CAPITULO X
1. ¡Oh Dios de las virtudes, conviértenos a ti, muéstranos tu rostro y seremos salvos! (Sal 79, 4). Porque a dondequiera que sevuelva el alma del hombre fuera de ti, queda fincada en el dolor, aunque se detenga en cosas bellas fuera de ti y fuera de él mismo, cosas que sin ti nada serían. Cosas que tienen su aurora y su ocaso; que al nacer tienden al ser, crecen para perfeccionarse y cuando son perfectas, envejecen y mueren. Todo envejece y perece. Cuando nacen y tienden al ser, mientras más deprisa crecen para ser perfectas, tanto más se apresuran rumbo al no ser. Así es su manera, tanto como eso les diste. Son parte de cosas, que no coexisten nunca simultáneamente, sino que sucediéndose unas a otras componen el universo cuyas son las partes. Como en la palabra humana, que consta de signos sonoros; no se completa una frase sino a condición de que las palabras, habiendo dicho lo que les toca, dejen el sitio a las palabras que siguen.
2. Por todo eso te alabe mi alma, ¡oh Dios, creador de todas las cosas! Pero que no se embadurne en ellas con el pegamento del amor de los sentidos corporales. Porque las cosas van umbo al no ser y despedazan el alma con deseos pestilenciales, pues ella quiere ser lo que ama y descansa en ello. Pero en las cosas no hay permanencia; no son estables, sino fugitivas. Nadie puede seguirlas en su huída con el sentido de la carne, que es lerdo porque es carnal y ese es su modo. Es suficiente para cosas para las cuales fue hecho, pero no lo es para dominar el flujo de las cosas transeúntes desde su debido principio hasta su fin debido. Es en tu Verbo, Palabra por la cual fueron creadas, donde las cosas oyen su destino: "Desde aquí comienzan y hasta allí llegarán".