CAPITULO XI
1. No seas hueca, alma mía, ni permitas que se ensordezca el oído de tu corazón con el tumulto de tus vanidades. Es el Verbo mismo quien te llama para que vuelvas a El. El es el lugar de la paz imperturbable en donde el amor no es abandonado sino cuando él mismo abandona. Mira cómo receden las cosas para dejar el lugar a otras cosas y que así se integre este inferior universo.
"Pero yo, dice el Verbo, no me retiro ni cedo mi lugar". Finca en El tu mansión, alma mía, ahí encomienda todo lo que tienes, aun cuando no sea más que por la fatiga de tanto engaño. Encomienda a la Verdad todo lo que de ella has recibido, segura de que nada habrás de perder: florecerá en ti lo que tienes podrido, quedarás sana de todas tus dolencias. Lo que hay en ti de fugaz y perecedero será reformado y adecuado a ti; las cosas no te arrastrarán hacia donde ellas receden, sino que permanecerán contigo y serán siempre tuyas, en un Dios estable y permanente.
2. ¿Por qué en tu descarrío sigues los pasos de tu carne? Es ella la que, convertida, a ti debe seguirte. Lo que por su medio sientes es parcial; tú ignoras cómo sea el todo de que forma parte y sin embargo te deleita. Mas si tu sentido carnal fuese idóneo para conocer el todo; si no hubiera recibido en pena justos límites como parte del universo, bien querrías tú que pasara volando todo cuanto existe para mejor conocer el conjunto; a la manera como mediante un sentido corporal sientes lo que se habla pero no quieres que se detengan las sílabas, sino que vuelen y que vengan otras y así puedas entender lo que te dicen. De este modo son siempre las partes que forman un todo pero no existen al mismo tiempo: mayor deleite causa el todo que no las partes, con tal que puedan todas ser sentidas.
Pero mucho mejor que todo cuanto existe es el que todo lo hizo, nuestro Dios y Señor, que no recede y a quien nadie puede suceder.