XXXVI

Creía que sabías nadar. ¿Acaso no decías que eras la hija del Nilo?

A mi lado, Bethesda resoplaba y agitaba los brazos, desesperada por mantener la cabeza fuera del agua. Por muy mal nadador que fuera yo, ella era mil veces peor.

Conseguí encontrar mi ritmo para avanzar en el agua, pataleando con las piernas y aleteando con los brazos para mantenerme a flote, pero Bethesda estaba pasando un mal rato. Un indicador del peligro al que se enfrentaba era el silencio con que respondía a mis quejas. En condiciones normales, me habría replicado con ganas, pero en aquel momento no estaba para bromas. Estaba realmente con la soga al cuello.

La rodeé y la enlacé con un brazo.

–Recuéstate contra mí. ¡Relájate y deja ya de debatirte! Yo te sostengo –le prometí, aunque no estaba ni mucho menos seguro de ser capaz de hacerlo.

Miré a nuestro alrededor. Las olas eran tan altas a veces que no veía la costa por ningún lado. Mi único punto de orientación era el gigantesco faro, que, aun siendo tan inmenso, parecía remotísimo. Las olas chocaban entre ellas aleatoriamente, desplazándose en todas direcciones. ¿Estaríamos siendo empujados hacia el muelle o hacia mar abierto? No tenía ni idea y carecía de las habilidades necesarias para poner rumbo hacia una dirección en concreto.

Lo peor de todo era que mi resistencia menguaba a toda velocidad. La excitación de la pelea contra Artemón había estimulado lo que me quedaba de fuerza, pero aquella explosión de energía se había agotado hacía ya mucho rato. El agua, más fría de lo que me esperaba, estaba absorbiendo la poca chispa que quedara en mi cuerpo.

Por segunda vez en un día, me preparé para reunirme con mis antepasados. Al menos no sufriría una muerte sangrienta y horrible en manos de otro hombre. Me acogería Neptuno, igual que había acogido a tantos hombres en el pasado. Me devorarían los peces y mis restos no descansarían en otra tumba que en el inmenso sarcófago del mar.

Bethesda dejó de debatirse y se apoyó en mí, tal y como le había dicho que hiciera. Ahora tenía un objetivo: mantener su cabeza por encima del agua todo el tiempo que me fuera posible. Luché contra las olas para mantener un ritmo regular, pataleando y utilizando el brazo libre a modo de timón. Hasta ahí, bien…, pero casi podía contar con los dedos de la mano las brazadas que me veía capaz de hacer. Tenía frío, estaba exhausto y preparado para dormir eternamente.

Bethesda susurró alguna cosa. Me volví hacia ella, pero sus palabras no iban dirigidas a mí.

–Clamo a ti, Moira –estaba murmurando–. Clamo a ti, Ananke. ¡Bastión egipcio de todopoderoso nombre, ayúdanos!

¡Magia! La pobre chica, inmersa en aquella situación tan extrema, estaba pidiendo ayuda a las fuerzas oscuras a las que había recurrido Ismene. ¿Qué hechizos y juegos de brujería le habría enseñado Ismene a Bethesda durante los largos y monótonos días que habían pasado juntas en aquella cabaña de las afueras del Nido del Cuco? ¿Para qué les serviría la brujería a dos pobres mortales que no sabían nadar y que estaban intentando salvar la vida en medio de un inmenso puerto? Bethesda era una chica simple y tonta, pero cuánto deseaba besarla y abrazarla en aquel momento, cuando lo único que podía hacer era seguir rodeándola con el brazo mientras luchaba desesperadamente por mantenerme a flote. El final estaba muy próximo.

–Bethesda –susurré, puesto que carecía de aliento para hablar más fuerte–. Bethesda, olvídate de tus conjuros y escúchame.

Antes de morir los dos, quería hablar con ella con toda franqueza, para expresarle unas emociones que ningún romano respetable debería sentir por una esclava, y mucho menos pronunciar en voz alta, y que ya no podía seguir silenciando.

Pero fue como si no me oyera, ya que siguió murmurando:

–Moira… Ananke… Bastión egipcio de todopoderoso nombre…

–¡Bethesda! –¿Podía oírme o no?–. Bethesda, te quiero…

–¡Agárrate al gancho, estúpido! –gritó alguien.

La barca se materializó de la nada. Se cernió de pronto sobre mis espaldas, tan cerca que creí que el casco acabaría dándome en la cabeza. Entonces, mi túnica se enganchó en alguna cosa que me levantó hacia arriba. Agarré con fuerza a Bethesda, y vi que un segundo gancho se había deslizado por el interior del escote de su vestido y estaba izándose igual que yo. Nos cogieron unas manos, que nos propulsaron por encima de la barandilla para depositarnos en la cubierta de la barca.

Durante un momento, tendido sobre mi espalda, me sentí completamente desorientado, pues tenía la impresión no de estar en una embarcación sino transportado a otro mundo, un mundo donde todas las superficies eran de brillante oro y plata, o estaban pintadas con vivos colores, o incrustadas con lapislázuli y marfil, y donde cualquier imagen era más bella y exquisita que la anterior…, un mundo de espléndidos lotos en flor y suplicantes vestidas de blanco, de cristalinas aguas azules y juncos dorados, de pavos reales iridiscentes y deslumbrantes flamencos. Por encima de mi cabeza, la brisa agitaba con delicadeza unas cortinas de gasa y la primera estrella de la noche brillaba en un cielo cada vez más oscuro.

–¿Estás seguro de que son estos dos los que han saltado del barco pirata? –preguntó alguien.

–Seguro.

–Pero este no puede ser el Hijo del Cuco. No encaja para nada con la descripción. Y nadie hizo mención de una chica.

–Da igual, yo los he visto saltar del barco.

De pronto, se cernió sobre mí un rostro en absoluto amistoso, coronado por el sofisticado tocado que solían lucir los funcionarios reales.

–¡Tú! ¿Quién eres y por qué has saltado del barco? ¿Y dónde está el Hijo del Cuco?

El hombre me miraba fijamente. Por sus ropajes blancos, por las elaboradas joyas que adornaban su cuello y sus muñecas y por las señales de kohl y otros cosméticos que lucía en su cara alargada y adusta, era evidente que se trataba de un chambelán de alto rango del gobierno del rey.

–¿Dónde estoy? –dije.

–¡Responde a mi pregunta!

Contuve la respiración.

–Si te refieres a Artemón…

–¡Sí, eso es, el Hijo del Cuco! Teníamos que recogerlo del agua.

Solté el aire con fuerza, sorprendido por lo que acababa de escuchar.

–Hemos dejado a Artemón en el muelle. Cheelba, el león, le atacó. Luego los soldados del rey le capturaron y…

–¿Qué? –El chambelán hizo una mueca–. Eso no es lo que supuestamente tenía que pasar. Sagrada Isis, qué forma más complicada tenéis los bandidos de hacer las cosas.

Conseguí sentarme. Bethesda me imitó. La miré para ver si estaba bien y la cogí de la mano.

–No soy ningún bandido –dije–. Soy un ciudadano romano llamado Gordiano.

–¿De verdad? Te hemos visto saltar desde un barco lleno de bandidos.

«¡Sí, y era su rey!», me habría gustado decirle, pero me contuve.

–Es verdad que estaba en el barco, pero porque fui capturado por los bandidos y obligado a viajar con ellos.

El chambelán me miró altivamente.

–¿Y la chica? ¿Quién es?

–Se llama Bethesda. Es mi esclava. También la capturaron los bandidos.

Otra voz, masculina pero aguda y con acento elegante, entró entonces en la conversación.

–¡Una joven y encantadora pareja capturada por los bandidos! ¡Hay que ver, es como sacado de uno de esos sórdidos espectáculos de teatro! ¡Delicioso!

El chambelán se giró, alarmado.

–Majestad, no debéis ser visto en cubierta. Regresad, por favor, a la cabina…

–¡Oh, cállate, Zenón! Y continúa el interrogatorio de esta atractiva pareja. Aun empapados, me resultan seductores. ¡Sobre todo tan empapados!

El chambelán hizo un gesto de desesperación.

Pestañeé, y pestañeé de nuevo. A buen seguro estaba muerto, o soñando, o transportado a otro nivel de existencia. Cualquier explicación era mucho más factible que la imposible realidad de encontrarme a bordo de la barcaza real en presencia del rey de Egipto.

Tenía ante mí a uno de los seres humanos más obesos que había conocido en mi vida. Era, de lejos, el mortal más sofisticadamente vestido que habían visto mis ojos. Sobre la cabeza, elevándose como el tallo de una calabaza, llevaba una corona atef ridículamente alta. Su papada se multiplicaba y cada pliegue estaba adornado con un collar fabuloso. Vestir a un hombre de aquella envergadura debía de exigir numerosos rollos de lino, y sus inmensos ropajes estaban tan ricamente adornados con joyas y piedras preciosas y atavíos dorados, resplandeciendo todo ello bajo el sol rojizo del atardecer, que tuve que protegerme los ojos para mirarlo.

Para que mis ojos descansaran de tanto brillo, miré a mi alrededor. La embarcación estaba al nivel de su propietario, puesto que no había visto nunca un objeto fabricado por el hombre capaz de rivalizar con él por su magnificencia. Absolutamente todas sus superficies estaban decoradas con materiales carísimos y exquisita artesanía. El resultado era tan bello y tan recargado que la embarcación casi no parecía un barco, sino un templo o un palacio flotante. Era lo que necesitaría un dios para hacerse a la mar, si es que acaso los dioses necesitaban barcos.

A pesar de sentirme débil y mareado, hice el ademán de levantarme, pero el chambelán me indicó que me quedara donde estaba con un golpe de su enjoyada vara.

–¿Dices que el Hijo del Cuco está en los muelles?

–Sí. Y creo que no es la única parte de tu plan que ha dado un giro inesperado –añadí. Aun estando aturdido, empezaba a olerme la verdad.

–¿A qué te refieres?

–A que el sarcófago falso está en los muelles. Y el sarcófago auténtico está a bordo del barco pirata.

Zenón se quedó blanco como una sábana, como si en un instante se hubiera quedado sin una sola gota de sangre… y su sangre se hubiera transfundido al rey Ptolomeo, cuya cara redonda y carnosa adquirió el tono rojo de un rubí. Los labios del rey empezaron a gimotear, emitiendo una serie de sonidos, ninguno parecido al habla.

El chambelán eyectó saliva y tartamudeó un buen rato antes de recuperar la voz.

–Majestad, no sabemos nada acerca de este hombre. ¿Por qué tendríamos que creerlo?

–¿Y por qué no? –repliqué con mucha calma–. No tengo motivos para mentir al rey de Egipto.

–¡Poned rumbo a los muelles! –vociferó el rey–. De inmediato y a toda velocidad. Veremos si lo que dice el romano es cierto.

La embarcación se sacudió y dio media vuelta, impulsada a una velocidad asombrosa por invisibles remeros. A nuestras espaldas quedaba el faro y la vela del Medusa, que aún no había salido del puerto. Por delante de nosotros, los muelles estaban cada vez más próximos. El rey Ptolomeo se instaló detrás de una pantalla de cortinas de gasa, como queriendo protegerse de la mirada de los inferiores mortales. Capté entonces un sonido que delataba que el rey estaba masticando ruidosamente alguna cosa.

En el muelle, Artemón estaba tendido en el suelo de espaldas y rodeado de varios soldados, que parecían estar cuidándole las heridas. No vi ni rastro de Cheelba. El carromato que cargaba con el sarcófago falso seguía en el mismo lugar donde los hombres de Artemón lo habían dejado. Cuando la barcaza real se aproximó lo suficiente para que sus ocupantes pudieran oírle, el funcionario principal del muelle dio un paso al frente y se puso firmes. Estaba apesadumbrado.

–¡Informa! –vociferó Zenón.

–Se han llevado el sarcófago –dijo el funcionario–. Hicimos todo lo que estuvo en nuestras manos para retenerlo aquí, pero los bandidos nos superaban en número y…

–¡Os superaron en la batalla, querrás decir! –le espetó Zenón–. O más bien querrás decir que no hubo ninguna batalla. ¿Cómo ha sucedido? ¡Traed al utilero!

Vi una figura adelantarse entre los soldados. Me sobresalté. Por la franja de blanco que dividía en dos la barba y el cabello, reconocí al hombre que algunos conocían como Lykos y otros como el Chacal.

El chambelán dirigió su vara hacia el utilero.

–Todo es por tu culpa, apostaría lo que fuera. ¡Tus artificios no han logrado engañarlos!

Lykos señaló el carromato y la caja con la falsificación hecha con plomo y pan de oro.

–Mi copia era perfectamente adecuada. Vos mismo la visteis y la aprobasteis, majestad. No, el que nos ha traicionado ha sido el Hijo del Cuco. La sustitución tuvo lugar en el edificio de la aduana, tal y como habíamos planificado. Ninguno de los bandidos sospechó nada. Estaban a punto de subir a bordo la falsificación, cuando de pronto Artemón cambió de idea. Hizo regresar a sus hombres a la aduana. Allí cayeron sobre nosotros, mataron a los soldados y se hicieron con el carromato. Cuando llegaron los refuerzos, los bandidos ya habían cargado el sarcófago en el barco y levado anclas. Artemón se quedó en tierra, no sé por qué. El león le atacó y luego huyó. Las heridas sufridas le hicieron perder el conocimiento sin darnos tiempo a interrogarle. De lo contrario, habría podido deciros que…

–Todo eso da igual –vociferó Zenón–. Por qué, cuándo y cómo carece ahora de importancia. Debemos detener lo que está a punto de pasar, y disponemos de muy poco tiempo.

Zenón gritó al capitán de la barcaza para darle órdenes. Cuando la embarcación dio media vuelta, Lykos me vio sentado en cubierta, con Bethesda a mi lado. Sus ojos brillaron al reconocerme y a continuación su expresión se tornó de perplejidad. No pude resistirme a la tentación de comunicarme con él mediante una de las señales secretas de la banda del Cuco, llevándome el dedo meñique a las orejas, primero una y luego la otra. Por instinto, Lykos levantó la mano con la intención de responder –tres golpecitos en la barbilla con el pulgar–, pero luego se contuvo.

La barcaza real alteró rápidamente su curso y empezó a avanzar cortando las olas. El muelle fue empequeñeciéndose a nuestras espaldas. El faro, por el contrario, aumentaba de tamaño. Al principio pensé que íbamos en pos del Medusa y, de hecho, cuando la lejana vela del barco pirata empezó a hacerse cada vez más grande, comprendí que la velocidad de la barcaza real podía alcanzar el barco de los bandidos. Pero luego me di cuenta de que nuestro destino no era el mar abierto, sino la isla del faro.

Nos detuvimos junto a un pequeño y exquisitamente decorado embarcadero reservado para el uso real. El rey, que había permanecido detrás de las cortinas de gasa durante el trayecto, reapareció en cubierta, limpiándose la boca y sujetando en la mano los grasos restos de un pollo asado.

–No es necesario que bajéis a tierra, majestad –dijo Zenón–. Yo mismo…

–¡Tú mismo no has hecho más que liarla hasta el momento! –le espetó el rey–. Por supuesto que bajaré. ¡Traed el carruaje real!

Al instante, acompañado por el estrépito de los cascos, hizo su aparición un magnífico vehículo tirado por caballos alegremente enjaezados. Con la ayuda de varios criados, el rey descendió como un pato la pasarela tendida hasta el muelle y ascendió a continuación por una ancha rampa para acceder al mullido carruaje. Los criados tuvieron que ponerse detrás del rey para empujarle y ayudarle a subir unos últimos peldaños. El torpe proceso resultó incómodo de observar, y muy especialmente porque el rey no cesó de rugir órdenes a sus criados para que se apresuraran.

A mi lado, Bethesda reprimió una risilla. Y yo, por impulso, le sellé la boca con un beso para silenciarla.

El rey, que acababa de dejarse caer sobre una montaña de cojines, se quedó mirándonos.

–¡Que vengan también los jóvenes amantes!

–Pero majestad, no hay necesidad de…

–¿Y tú qué sabes? Este romano podría saber alguna cosa que tú no sabes. Y parece bastante probable, viendo los muchísimos detalles que no tenías previstos en este lamentable asunto. Y traed también algo de comida. Ya sabes lo hambriento que me pongo cuando estoy nervioso. ¡Y ahora, rápido! ¡Al faro!

Con un estruendo de cascos, el carruaje real se puso en marcha hacia la larga rampa que conducía a la entrada del faro. Un instante después apareció un segundo carruaje, aunque ni mucho menos tan magnífico como el primero. Subieron a él varios criados, incluyendo entre ellos uno cargado con una gran bandeja de plata llena a rebosar de exquisiteces.

El chambelán me agarró por el brazo para levantarme y correr hacia el carruaje. Le di la mano a Bethesda y tiré también de ella. En cuanto hubimos subido a bordo, el vehículo aceleró para seguir al rey.

Volamos por la rampa, los caballos corriendo a un ritmo frenético. Llegamos a la entrada en breves instantes.

Había estado en el faro en una ocasión, aunque hacía ya mucho tiempo. Pero incluso entre tanta confusión y griterío, levanté la vista con respeto reverencial. No existe otro edificio en el mundo tan alto como este. La torre está construida con tres segmentos diferenciados entre sí, cada uno de ellos situado sobre el anterior de modo escalonado. En lo más alto se encuentra la cámara que alberga el fuego y los espejos que generan la luz más potente de la tierra y, por encima de ella, una escultura de Zeus da la bienvenida a todo aquel que arriba en barco a Alejandría.

Pero no tuve tiempo de quedarme boquiabierto ante su magnificencia, puesto que el carruaje no se detuvo en la entrada, sino que cruzó las gigantescas puertas de acceso.

La mitad inferior del faro está delimitada por cuatro paredes y tiene la parte central hueca. Una rampa continua recorre el perfil de los cuatro muros y asciende los diversos pisos. El vehículo real recorrió a toda velocidad la rampa, nuestro carruaje acelerando para seguirle el ritmo. Los aterrados trabajadores se apartaban a nuestro paso mientras íbamos dando vueltas y más vueltas para ascender de uno a otro nivel. Los carros tirados con mulas que cargaban con el combustible volcaban a nuestro paso. El olor a nafta y excrementos penetró con fuerza en mi nariz.

Seguimos subiendo, pasando junto a las ventanas altas que se encaraban en las cuatro direcciones y dejaban ver primero el mar, luego el sol poniente, después la ciudad y finalmente el puerto, en ese orden, para repetir a continuación la misma secuencia –mar, sol, ciudad, puerto– una y otra vez, arriba y más arriba, hasta que por fin alcanzamos un nivel por encima de la mitad de la torre y el carruaje se detuvo. El rey estaba ya inmerso en la penosa tarea de descender de su vehículo, ayudado por ansiosos criados que parecían temer en igual medida que se les cayera el rey o ser aplastados por él.

Con el rey Ptolomeo encabezando la comitiva, cruzamos una puerta que daba acceso al parapeto que rodeaba los muros por el exterior. Inspiré hondo el aire fresco del mar. Por delante y por debajo de nosotros, hasta donde alcanzaba la vista, centelleaba una inmensa extensión de mar abierto.

Con el brillo de las olas bajo el sol del ocaso, resultaba difícil interpretar el mar. Solo después de mirar durante un buen rato, conseguí vislumbrar la vela del Medusa, que había superado ya la bocana del puerto y continuaba su avance rumbo norte. Desde aquella distancia, el barco tenía el tamaño de un juguete en la palma de mi mano.

Entonces avisté, al oeste del Medusa, otro barco, más grande, y luego otro, esta vez al este. Eran barcos de guerra. Sus tridentes de bronce capturaban la luz del sol. Y estaban convergiendo en dirección al Medusa.

–¡Utilizad los espejos! –gritó el rey, metiendo la mano en un recipiente de plata lleno de exquisiteces que le tendía un criado y llevándose a la boca un puñado de dátiles. Lo que dijo a continuación fue un barboteo indescifrable.

Zenón habló por el rey:

–Indicad a los barcos que hay un cambio de órdenes. ¡Que no tienen que embestir el barco pirata! ¡Que no tienen que capturarlo sino traerlo a puerto y que de ninguna manera deben permitir que se hunda! ¿Lo habéis entendido?

Se dirigía al capitán de los hombres que manejaban el gigantesco espejo de señales montado en la pared, entre esquina y esquina del parapeto. Había cuatro espejos como aquel, uno en cada lado de la torre. El capitán estaba enojado.

–¡Vamos, estúpido! –rugió Zenón–. ¿A qué esperas? ¿Tan complicado es este mensaje?

–No, no, excelencia, son señales que se pueden transmitir. Pero la luz del sol…

–¡Yo veo el sol allá a lo lejos! –Zenón señaló el semicírculo rojizo que resplandecía en el horizonte, hacia poniente.

–Sí, excelencia, pero me temo que la luz no es lo bastante fuerte. Y el ángulo…

–¡Haz lo que puedas! ¡Y enseguida!

Los hombres que manejaban el espejo se pusieron rápidamente en acción, ladeando las enormes lentes de metal pulido hacia un lado y hacia otro en un intento de capturar los rayos de sol y enviarlos hacia el barco de guerra más próximo. De hecho, vislumbré un punto de luz roja parpadeando en la vela del barco, lo que significaba que los hombres de a bordo habrían visto los destellos del espejo.

El barco, que hasta aquel momento avanzaba a toda velocidad hacia el Medusa, ralentizó la marcha de repente. Vi la hilera de minúsculos remos cambiar de dirección al unísono y presionar las olas.

–¡Lo has hecho! ¡Lo has hecho! –chilló el rey, escupiendo un montón de dátiles masticados–. Ahora el otro. ¡Ahora el otro! –Señaló el segundo barco de guerra, el que venía del este y que seguía su avance hacia el Medusa.

Los hombres hicieron girar el espejo, pero la posición del sol poniente hacía imposible capturar y reflejar un rayo de sol.

–¡No se puede! –gimoteó el capitán. Se echó a temblar ante la terrible mirada del rey, que masticaba frenéticamente un nuevo puñado de dátiles–. ¡No se puede, es imposible!

Impotentes, observamos el implacable avance del barco de guerra hacia el Medusa. Sentí una punzada de compasión al imaginarme el pánico que debía de haber estallado entre los bandidos. El capitán Mavrogenis debía de estar vociferando órdenes a su tripulación, aunque en vano, puesto que el Medusa no era nada para aquel barco de guerra egipcio. ¿Estaría temblando de miedo Ujeb o se enfrentaría a su fin con inesperada valentía? ¡El pobre Ujeb, que había acabado salvándome! De no haberme proclamado Ujeb su nuevo líder, Bethesda y yo estaríamos aún a bordo del Medusa, encerrados bajo llave en el camarote y enfrentados a una muerte segura.

¿Y el sarcófago? Comprendí entonces por qué el rey y su chambelán estaban tan desesperados por detener el hundimiento del barco pirata. En contra de lo que se esperaban, en contra de su plan, el sarcófago –y no aquella réplica sin valor– había acabado subiendo a bordo del Medusa. Si el Medusa se hundía, el sarcófago de oro de Alejandro se perdería para siempre.

Y así acabó sucediendo. Horrorizados, contemplamos cómo el tridente del barco de guerra acababa impactando contra el Medusa. Un instante después, escuchamos un crujido tremendo. El barco pirata se partió en dos. La vela se derrumbó. El mástil chocó contra el agua. Y con una velocidad pasmosa, las dos mitades del barco empezaron a girar entre las olas hasta desaparecer por completo.

Sofoqué un grito. Bethesda se tapó la cara. El chambelán inclinó la cabeza. El capitán responsable del espejo se tambaleó como si fuera a caerse en cualquier momento. El rey se atragantó con los dátiles y empezó a dar arcadas como un gato doméstico egipcio con una bola de pelo.

Los criados corrieron a aporrearle la espalda, hasta que, por fin, salió disparada de su boca una cascada de dátiles masticados, que voló por encima del parapeto y fue a caer en un mar de aguas de color rojo sangre.