CAPITULO VIII

1. Te las arreglaste para que fuera yo persuadido de ir a Roma para enseñar allí lo mismo que enseñaba en Cartagoy no pasaré por alto el recordar el modo como me persuadí. pues en ello se ven muy de manifiesto tus misteriosos procedimientos y tu siempre presente misericordia. No fui a Roma en busca de mayores ganacias ni en pos del prestigio de que mis amigos me hablaban, aunque ciertamente no estaba ajeno a tales consideraciones; pero la razón principal, casi la única fue que yo sabía que en Roma los estudiantes eran más sosegados y se contenían en los límites de una sana disciplina; no entraban a cada rato y con impudente arrogancia a las clases de otros profesores no suyos, sino solamente con su venia y permiso.

2. En Cartago, muy al contrario, los estudiantes eran de una fea e intemperante indisciplina. Irrumpían y con una especie de furia perturbaban el orden que los profesores tenían establecido para sus propios alumnos. Con increíble estupidez cometían desmanes que la ley debería castigar si no los condonara la costumbre, con lo cual quedaban en la condición miserable de poder hacer cuanto les venía en gana, abusos que tu ley no permite ni permitirá jamás. Y los cometían con una falsa sensación de impunidad, ya que en el mero hecho de cometerlos llevan ya su castigo, por cuanto deben padecer males mayores que los que cometieron.

Así sucedió que aquella mala costumbre que yo ni aprobé ni hice mía cuando era estudiante, tenía que padecerla de otros siendo profesor. Por eso me pareció conveniente emigrar hacia un lugar en que tales cosas no sucedieran, según me lo decían quienes estaban de ello informados. Y tú, que eres mi esperanza y mi porción en la tierra de los vivientes (Sal 141, 6), me ponías para cambiar de lugar en bien de mi alma estímulos que me apartaran de Cartago y me ponías el señuelo de Roma valiéndote de hombres amadores de la vida muerta que hacían algo insano y prometían allá algo vano y, para corregir mis pasos, te valías ocultamente de la perversidad de ellos y de la mía. Porque los que perturbaban mi quietud estudiosa con insana rabia eran ciegosy, los que me sugerían otra cosa, tenían el sentido de la tierra. Y yo, que detestaba la miseria muy real de aquellos, apetecía la falsa felicidad que éstos me prometían.

3. Cuál era la causa que me movía a huir de Cartago para ir a Roma, tú la sabías, pero no me la hacías saber a mí ni tampoco a mi madre y ella padeció atrozmente de mi partida y me siguió hasta el mar. Y yo la engañé cuando fuertemente asida a mí quería retenerme o bien acompañarme. Fingí que no quería abandonar a un amigo que iba de viaje, mientras el viento se hacía favorable para la navegación. Le mentí pues a aquella madre tan extraordinaria y me escabullí.

Pero tú me perdonaste también esa mentira y, tan lleno de sordideces abominables como estaba yo, me libraste de las aguas del mar para que pudiese llegar al agua de tu gracia y absuelto ya y limpio, pudieran secarse los torrentes de lágrimas con que mi madre regaba la tierra por mí en tu presencia. Ella se negaba a regresar sin mí y a duras penas pude persuadirla de que pasara aquella noche en el templo de San Cipriano que estaba cerca de nuestra nave. Pero esa misma noche me marché a escondidas mientras ella se quedaba orando y llorando y sólo te pedía que me impidieras el viaje. Pero tú, con oculto consejo y escuchando lo sustancial de su petición no le concediste lo que entonces te pedía para concederle lo que siempre te pedía.

4. Sopló pues el viento e hinchó nuestra velas y pronto perdimos de vista la ribera en la cual ella a la siguiente mañana creyó enloquecer de dolor y llenaba tus oídos con gemidos y reclamaciones. Tú desdeñabas esos extremos; me dejabas arrebatar por el torbellino de mis apetitos con el fin de acabar con ellos y domabas también el deseo natural de ella con un justo flagelo, pues ella, como todas las madres (y con mayor intensidad que muchas) necesitaba de mi presencia, ignorante como estaba de las inmensas alegrías que tú le ibas a dar mediante mi ausencia. Nada de esto sabía y por eso lloraba y se quejaba; se manifestaba en ella la herencia de Eva, que es buscar entre gemidos a quien gimiendo había dado a luz. Sin embargo, después de haberse quejado de mi engaño y de mi crueldad, volvió a su vida acostumbrada y a rogarte por mí. Y yo continué mi viaje hasta Roma.

Confesiones
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