CAPITULO IV
1. En aquellos años en que comencé a enseñar en el municipio en que nací me había ganado por la comunidad de los estudios un amigo extraordinariamente querido, de mi misma edad, que florecía conmigo en el verdor de una misma adolescencia. Juntos habíamos crecido, juntos habíamos jugado y asistido a la escuela. Pero todavía no era amigo como lo fue más tarde y ni siquiera entonces lo fue con esa amistad verdadera con que tú aglutinas las almas que viven unidas a ti, por esa caridad difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Con todo, esa amistad era dulcísima, inspirada como estaba por el fervor de idénticos ideales. Yo lo había desviado de su fe, que no la tenía ni muy honda ni muy firme hacia aquellas supersticiosas y perniciosas fábulas por las que me lloraba mi madre. Su mente y la mía erraban juntas y yo no podía vivir sin él. Pero tú, el Dios de las venganzas y también de las grandes misericordias, era como si cabalgaras sobre los lomos de dos siervos tuyos que huían de tu lado. ¡De cuán admirables maneras nos conviertes a ti! Entonces, sacaste de este mundo a ese hombre apenas cumplido un año de nuestra amistad, suave para mí como ninguna otra cosa en aquel tiempo de mi vida.
2. ¿Quién puede cantar tus alabanzas sólo por lo que en sí mismo y en sí sólo ha experimentado? ¡Lo que hiciste entonces, Dios mío y cuán insondable es el abismo de tus juicios! Cayó el enfermo con grandes fiebres y quedó por un tiempo inconsciente y bañado en sudores mortales. Como se temió por su vida fue bautizado en ese estado de inconsciencia y yo no me preocupé de ese bautismo, con la idea de que su alma habría de retener más bien lo que de mí había aprendido, que no aquello que se le hacía sin que él se diera cuenta. Pero las cosas fueron de otro modo, pues él se recuperó y quedó de nuevo sano.
En el primer momento en que pude hablar con él (que fue el primero en que él pudo hablar, pues no me separaba yo de él y dependíamos fuertemente el uno del otro) empecé a ridiculizar aquel bautismo que él había recibido en total ausencia de sí mismo, pero que ya sabía haber recibido. Seguro estaba yo de que me acompañaría en mis burlas; pero él me miró con horror, como a un enemigo y, con una libertad tan admirable como repentina me declaró que si quería seguir siendo su amigo debía renunciar a hablarle de semejante modo.
3. Yo, turbado y estupefacto, pensé que era necesario refrenar mis impulsos hasta que él, completamente restablecido y con el vigor de la salud estuviera en condiciones de oírme hablar como yo quería. Pero tú lo arrebataste a mi demencia para conservarlo en ti, de donde pudiera yo más tarde hallar consuelo. Sucedió, pues, que a vuelta de pocos días y estando yo ausente, cayó nuevamente enfermo y falleció. El dolor ensombreció mi corazón y cuanto veían mis ojos tenía el sabor de la muerte. Mi patria era mi suplicio, la casa paterna era una inmensa desolación y todo cuanto había tenido en comunión con él era para mí un tormento inenarrable. Por todas partes lo buscaban mis ojos, pero no podían verlo; todo me parecía aborrecible porque en nada estaba él. Nadie podía decirme "va a volver", como cuando estaba ausente pero existía. Me convertí en un oscuro enigma para mí mismo. Le preguntaba a mi alma, ¿por qué estás triste y así me conturbas? (Sal 41, 6), pero ella nada tenía para responderme. Y si yo le decía: "Alma, espera en Dios", ella se negaba a obedecerme pues tenía por mejor y más verdadero al hombre que había perdido que no el fantasma en que yo le mandaba esperar. Mi única dulzura la hallaba en llorar sin fin. Las lágrimas tomaron el lugar de mi amigo, delicia de mi alma.