CAPITULO XIV
1. Me quedaba todavía una frívola desesperación al pensar que el camino hacia ti está cerrado al hombre y en esta disposición de ánimo no me preocupaba por aprender lo que él decía y sólo me fijaba en el modo cómo lo decía. Y sin embargo, llegaban a mi alma envueltas en las bellas palabras que apreciaba las grandes verdades que despreciaba y no podía yo disociarlas. Y mientras abría mi corazón para apreciar lo bien que enseñaba las cosas, me iba percatando muy poco a poco de cuán verdaderas eran las cosas que enseñaba. Gradualmente fui derivando a pensar que tales cosaas eran aceptables.
Respecto a la fe católica pensaba antes que no era posible defenderla de las objeciones de los maniqueos; pero entonces creía ya que podía aceptarse sin imprudencia, máxime cuando tras de haber oído las explicaciones de Ambrosio una vezy otra y muchas más, me encontraba con que él resolvía satisfactoriamente algunos enigmas del Antiguo Testamento entendidos por mí hasta entonces de una manera estrictamente literal, que había matado mi espíritu.
2. Y así, con la exposición de muchos lugares de esos libros comenzaba yo a condenar la deseperación con que creía irresistibles a los que detestaban la Escritura y se burlaban de los profetas.
Y sin embargo, no por el hecho de que la fe católica tenía doctores y defensores que refutaban con abundancia y buena lógica las objeciones que le eran contrarias, me sentía yo obligado a tomar el camino de los católicos, pues pensaba que también las posturas contrarias tenían sus defensores y que había un equilibrio de fuerzas; la fe católica no me parecía vencida, pero tampoco todavía victoriosa.
Me apliqué entonces con todas mis fuerzas a investigar si había algunos documentos ciertos en los cuales pudiera yo encontrar un argumento decisivo contra la falsedad de los maniqueos. Pensé que si llegaba yo a concebir una sustancia espiritual con sólo eso quedarían desarmadas sus maqinaciones y yo las rechazaría definitivamente. Pero no podíaconseguirlo.
Considerando sin embargo, con una atención cada vez mayor lo que del mundo y su naturaleza conocemos por los sentidos y comparando las diferentes sentencias llegué a la conclusión de que eran mucho más probables las explicaciones de varios otros filósofos. Y entonces, dudando de todo, como es según se dice, el modo de los académicos y fluctuando entre nubes de incertidumbre decidí que mientras durara mi dubitación, en ese tiempo en que les anteponía yo a otros filósofos, no podía ya de cierto seguir con los maniqueos. Pero aún a tales filósofos me negaba yo a confiarles la salud de mi alma, pues andaba aún bien lejos de la doctrina saludable de Cristo. En consecuencia resolví quedarme como catecúmeno en la Iglesia católica, la que mis padres me habían recomendado, mientras no brillara a mis ojos alguna luz cuya certeza me diera seguridad.