CAPITULO XVII
1. Y me admiré entonces de ver que te amaba a ti y no ya a un fantasma. Pero no era estable este mi gozo de ti; pues si bien tu hermosura me arrebataba, apartábame luego de ti la pesadumbre de mi miseria y me derrumbaba gimiendo en mis costumbres carnales. Pero aun en el pecado me acompañaba siempre el recuerdo de ti y ninguna duda me cabía ya de tener a quien asirme, aun cuando carecía yo por mí mismo de la fuerza necesaria. Porque el cuerpo corruptible es un peso para el alma y el hecho mismo de vivir sobre la tierra deprime la mente agitada por muchos pensamientos (Sb 9, 15). Segurísimo estaba yo de que tus perfecciones invisibles se hicieron, desde la constitución del mundo, visibles a la inteligencia que considera las criaturas y también tu potencia y tu divinidad (Rm 1, 20).
2. Buscando pues un fundamento para apreciar la belleza de los cuerpos tanto en el cielo como sobre la tierra, me peguntaba qué criterio tenía yo para juzgar con integridad las cosas mudables diciendo: "esto debe ser así y aquello no". Y encontré que por encima de mi mente mudable existe una verdad eterna e inmutable. De este modo y procediendo gradualmente a partir de los cuerpos pasé a la consideración de que existe un alma que siente por medio del cuerpo y esto es el límite de la inteligencia de los animales, que poseen una fuerza interior a la cual los sentidos externos anuncian sobre las cosas de afuera.
3. Pero luego de esto, mi mente, reconociéndose mudable, se irguió hasta el conocimiento de sí misma y comenzó a hurtar el pensamiento a la acostumbrada muchedumbre de fantasmas contradictorios para conocer cuál era aquella luz que la inundaba, ya que con toda certidumbre veía que lo inmutable es superior y mejor que lo mudable. Alguna idea debía de tener sobre lo inmutable, pues sin ella no le sería posible preferirlo a lo mudable. Por fin y siguiendo este proceso, llegó mi mente al conocimiento del ser por esencia en un relámpago de temblorosa iluminación. Entonces tus perfecciones invisibles se me hicieron visibles a través de las criaturas, pero no pude clavar en ti fijamente la mirada. Como si rebotara en ti mi debilidad, me volvía yo a lo acostumbrado y de aquellas luces no me quedaba sino un amante recuerdo, como el recuerdo del buen olor de cosas que aún no podía comer.