CAPITULO V
1. Alguno pidió a no sé qué maniqueo que escribiera también de estas cosas que pueden ser ignoradas sin perjuicio de la piedad. Porque tú dijiste que en la piedad está la sabiduría (Jb 28, 28) y ésta podía ignorarla el maniqueo aun cuando tuviera la ciencia de las cosas. Pero no la tenía y con toda impudencia se atrevía a enseñar y, en consecuencia, no podía alcanzarla. Porque es vanidad hacer profesión de estas cosas mundanales aunque sean en realidad conocidas; pero es piedad el confesarte a ti. Así, pues, aquel hombre descaminado por su locuacidad, habló de muchas cosas en forma tal que los que en verdad las sabían lo pusieron en evidencia y así quedó probada su incapacidad para entender cosas aún más difíciles. Pero él no quería ser estimado en poco; entonces, pretendió convencerlos de que en él residía personalmente y con su plena autoridad, el Espíritu Santo que consuela y enriquece a los tuyos.
2. Fue pues demostrado que había dicho cosas falsas sobre el cielo y las estrellas y sobre los movimientos del sol y de la luna.Y aun cuando estas cosas no pertenecen a la doctrina religiosa, quedó puesta en claro su audacia sacrílega cuando con soberbia y demente vanidad se atrevió a poner afirmaciones no sólo ignorantes sino también falseadas bajo el patrocinio de una divina persona. Cuando oigo decir de algún cristiano hermano mío que no sabe estas cosas y dice una cosa por otra, oigo con paciencia esas opiniones; no veo en qué pueda perjudicarle su ignorancia sobre las cosas del mundo si no piensa de ti cosas indignas.
Pero mucho le daña el pensar que tales cosas pertenecen a la esencia de la doctrina de la fe y si se atreve a afirmar con pertinencia lo que no sabe.
3. Pero aun esta flaqueza la soporta maternalmente la caridad en los que están recién nacidos a la fe mientras no llega el tiempo de que surja en ellos el hombre nuevo, el varón perfecto que no es llevado de aquí para allá por cualquier viento de doctrina (Ef 4, 13-14). Aquel hombre, en cambio, se atrevió a presentarse como doctor, consejero, guía y director y, a sus discípulos los persuadía de que no eran seguidores de un hombre cualquiera, sino tu mismo Santo Espíritu; ¿cómo no juzgar semejante audacia como detestable demencia y de no condenarla con firme reprobación y con horror apenas quedaba demostrado que había dicho cosas erróneas?
Con todo, no había yo sacado completamente en claro que no pudieran componerse con sus enseñanzas los fenómenos celestes del alargamiento y acortamiento de los días y las noches y los desfallecimientos del sol y de la luna según yo los conocía por otros libros; me quedaba siempre la incertidumbre de que pudiera o no ser así, pero todavía me sentía inclinado a aceptar su autoridad, pues me parecía acreditada por la santidad de su vida.