XXI

La puerta cubierta por la cortina no daba directamente a la otra cabaña, sino a un pasadizo entre las dos. El oscuro pasillo estaba lleno de baúles, cajas y montañas de ropa que llegaban hasta el techo; el botín de Ismene, imaginé. El material apilado a ambos lados creaba una especie de pasillo dentro del mismo pasillo y tuve que ir sorteándolo para poder avanzar. Servía asimismo para amortiguar los ruidos, de modo que el sonido que se produjera en una de las cabañas apenas se escuchaba en la otra. El viento disimulaba también cualquier ruido que yo pudiera hacer. Había empezado a soplar con fuerza y silbaba a través del tejado de paja.

Y con todo y con eso, cuando me acerqué a otra puerta cubierta con cortina –la gemela de la que acababa de cruzar–, oí voces al otro lado. Primero la voz de un hombre, tan baja que solo pude identificar que se trataba de un varón, y luego –el corazón me dio un brinco– una voz que habría reconocido en cualquier parte, aunque hablaba también tan bajo que no pude descifrar qué decía.

Alargué el brazo con la intención de correr la cortina, pero Ismene se apresuró a detenerme. Se llevó un dedo a los labios, hizo un gesto de negación con la cabeza y levantó la mano con la palma hacia mí, indicándome que me quedara donde estaba y no hiciese nada. Despacio y en silencio, separó la cortina, pero solo un par de dedos, y me indicó que me acercara y mirara por la rendija.

Aun estando de espaldas a mí, reconocí al instante a Bethesda por su melena negra y también por la postura, con los hombros echados hacia atrás y la cabeza erguida, mirando al hombre que tenía enfrente y que era mucho más alto que ella. No me costó reconocer a Artemón, cuyo rostro quedaba perfectamente iluminado por la lámpara que colgaba del techo.

Siempre que pensaba en Bethesda desde que no estaba conmigo, me la imaginaba tal y como iba la última vez que la vi, con el vestido verde que le regalé el día de mi cumpleaños. Me desconcertó un poco ver que vestía una prenda completamente distinta: una túnica multicolor confeccionada con un tejido espléndido que brillaba bajo el cálido resplandor de la lámpara, ceñida a la cintura mediante un cinturón de cuero decorado con piedras preciosas y medallones de plata. Apenas nunca había tenido la oportunidad de ver seda con mis propios ojos, y mucho menos en tal cantidad, pero estaba seguro de que aquel tejido era eso. Según Ismene, Bethesda estaba siendo tratada como una princesa. Y también iba vestida como tal.

Artemón volvió a hablar. Pegado a la estrecha abertura, logré entender qué decía.

–¿Cuándo, Axiothea? –dijo, la emoción quebrándole la voz–. ¿Cuándo renunciarás a la esperanza de que el viejo quiere recuperarte? De tener intención de pagar un rescate, ya lo habría hecho. O como mínimo, habría respondido a nuestros mensajes.

Bethesda inclinó la cabeza.

–Todavía no, Artemón. No ha llegado aún el momento.

–Pero llegará… ¿Es eso lo que pretendes decir?

Aunque no pude oírlo, por el modo en que Bethesda elevó y dejó caer los hombros, supe que acababa de suspirar.

–Dame una señal, Axiothea, alguna muestra que me indique que lo que anhelo no está fuera de mi alcance. ¿Compartes mis sentimientos o no? –El tono de su voz se volvió estridente.

Su mirada, lo que decía, su postura, la de un suplicante más que la de un captor, no dejaban lugar a dudas: Artemón se había enamorado de Bethesda.

Vi en su cara una mirada que combinaba la esperanza y la desesperación. Y era como si me mirara en un espejo. Su sufrimiento era equivalente al mío. Me había visto privado de lo que más quería, separado de ella por kilómetros de páramo y agua. También Artemón se veía privado de lo que más deseaba, aun teniéndolo justo delante de él.

–Si no me das una señal, permite que sea yo quien te la dé –susurró. Introdujo la mano en la túnica y extrajo el anillo con el zafiro que había elegido antes. Lo sujetó delante de él, como una ofrenda–. Para ti, Axiothea.

–¿Otro? –dijo Bethesda. Por la exasperación de su voz, comprendí que aquel no era más que el último de una larga lista de regalos.

–Deja que te lo ponga en el dedo.

Se acercó a Bethesda. Vi que sus ojos se iluminaban y su rostro se ruborizaba. Parecía tan joven y tan impotente que se me hizo más difícil que nunca imaginármelo como el líder de una peligrosa banda de delincuentes. Parecía un chiquillo y, más que eso, un chiquillo enamorado, sin aliento casi ante la perspectiva de poder tocar la mano de su amada.

–¡Te encaja perfectamente! Debe de ser una señal, ¿no crees? Adelante, acércalo a la luz. Mira cómo brilla.

Artimón le acercó la mano a la lámpara. La piedra captó la luz y brilló como una estrella en el espacio que quedaba entre ellos, aunque solo durante un momento. Bethesda retiró la mano.

–Perfecto y bello, sí –reconoció–. Como el vestido, como los zapatos y como el collar que llevo. Como todas esas cosas tan preciosas que me has regalado. Incluso así, Artemón, no puedo…

–Supongo que estos obsequios no te impresionan, después de todo lo que Tafhapy te habrá regalado. Te ha mimado en exceso, imagino.

–No, Artemón, es que…

–¡Un beso! –dijo él–. Es todo lo que pido. Solo un beso. Solo uno.

Se acercó aún más a ella. Al ser más alto, seguí viéndole los ojos hasta que inclinó la cabeza, cogió la cara de ella entre sus manos y la giró hacia la de él. Bethesda dejó caer los brazos y cerró los puños con fuerza.

Di un respingo. Mi cuerpo actuaba por su propia cuenta y riesgo, sin pensar. Habría abierto la cortina de no ser porque Ismene me clavó las uñas en el brazo, con tanta fuerza que sofoqué un grito de dolor. De no haber sido por el viento y la lluvia que de repente empezó a aporrear el tejado, Artemón y Bethesda me habrían oído.

¿O no? De pronto parecían estar en un mundo muy alejado de mí, totalmente absortos el uno en el otro. ¿Estaba besándola? Con casi total seguridad sí, aunque yo solo alcanzaba a ver la nuca de ella y un retazo de la frente de él. ¿Estaba ella devolviéndole el beso? Era imposible saberlo. El cuerpo de Bethesda mostraba tensión, tenía los hombros rígidos, pero únicamente sus ojos me habrían revelado lo que sentía. ¿Estaría Artemón mirándola a los ojos en aquel momento? ¿Qué vería en ellos?

Fue como si el tiempo se detuviera. El beso se hizo eterno, quedó suspendido en el tiempo, como sucede con los besos entre verdaderos amantes. Noté que el suelo se hundía bajo mis pies. Tenía la impresión de estar flotando en un espacio vacío, rodeado de oscuridad, viéndolos solo a ellos dos a través de aquella estrecha rendija.

El momento terminó con un repentino y estruendoso restallido. Y el restallido fue el sonido que emitió el bofetón que acababa de darle Bethesda.

Me puse rígido, temiendo que Artemón se lo devolviera. Pero se limitó a tambalearse y a llevarse la mano a su encendida mejilla. La miró, conmocionado y paralizado, durante mucho rato. Se había quedado completamente inexpresivo. Le dio por fin la espalda a Bethesda, se cuadró de hombros y respiró hondo varias veces, como si intentara serenarse con ello. Retiró entonces la tela que cubría la entrada de la cabaña y se marchó.

Alargué el brazo hacia la cortina, ansioso por entrar y ver a Bethesda, pero Ismene me lo impidió una vez más.

–¡No! –susurró, acercándome la boca al oído para que pudiera oírla a pesar del vendaval–. Ahora no puedes. Artemón podría volver. Ya has visto lo que necesitabas ver. Vuelve ahora conmigo. ¡Ven, romano! ¡Sígueme!

Me agarró del brazo, como un halcón agarraría a su presa, y tiró de mí. Tenía una fuerza misteriosa. ¿O estaría yo débil y carente de voluntad por lo que acababa de ver? Dejé que me arrastrara por el abarrotado pasillo y volvimos a su cabaña.

El combustible de la lámpara estaba casi agotado. La estancia estaba más oscura que antes. El viento continuaba aullando en el exterior.

–¿Ves ahora por qué no podía llevarte con ella? –dijo Ismene–. ¿Comprendes por qué no puedes ir con ella, ni siquiera ahora? Si Artemón se enterase de la verdad, de que has venido hasta aquí para buscar a Bethesda y llevártela contigo, no existen palabras para explicar lo que podría hacerte.

–¡Artemón es un niño! –dije–. ¡Un niño enamorado!

Ismene asintió.

–Sí, cierto. Pero si crees que es tan solo eso, si crees que únicamente es capaz de ponerse en ridículo y es inofensivo, eres mucho más tonto de lo que me imaginaba. Artemón es mucho más de lo que pareces pensar.

–Pero en cuanto se dé cuenta de que Bethesda no es Axiothea, que no es más que la esclava de otro hombre…

–¿Perderá su interés? ¿De verdad sabes tan poco del amor? No, romano, tienes que seguir siendo Pecunio, y ella seguir siendo Axiothea, y los dos no os conocéis de nada.

–¿Y Bethesda? ¿Sabe ella que estoy aquí?

–Todavía no.

–¿Se lo dirás?

–Supongo que debería hacerlo, aunque solo sea para que no se sorprenda y os delate a ambos cuando te vea.

–¿Cuándo será eso? ¿Cuándo podré verla?

Ismene movió la cabeza en un gesto de preocupación.

–No lo sé. Aún no lo sé. Pero, por ahora, debes mantener las distancias.

No era la respuesta que deseaba oír. Iba a exponerle mis objeciones cuando una llamada en la puerta me interrumpió.

Era Artemón.

–Metrodora, ¿has acabado ya con el romano? Tenemos que regresar a las cabañas.

–Vete –dijo Ismene, empujándome hacia la puerta.

De pronto me enfrenté a la idea de encontrarme de nuevo frente a frente con Artemón. ¿Sería capaz de ocultar mis sentimientos? Me armé de valor, pero antes de que nuestras miradas pudieran cruzarse, Artemón dio media vuelta y echó a andar muy deprisa por donde habíamos venido. Menkhep, Djet y yo le seguimos.

Por encima de nuestras cabezas, los últimos destellos grises del ocaso iluminaban débilmente los nubarrones. Las gotas de lluvia empezaron a salpicarme la cara. La vegetación se estremecía y se sacudía como una enfebrecida bacante inmersa en una frenética danza. Incluso las aguas del Nilo se agitaban enloquecidas. La espuma de las olas azotaba la fangosa orilla y cuando llegamos a las cabañas, distinguí entre ellas pequeñas cabrillas bailando sobre la superficie de la laguna.

Artemón miró el cielo, entrecerrando los ojos para protegerlos del viento y la lluvia.

–Metrodora predijo que la tormenta llegaría hasta muy al sur. Sabía que habría vientos fuertes y lluvia.

–¿Qué más te dijo? –preguntó Menkhep–. ¿Tendremos expedición?

–Eso ya lo veremos mañana –respondió Artemón–. Por el momento, cobijaos. Y descansad bien, si es que podéis dormir con tanto estruendo.

Como queriendo subrayar sus palabras, el destello de un rayo resquebrajó el cielo, seguido al momento por el estallido de un trueno que hizo temblar el suelo.

Menkhep echó a correr. La mirada de Artemón se cruzó con la mía durante un instante, antes de que entrara en su cabaña.

De pronto, por encima de los sonidos de la tormenta, volví a oír aquel rugido animal que tanto me había asustado al llegar. ¿O acaso me lo habría imaginado entre tanto ruido? Creía haber visto ya, o como mínimo haber sido alertado sobre las variadas criaturas peligrosas que vivían en el delta, pero ninguna de ellas era capaz de producir un sonido tan espeluznante como aquel.

–¿Has oído eso, Djet?

–¿El qué?

–Ese rugido. Como de un animal…

–No es más que la tormenta. ¡Vamos! ¡Corre! –Djet me cogió la mano y tiró de mí hacia la cabaña.

Andando a tientas en la oscuridad, conseguimos encontrar las camas. Me senté para descalzarme. Me quité la túnica, pero me dejé el taparrabos. Me tendí en la cama, me cubrí con la fina colcha y escuché la tormenta. Cerca, en su cama, Djet empezó a roncar suavemente; el niño podía dormir donde fuera. Pero yo permanecí completamente despierto, mirando la oscuridad, percibiendo los estremecimientos y las sacudidas de la cabaña azotada por el viento, viendo los destellos de los rayos a través de las minúsculas rendijas de la paja, agarrándome a la colcha cuando los truenos sacudían la tierra como un mazazo. A pesar de que murmuraba en sueños, nada parecía capaz de despertar a Djet.

Pasó el tiempo. Minutos, horas, no tenía manera de saberlo. La tormenta no mostraba indicios de amainar.

Al final, retiré la colcha y me levanté. Me calcé, pero no me puse la túnica. Me encaminé hacia la puerta y salí.

Seguía lloviendo con intensidad, pero el agua era templada, no fría. Miré a mi alrededor y no vi signos de que hubiera alguien despierto. Las cabañas estaban cerradas y a oscuras. Si el Nido del Cuco tenía centinelas, debían de haberse puesto a buen cobijo. Con la excepción de la vegetación que seguía bailando a mi alrededor, yo era el único ser viviente que se movía por allí.

¿Y el rugido que había oído antes? ¿Qué tipo de animal salvaje rondaría entre los árboles? ¿Estaría despierto y al acecho, listo para abalanzarse y devorar a cualquiera que se atreviese a salir? ¿O sería una criatura inexistente? Djet dijo que el rugido eran imaginaciones mías, y tal vez tuviera razón.

Respiré hondo, abandoné la seguridad que me ofrecía la cabaña y me adentré en la húmeda y desconocida oscuridad.

En el camino de regreso de la cabaña de Ismene había prestado mucha atención a los giros y recodos del sendero. Incluso así, encontrar el camino resultó complicado. Más de una vez giré por donde no tocaba y me encontré en la orilla del río o frente a un insondable muro de vegetación. Llegué por fin al claro donde se asentaban las cabañas adosadas. Estaba calado hasta los huesos. Notaba el peso del taparrabos empapado.

Estudié un instante la puerta de la cabaña de Ismene. No vi luz ni ningún otro indicio de que estuviera despierta. Rodeé la estructura para llegar a la puerta que se abría en el otro lado. La cabaña también estaba oscura.

La tormenta rugía con más fuerza que nunca, pero no podía oír nada que no fuera el latido de mi corazón y no veía otra cosa que la cortina que cubría la puerta. Después de tantos días de alarma, confusión, desesperación, búsqueda y esperanza –siempre esperanza–, aquella cortina era lo único que me separaba de Bethesda.

La retiré y entré en la cabaña.

La estancia estaba oscura, pero justo antes de que la cortina cayera para volver a su lugar, estalló un relámpago. Vi el interior solo un instante, tiempo suficiente para vislumbrar una sobria e irreal imagen de Bethesda sentada en la cama, de cara a mí. Estaba despierta, con los ojos abiertos, y ya no vestía la prenda multicolor con la que había recibido a Artemón, sino una sencilla túnica de dormir.

¿Qué vería ella? La silueta de un hombre, empapado por la lluvia, vestido única y exclusivamente con un taparrabos. No es de extrañar que sofocara un grito.

El destello del relámpago se esfumó. La estancia se convirtió en un agujero de oscuridad. Avancé hacia ella.

–¡No te acerques! –dijo Bethesda. Sus palabras resonaron junto al repique del trueno.

Intenté hablar, pero no me salía la voz. La imagen de ella sentada en la cama seguía grabada en mi cabeza, inalterable acompañando mi avance en la oscuridad. Choqué con las rodillas contra la cama. Palpé a tientas delante de mí. Rocé carne caliente con la punta de los dedos. Extendí las manos ciegamente, capturándola, y la estreché contra mí.

Me aporreó el pecho con fuerza.

–¡No, Artemón! –musitó.

Abrí la boca, pero era como si tuviera en la garganta un objeto grueso y pesado. Era incapaz de hablar. Y era incapaz de soltarla, por mucho que se retorciera y se debatiera entre mis brazos. Cuanta más resistencia oponía, con mayor desesperación la aferraba.

Mis labios encontraron los de Bethesda. La ataqué con un beso. Se resistió, pero no la solté. El sabor de su boca, tan anhelado y tan dulcemente familiar, me provocó un estremecimiento de placer. Sin embargo, en el mismo momento, sentí una punzada de dolor y percibí el sabor de la sangre en mis labios.

Mi cuerpo actuaba por su cuenta y riesgo. No sé siquiera cómo acabamos en posición horizontal sobre la cama, su túnica rasgada, mi taparrabos corrido hacia un lado. Más se me resistía y más la superaba, hasta que me descubrí sujetándola con fuerza y a punto de penetrarla.

Fue entonces cuando recuperé la razón, muy poco a poco, como si emergiera de un estado de estupor. Me quedé como estaba, inmóvil encima de ella, jadeando. En aquel momento, por algún detalle –por el sabor, el olor, el contacto, el sonido de mi respiración–, supo quién era.

–¡No! –susurró–. Esto no puede ser real. Tiene que ser un sueño.

–No soy un sueño –dije, recuperando por fin el habla.

Bethesda contuvo la respiración. Sus manos, aferradas a mis brazos para contenerme, se relajaron un instante y luego me agarraron con mucha más fuerza.

–¿No te ha dicho Ismene que estaba aquí?

–¿Quién es Ismene?

Casi rompo a reír. ¡No me extrañaba que reinara tanta confusión en un mundo donde todos tenían dos nombres!

–Da igual –dije. Y entonces sí reí, una risa de felicidad cuando Bethesda aprovechó mi lapsus de concentración para liberarse e intercambiar posiciones. De pronto, yo estaba tendido con la espalda pegada a la cama y ella encima de mí.

Y al momento siguiente, el éxtasis me engulló por completo y no me soltó, se apoderó de mí con tanta fuerza que pensé que nunca más me dejaría marchar.

Iniciamos un largo y tumultuoso viaje hacia el vórtice. ¿Quién gritó más fuerte al final, Bethesda o yo? En el exterior, el viento seguía aullando y los truenos resonando. De lo contrario, Artemón y los demás nos habrían oído desde las cabañas a orillas de la laguna.