CAPITULO XII
1. Con mucha diligencia comencé pues en Roma lo que me había llevado a ella; la enseñanza del arte de la Retórica. Primero reuní en mi casa a algunos que habían tenido ya noticia de mí y por los cuales me conocieron luego otros. Y comencé a padecer en Roma vejaciones que no había conocido en Africa. Porque ciertamente no se usaban allí las "eversiones" que en Africa había yo conocido, pero en cambio se me anunció desde el principio que los estudiantes romanos se confabulaban para pasar a golpe de la clase de otro maestro abandonando al primero sin pagarle. Eran infieles a la palabra dada, les importaba mucho el dinero y menospreciaban la justicia. Odiábalos yo de todo corazón, aunque mi odio no era perfecto. Lo digo porque más me afectaba lo que yo podía padecer de su parte que no la injusticia que cometían con otros maestros.
2. Ciertamente son innobles estos tales, que fornicando lejos de ti aman esas burlas pasajeras y un lodoso lucro que cuando se lo toca mancha la mano y se abrazan a un mundo pasajero mientras te menosprecian a ti, que eres permanente y que perdonas al alma humana meretriz cuando se vuelve hacia ti. Y aun ahora detesto a esos tales perversos y descarriados, aunque los amo en el deseo de que se corrijan y que prefieran la ciencia que aprenden, al dinero con que la pagan y que más que a ella te estimen a ti, ¡oh Dios!, que eres verdad y superabundancia de bien cierto y de castísima paz. Pero entonces no quería yo que fueran malos por consideración de mi propio interés y para nada pensaba que fueran buenos para gloria de tu Nombre.