CAPITULO III
1. Yo no había aún aprendido a orar rogándote con gemidos que me ayudaras, sino que tenía puesta mi alma entera en la investigación de las cosas mundanas y el ejercicio de la disertación. Y a Ambrosio mismo lo tenía yo por el hombre feliz según el mundo, pues tantos honores recibía de gentes poderosas y sólo me parecía trabajoso su celibato. Por otra parte no tenía yo experiencia ni siquiera sospechas de las esperanzas que él tuviera, ni de las tentaciones que tenía que vencer derivadas de su propia excelencia; no tenía la menor idea de cuáles fueran sus luchas ni sus consuelos en las adversidades, ni sabía de que se alimentaba en secreto su corazón, ni qué divinos sabores encontraba en rumiar tu pan. Pero él tampoco sabía nada de mis duras tempestades interiores ni de la gravedad del peligro en que me hallaba. Ni podía yo preguntarle las cosas que querría, pues me apartaba de él la multitud de quienes acudían a verlo con toda clase de asuntos y a quienes él atendía con gran servicialidad. Y el poco tiempo en que no estaba con las gentes lo empleaba en reparar su cuerpo con el sustento necesario o en alimentar su mente con la lectura.
2. Cuando leía sus ojos recorrían las páginas y su corazón entendía su mensaje, pero su voz y su lengua quedaban quietas. A menudo me hacía yo presente donde él leía, pues el acceso a él no estaba vedado ni era costumbre avisarle la llegada de los visitantes.
Yo permanecía largo rato sentado y en silencio: pues, ¿qién se atrevería a interrumpir la lectura de un hombre tan ocupado para echarle encima un peso más? Y después me retiraba, pensando que para él era precioso ese tiempo dedicado al cultivo de su espíritu lejos del barullo de los negocios ajenos y que no le gustaría ser distraído de su lectura a otras cosas. Y acaso también para evitar el apuro de tener que explicar a algún oyente atento y suspenso, si leía en alta voz, algún punto especialmente oscuro, teniendo así que discutir sobre cuestiones difíciles; con eso restaría tiempo al examen de las cuestiones que quería estudiar. Otra razón tenía además para leer en silencio: que fácilmente se le apagaba la voz. Mas cualquiera que haya sido su razón para leer en silencio, buena tenía que ser en un hombre como él.
3. Lo cierto es que yo no tenía manera de preguntarle lo que necesitaba saber a aquel santo oráculo tuyo sino cuando me podía brevemente atender y para exponerle con la debida amplitud mis ardores y dificultades necesitaba buen tiempo y nunca lo tenía. Cada domingo lo escuchaba yo cuando exponía tan magistralmente ante el pueblo la palabra de verdad y cada vez crecía en mí la persuasión de que era posible soltar el nudo de todas aquellas calumniosas dificultades que los maniqueos levantaban contra los sagrados libros.
4. Pero cuando llegué a comprobar que en el pensamiento de los hijos que tú engendraste en el seno de la Iglesia católica, tú creaste al hombre a tu imagen y semejanza pero tú mismo no quedabas contenido y terminado en la forma humana corporal y, aunque ni de lejos barruntaba yo lo tenue y enigmática que es la naturaleza de los seres espirituales, sin embargo, me avergoncé, lleno de felicidad, de haber por tantos años ladrado no contra la fe católica, sino contra meras ficciones de pensamiento carnal. Tan impío había yo sido, que en vez de buscar lo que tenía que aprender, lo había temerariamente negado. Porque tú eres al mismo tiempo inaccesible y próximo, secretísimo y presentísimo; no tienes partes ni mayores ni menores, pues en todas partes estás de manera total; ningún lugar te contieney, ciertamente, no la forma corporal del hombre. Y sin embargo, tú hiciste al hombre a tu imagen y semejanza y, ¡él sí que está, de la cabeza a los pies, contenido en un lugar!