reír con el gesto al público–. ¡Oh, ojalá mi madre estuviera aún aquí para decirme qué hacer!
–Pero ya no está –replicó el escriba–. ¿No te acuerdas? –Imitó el sonido de un corte y realizó el gesto universal de un dedo deslizándose por el cuello.
–¿Y mi hermano mayor? ¿Dónde está? ¡Él sabría qué hacer!
El escriba hizo un gesto de exasperación.
–¡La vieja y tú lo desterrasteis! ¿También lo has olvidado ya?
Era una referencia al hermano mayor del rey, que había pasado también por el trono antes de ser enviado al exilio unos años atrás.
–¡Ojalá mi hermano mayor pudiera volver a casa!
–¿Lo dices en serio? ¡La mayoría de los hombres temería una visita de su suegro!
–Era mi hermano antes de ser mi suegro.
–¡Y el señor de la casa antes de que lo echaras de una patada!
–Ojalá volviera mi hermano mayor. Estoy seguro de que podríamos solventar nuestras diferencias.
–Cuidado con lo que deseas. –El escriba movió la cabeza con preocupación–. Dos son multitud. Y aun así, me gustaría que fuerais tres.
–¿Tres?
–Tres polluelos del nido de tu madre, para poder tener un amo más para elegir. ¿Estás seguro de que no tienes un hermano bastardo escondido por algún lado?
–¿Un hermano bastardo?
–Ya sabes, un cuco, un hermano que se cayó del nido cuando nadie miraba. –El escriba miró al público poniendo cara de tonto.
–Pues claro que no. Solo somos dos.
–Muy bien, entonces. En este caso, tendrá que bastarte con tu hermano mayor. He oído rumores de que ahora mismo está de camino.
–¿Ahora mismo?
–¡Ahora mismo! –El escriba se puso de cara al público y anunció de forma lenta y dramática–: Y podría… llegar… en… ¡cualquier momento!
El comerciante se llevó las manos a las mejillas, horrorizado. Los dos chicos cogieron las flautas y tocaron unas notas estridentes para acompañar sus temores. Entonces, de repente, la música chillona cambió para transformarse en una melodía vertiginosa, tan contagiosa que el obeso comerciante olvidó sus preocupaciones y se levantó de un brinco. Con diversas partes de su cuerpo agitándose en distintas direcciones, realizó una danza absurda, saltando, girando sobre sí mismo, lanzando puntapiés y agitando los brazos. Un nuevo sarcasmo relacionado con el rey Ptolomeo. A pesar de sus borracheras, su pereza y su incapacidad incluso para poder orinar solo, seguía siendo famoso por los desenfrenados bailes con que amenizaba sus orgías.
Tocando tambores y haciendo girar carracas, los restantes miembros del grupo de artistas salieron de detrás de la carpa para incorporarse al baile del comerciante. Entre ellos vislumbré a la doble de Bethesda, que ya no iba disfrazada de anciana sino que lucía un vestido verde, las pulseras de madera que adornaban sus bronceados brazos acompañando con un agradable sonido sus cabriolas. Animados por los músicos, parte del público se sumó también al baile. La música era cada vez más fuerte y estridente y el ambiente se tornó tremendamente ruidoso. Batiendo palmas y siguiendo el ritmo con los pies, incluso los porteadores nubios de la elegante litera se apuntaron a la fiesta.
Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos, todo cambió. Oí chillidos y gritos. Un escalofrío de pánico recorrió el público. Me puse de puntillas para poder ver por encima de la gente y vislumbré el destello de las espadas desenfundadas en el otro lado de la plaza. Un mar de semblantes aterrorizados se volvió de repente hacia mí.
¡Disturbios!