CAPITULO II
1.Sucedió en una ocasión que mi madre, según la costumbre africana [6] llevó a las tumbas de los santos comida de harina cocida, panes y vino puro. El portero se negó a recibírselos diciendo que el obispo lo tenía prohibido y ella, con humilde obediencia, se plegó a su voluntad y no dejé de admirarme de la facilidad con que renunció a una costumbre que le era cara, en vez de criticar costumbres diferentes. Porque la embriaguez no dominaba su espíritu ni el vino le inspiraba odio a la verdad, como sucede con tantos hombres y mujeres que al cántico de la sobriedad responden con la náusea de los beodos por el vino aguado. Cuando llevaba su cesta con sus manjares rituales para su degustación y distribución, no ponía para sí misma sino un vasito con vino tan diluído como lo pedía su temperante paladar. Y si eran muchas las sepulturas que hubiera que honrar, llevaba y ponía en todas ellas el mismo vasito con el vino no sólo más aguado, sino ya muy tibio para participar con pequeños sorbitos en la comunión con los presentes; pues lo que con ello buscaba no era la satisfacción del gusto, sino la piedad con los demás.
2. Así, cuando se enteró de que esto era cosa prohibida por aquel preclaro predicador y piadoso prelado que no lo permitía ni siquiera a las personnas moderadas y sobrias para no dar ocasión de desmandarse a los que no lo eran y porque, además, dicha costumbre era muy semejante a la costumbre supersticiosa de los paganos en sus ritos funerarios, ella se sometió con absoluta buena voluntad y, en lugar de la cesta llena de frutos de la tierra, aprendió a llevar a las tumbas de los mártires un pecho lleno de afectos más purificados para dar lo que pudiera a los menesterosos y celebrar allí la comunión del Cuerpo del Señor, cuya pasión habían imitado los mártires que con el martirio fueron inmolados y coronados.
3. Sin embargo, me parece probable que no sin interiores dificultades hubiera cedido mi madre a la supresión de una práctica a la que estaba acostumbrada, de haber la prohibición procedido de otro que Ambrosio, al cual amaba mucho, especialmente por lo que él significaba para mi salvación. Y Ambrosio a su vez la amaba a ella por su religiosa conducta, por su fervor en las buenas obras y su asiduidad a la Iglesia; hasta el punto de que cuando me encontraba prorrumpía en alabanzas suyas y me felicitaba por la dicha de tener una madre semejante. Es que no sabía él qué casta de hijo tenía mi madre: un escéptico que dudaba de todo y no creía posible atinar con el camino de la verdad.