CAPITULO VII
1. Cuando aquel hombre a quien había yo tenido por excelente conocedor de las artes liberales se me apareció en toda su impericia comencé a desesperar de que pudiera él aclarar mis problemas y resolver mis dudas. Porque ignorante como era, bien podía conocer la verdad y la piedad si no fuera maniqueo. Porque los libros están repletos de interminables fábulas sobre el cielo y las estrellas, sobre el sol y la luna y no creía yo ya que él me pudiera explicar las cosas como era mi deseo, comparando sus explicaciones con los datos numéricos que había yo leído en otras partes y no sabía si concordaban o no con lo que en los libros maniqueos se decía, ni si daban buena razón de su doctrina. Así que cuando le hube propuesto mis problemas para su consideración y discusión, se comportó con mucha modestia y no se atrevió a arrimar el hombro a tan pesada carga. Bien sabía él que ignoraba tales cosas y no tuvo reparo en reconocerlo. No era de la laya de otros hombres locuaces que yo había padecido, que pretendían enseñarme, pero no decían nada. Fausto era un hombre de corazón; si no lo tenía enderezado hacia ti tampoco lo tenía clavado en sí mismo. No era del todo inconsciente de su impericia y no quiso exponerse temerariamente a disputar y meterse en una situación de la que no pudiera salir ni tampoco retirarse honorablemente y en eso me gustó sobremanera. Porque más hermosa que cuanto yo deseaba conocer es la temperancia de un hombre de ánimo sincero y yo lo encontraba tal en todas las cuestiones más sutiles y difíciles.
2. Rota así la ilusión que yo tenía por los estudios maniqueos y desesperando por completo de sus otros doctores cuando, para las cuestiones que me agitaban, me había parecido insuficiente el más prestigioso de todos ellos, comencé a frecuentarlo en otro terreno. El tenía grande avidez por conocer las letras que yo enseñaba a los adolescentes como maestro retórico de Cartago: comencé pues a leer con él lo que él deseaba por haber oído de ello o lo que yo mismo estimaba adaptado a su ingenio. Por lo demás mi intento por aprovechar en aquella secta quedó completamente cortado, no porque yo me separara de ellos del todo, sino porque no encontrando por el momento nada mejor que aquello en que ciegamente había dado de cabeza, había resuelto contentarme con ello mientras no apareciera ante mis ojos algo mejor.
3. Y así, aquel Fausto, que había sido perdición para muchos, aflojaba sin quererlo ni saberlo el lazo en que estaba yo amarrado. Porque tu mano, Señor, en lo oculto de tu providencia no me dejaba y las lágrimas del corazón que mi madre vertía por mí de día y de noche eran un sacrificio ante ti por mi salvación. Y tú obraste en mí de maravillosas maneras. Sí, Dios mío, tú lo hiciste; tú, que diriges los pasos de los hombres y regulas sus caminos. ¿Ni qué pretensión de salvación puede haber si no viene de tu mano, que recrea lo que creaste?