CAPITULO IV
1. No sabiendo, pues, cómo podía subsistir esa imagen tuya, con gusto y temor habría yo pulsado la puerta deAmbrosio para preguntarle por sus motivos de creer lo que creía, sin ofenderlo con arrogante reproche por haber creído.Y el ansia por saber qué podía yo retener como cierto, me corroía las entrañas con fuerza tanto mayor cuanto más avergonzado me sentía de haber andado por tanto tiempo engañado por ilusorias promesas de certidumbre y por haber pregonado con error y petulancia pueril tantas cosas inciertas como si fueran ciertas. Que eran falsas lo comprobé más tarde, pero entonces era ya seguro, cuando menos, que se trataba de cosas inciertas que yo había tenido por ciertas en aquel tiempo en que con ciega arrogancia acusaba a la Iglesia católica; pues si bien es cierto que la Iglesia no se me aparecía aún como maestra de verdad, cuando menos nada enseñaba de cuanto a mí me parecía gravemente reprensible.
Con esto quedaba yo confuso y converso. Me alegraba sobremanera de que tu Iglesia única, Señor, el Cuerpo de tu Hijo único, en la cual se me infundió desde niño la reverencia al nombre de Cristo, nada supiera de aquellas banalidades ni admitiera en su doctrina la idea de que tú, el creador de todas las cosas, estuvieras circunscrito en un lugar del espacio, por sumo y amplio que fuera, ni terminado en los límites de la figura humana.
2. Alegrábame también de que los viejos escritos de la ley y los profetas no se me dieran a leer con mis antiguos ojos, que tantos absurdos veían en ellos cuando yo redarguía a tus santos por errores que ellos nunca profesaron. Y grande era mi contento cuando oía frecuentemente a Ambrosio decir con énfasis y reiteración en sus sermones al pueblo que la letra mata y el espíritu vivifica (2Co 3, 6). Así, descorriendo espiritualmente el velo místico, explicaba algunos pasajes de la Escritura que entendidos en forma literal estricta suenan a error y al explicar de esta manera nada decía que pudiera molestarme aun cuando dijese cosas de cuya verdad no me constaba todavía. Y así, por miedo de precipitarme en algún yerro, suspendía yo mi asentimiento, sin darme cuenta de que tal suspensión me estaba matando.
3. Quería yo tener de las cosas invisibles una certidumbre absoluta, como la de que siete más tres suman diez. Mi escepticismo no llegaba a la insania de tener por dudosas las proposiciones mateméticas, pero este mismo tipo de certeza era el que yo pedía para todo lo demás; lo mismo para los objetos materiales ausentes y por ello invisibles, como para los seres espirituales, que yo era incapaz de representarme sin una forma corpórea.
Yo no podía sanar sino creyendo; pues la vista de mi entendimiento, agudizada y purificada por la fe, podía de algún modo enderezarse hacia tu verdad. Esa verdad que siempre permanece y nunca viene a menos. Pero en ocasiones acontece que alguien, escamado por la experiencia de algún mal, queda temeroso y se resiste a entregarse al bien. Esta era entonces la situación de mi alma, que sólo creyendo podía ser curada, pero, por el miedo de exponerse a creer en algo errado, recusaba la curación y hacía resistencia a tu mano con la que tú preparaste la medicina de la fe y la derramaste sobre todas las enfermedades del mundo y pusiste en ella tan increíble eficacia.