CAPITULO I
Recibe, Señor, el sacrificio de estas confesiones por medio de esta lengua que me diste y que excitas para que alabe tu nombre. sana todos mis huesos y digan: ¿Quién hay, Señor, que sea semejante a ti? (Sal 34, 10). Pues el que se confiesa a ti no te hace saber lo que pasa en él, sino que te lo confiesa. El corazón más cerrado es patente a tu mirada y tu mano no pierde poder por la dureza de los hombres, ya que tú la vences cuando quieres, o con la venganza o con la misericordia: No hay quien pueda esconderse a tu calor (Sal 18, 7).
Alábete mi alma, para que pueda llegar a amarte; que te confiese todas tus misericordia y por ellas te alabe. No cesa en tu loor ni calla tus alabanzas la creación entera; ni se calla el espíritu, que habla por la boca de quienes se convierten en ti; ni los animales, ni las cosas inanimadas que hablan por la boca de quienes las conocen y contemplan, para que nuestra alma se levante de su abatimiento hacia ti apoyándose en las cosas creadas y pasando por ellas hasta llegar a su admirable creador, en quien alcanza su renovación y una verdadera fortaleza.