CAPITULO XII
1. Alipio me disuadía de tomar mujer. Pensaba que la vida del matrimonio no era compatible con una tranquila seguridad en el amor de la sabiduría, que era el ideal que nos habíamos propuesto. Es de notar que entonces era Alipio de una castidad admirable. Había ciertamente tenido en su adolescencia conocimiento de lo que es el concúbito, pero no se había quedado ahí, sino que más bien se había dolido de ello; lo había menospreciado y había vivido desde entonces en estricta continencia. Pero yo le resistía, alegando el ejemplo de hombres casados que habían merecido favores de Dios, se comportaban con fidelidad y amaban a sus amigos. Muy lejos andaba yo de tal grandeza de ánimo. Esclavizado por el morbo de la carne y sus mortíferas suavidades arrastraba mis cadenas con mucho miedo de romperlas y, así como una herida muy maltratada rehúsa la mano que la cura, así yo rechazaba las palabras del buen consejero que quería soltar mis cadenas.
2. Pero además, la serpiente le hablaba a Alipio por mi medio; por mi boca le presentaba y sembraba en su camino lazos agradables en los que pudieran enredarse sus pies honestos y libres. Porque él se asombraba de que yo, a quien en tanta estima tenía, estuviera tan preso en el engrudo de los torpes placeres y, que cuantas veces tocábamos el tema, le dijera que no me era posible vivir en el celibato. Le asombraba el que yo me defendiera de su extrañeza afirmando que no había comparación posible entre su experiencia y las mías. La suya, decía yo, había sido furtiva, no continuada y, por eso no la recordaba ya bien y podía condenarla con tanta facilidad; la mía, en cambio, era una recia costumbre del deleite y si se legalizaba con el honesto nombre de matrimonio, debía serle comprensible que no desdeñara yo ese género de vida.
Entonces comenzó él mismo a desear el matrimonio no vencido por la lujuria, sino por mera curiosidad. Decía tener vivo deseo de saber qué podía ser aquello sin lo cual mi vida, para él tan estimable, para mí no era vida, sino condena.
3. Libre como era, sentía una especie de estupor ante las ataduras de mi esclavitud y por esta admiración iba entrando en él el deseo de conocer por sí mismo una experiencia que de haberla él tenido habría acaso dado con él en la misma servidumbre en que yo estaba; pues quería también él hacer un pacto con la muerte y el que ama el peligro en el perecerá (Si 3, 26). Ni él ni yo le concedíamos real importancia a lo que hace la dignidad del matrimonio, que es la compostura de la vida y la procreación de los hijos. A mí, en mi esclavitud, me atormentaba con violencia la costumbre de saciar una concupiscencia insaciable; a él lo arrastraba hacia el mal aquella su admiración por mí. Y así fuimos, hasta que tú, ¡oh, Señor Altísimo!, tuviste misericordia de nuestra miseria y por admirable manera viniste a socorrernos.