CAPITULO XI
1. Otra respuesta le concediste luego, que yo recuerdo y quiero confesar dejando de lado cosas de menor importancia para llegar presto a lo que me urge confesarte. La diste por el ministerio de un sacerdote tuyo, de un obispo criado en tu Iglesia y ejercitado en tus libros. Le rogó pues mi madre que se dignara de recibirme y hablara conmigo para refutar mis errores, desprenderme de ellos y enseñarme la verdad, ya que él solía hacer esto con personas que le parecían bien dispuestas. Pero él no quiso. Dijo que yo era todavía demasiado indócil, hinchado como estaba por el entusiasmo de mi reciente adhesión a la secta. Ella misma le había contado cómo yo, con cuestiones y discusiones, había descarriado ya a no pocas gentes de escasa instrucción. Le aconsejó: "Déjalo en paz, solamente ruega a Dios por él. El mismo con sus lecturas acabará por descubrir su error y la mucha malicia que hay en él".
2. Entonces le contó cómo él mismo, siendo niño, había sido entregado por su engañada madre a los maniqueos, había leído todos sus libros y aun escrito alguno él mismo y, cómo, sin que nadie disputase con él ni lo convenciese, había por sí mismo encontrado el error de la secta y la había abandonado. Y como ella no quería aceptar sino que con insistencia y abundantes lágrimas le rogaba que me recibiera y hablara conmigo, el obispo, un tanto fastidiado, le dijo: "Déjame ya y que Dios te asista. No es posible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Estas palabras me las recordó muchas veces, como venidas del cielo.