37

El agitador esperaba a casi quinientos kilómetros de la costa de África. Turcotte y los demás ocupantes escuchaban las comunicaciones radiales de las diversas fuerzas que habían puesto en movimiento. Los primeros en entrar en acción fueron los cuatro F-14 que se dirigían hacia el oeste. Intentarían despejar los cielos de los cazas Fu que estaban sobre el complejo del Valle del Rift para que pudiesen entrar a coger la esfera.

—Noventa y seis kilómetros —informó la oficial de armas y navegación de Perkins, la teniente Sally Stanton—. El Comando Espacial no informa ningún movimiento de los cazas Fu.

Las manos de Perkins no se movían de los controles de su F-14, tratando con dificultad de mantener el control del avión. Estaban volando al límite de la altura posible para ese avión, y el aparato estaba luchando. El F-14 tenía una calificación de techo de vuelo de cincuenta y seis mil pies. Perkins y su tripulación ya habían pasado los sesenta y dos mil, más de once millas de altura. Y media milla más alto de lo que ningún otro F-14 voló antes.

—Ochenta kilómetros —informó Stanton—. Todavía nada.

—Bien —murmuró Perkins—. Todo bien hasta ahora.

Las alas del avión estaban completamente desplegadas, tratando de aprovechar todo el aire delgado que pudiera. A la altitud a la que estaban, le preocupaba un fallo del motor. Si cualquiera de los motores recibía oxígeno insuficiente, fallaría. Volver a encenderlo en vuelo no era asunto sencillo, además de que implicaría abortar la misión.

—Sesenta y cuatro kilómetros. Todavía nada.

—¡Fallo del motor! —gritó otro piloto por la radio.

Perkins miró a la izquierda y vio a un F-14 que realizaba una maniobra de zambullida profunda. Vio que el único motor aún les proporcionaba propulsión, de modo que el avión debía llegar al portaaviones, pero ahora solo quedaban tres.

—Cuarenta y ocho kilómetros y… —Stanton fue interrumpida por otro piloto que informaba un fallo de motor.

—Los dos motores. Me quedaré con vosotros a ver si lo logramos —informó el piloto. Perkins miró a su derecha. El tercer F-14 ya estaba perdiendo altitud. Sabía que no llegaría a la zona blanco.

—Dé la vuelta y encienda los motores —le ordenó Perkins al piloto.

Perkins sintió un arroyuelo de sudor que se deslizaba por dentro de la máscara de oxígeno. Solo quedaba un avión además de ese. Cuando alcanzaran el objetivo, sería un combate uno a uno.

A bordo del agitador, Turcotte intercambió una mirada de preocupación con Duncan. Si perdían otro F-14, tendrían que abortar la misión.

—Treinta y dos kilómetros —afirmó Stanton en tono tranquilo—. Tenemos dos cazas Fu que vienen en nuestro dirección, en curso de interceptación.

—De acuerdo —dijo Perkins, al avión que había quedado—. Esperad mi orden. Yo estaré a la izquierda, iré delante; vosotros a la derecha, detrás.

—De acuerdo; os seguimos —reconoció el otro piloto.

—Vienen rápido —anunció Stanton—. Veinticuatro kilómetros. Interceptación en treinta segundos.

—¡Ahora! —ordenó Perkins. Levantó la nariz del F-14. Habían pasado los sesenta y tres mil pies cuando se encendió una luz de alerta en su consola. Su motor izquierdo fallaba. Inmediatamente, Perkins hizo lo contrario a lo que le habían enseñado a lo largo de años de entrenamiento intensivo de vuelo: apagó el motor derecho. Luego continuó, luchando contra sus propios instintos, apagando todos los sistemas eléctricos que tenía.

Detrás, la teniente Stanton hizo lo mismo, apagando todos los aparatos de navegación y los ordenadores, la radio, los enlaces de SATCOM y los misiles montados debajo de las alas.

Ni siquiera podía hablar con su piloto a través del intercomunicador. El F-14 ahora era un planeador muy pesado que perdía altitud a ritmo acelerado. Perkins miró hacia fuera y detectó el otro avión a su derecha: también perdía altura con sus sistemas apagados.

Los controles electrónicos no funcionaban, de modo que sus ojos se posaron en el altímetro, asegurándose de mantener el avión lo más horizontal que podía, pues el horizonte era una línea borrosa a la distancia. También observó lo aguja del altímetro, que se movía deprisa mientras disminuía la altura.

Sesenta mil pies y disminuyendo.

Cincuenta y cinco mil pies y seguían bajando, Perkins miró a su alrededor. ¿Dónde coño estaban los cazas Fu?

Encendió el radar del avión por dos segundos, luego lo apagó.

—Venid con papi —susurró. Volvió a encender el radar, tratando de atraer a los cazas Fu.

Sintió unos golpes en el respaldo de su asiento. Stanton le hacía señas. Perkins apagó el radar y miró alrededor. ¡Allí estaban! Más adelante, a la izquierda, ascendiendo para llegar al encuentro de los aviones, dos orbes luminosas que se acercaban a toda velocidad.

Perkins luchó con el sistema hidráulico del avión, tratando de girar hacia los cazas Fu. Todo su ser estaba centrado en el que avanzaba a la izquierda, pues ya no podía darse el lujo de fijarse si el otro avión lo había detectado también.

Perkins soltó la mano izquierda y levantó un pequeño goniómetro de puntería plástico, un anacronismo que se había incorporado al avión simplemente por la posibilidad, increíblemente remota, de que no funcionara la pantalla de puntería del avión que, controlada por ordenador, se proyectaba contra el plexiglás de la cabina.

Perkins comenzó a luchar con el avión, tratando de centrar el punto medio del goniómetro en el caza Fu. Sabía que solo tendría oportunidad de disparar una vez antes de que el otro avión lo pasara. También sabía que debía considerar su propia velocidad y velocidad de descenso para la trayectoria del Fu. Se trataba de una situación que habría asustado incluso al mejor piloto de la Segunda Guerra, pues las dos naves se encontrarían a más de tres mil doscientos kilómetros por hora, una perdiendo altitud a una velocidad de mil pies por cada diez segundos, y la otra ascendiendo a la misma velocidad.

—Vamos, nena, vamos —susurró Perkins para sí mismo, con los ojos concentrados en el adversario. Faltaban menos de cinco segundos.

El caza Fu atravesaba la parte inferior derecha del goniómetro cuando Perkins giró hacia la derecha con fuerza.

Su dedo estaba posado sobre el disparador del joystick. Estaba adosado al único sistema eléctrico que seguía en funcionamiento, con un amperaje tan reducido que el caza Fu no podía detectarlo.

Perkins presionó el disparador. El cañón M16-A1 de 20 mm estaba del lado izquierdo, justo debajo de la cabina. Perkins sintió cómo el avión se estremecía cuando los proyectiles, del tamaño de una botella de leche, salieron despedidos de la boca de la ametralladora Gatling. Su piloto nunca antes la había disparado con los motores apagados. Oyó los disparos, la cadencia de fuego, la rotación de los cilindros.

Sus ojos, sin embargo, estaban clavados en la línea de proyectiles trazadores que iban de su avión hacia el caza Fu. Los trazadores iban hacia la derecha y luego comenzaron a descender, cuando el caza Fu comenzó a ascender, directamente hacia su trayectoria.

Los cartuchos de veinte milímetros se incrustaron en el costado del caza Fu. El aparato estaba construido para proyectar energía, no estaba blindado para un ataque tan inesperado. Los proyectiles con centro de uranio atravesaron el metal de la nave, destruyeron el pequeño ordenador Airlia que había en su interior y el motor magnético.

—¡Sí! —exclamó Perkins, mientras observaba cómo el caza Fu caía hacia la tierra. Su júbilo duró poco, sin embargo, al ver que estaba descendiendo los cuarenta y cinco mil pies y ambos motores estaban fríos.

De inmediato comenzó los procedimientos de emergencia para reiniciarlos.

A bordo del agitador, el F-14 que había perdido ambos motores y que había tratado de mantenerse en la formación desapareció de la pantalla del radar.

—Mierda —masculló Turcotte. Esperaba que el piloto y el navegador hubieran podido eyectarse del avión antes de que este cayera.

—¡Un caza Fu abajo! —informó Zandra.

Observaron en la pantalla del pequeño ordenador los datos que llegaban desde la montaña Cheyenne.

—¡El otro también ha sido derribado!

Una voz les llegó por la radio.

—Aquí el teniente comandante Perkins. Hemos derribado a dos cazas Fu y volvemos a casa.

Perkins sintió la fuerza de sus dos motores Pratt & Whitney, que lo empujaban contra el asiento. Vio al otro F-14 que, con los motores encendidos, se deslizaba hasta posicionarse a su lado. El piloto le hizo un gesto con el pulgar levantado para indicar que todo estaba bien.

—Esto quedará para la historia —le dijo Perkins a Stanton.

—Muy buena puntería, señor —afirmó ella.

—Y muy buena suerte —masculló Perkins.

—Vamos —dijo Turcotte—. Tenemos que entrar ahí y coger la esfera.

El piloto de inmediato presionó los controles hacia delante y se dirigieron hacia el Valle del Rift.

—El caza Fu que atacó la sede central de STAAR en la Antártida ha regresado a la base —informó Zandra.

—Eso quiere decir que ahora están todos allí, ¿no es verdad?

—Correcto —respondió Zandra.

—Perfecto.

Turcotte pensó que era muy interesante que un caza Fu hubiera atacado la base Scorpion. Era evidente que el guardián de la Isla de Pascua sabía algo acerca de STAAR y su base; más de lo que él mismo sabía, pensó con pesimismo.

—¿Listo? —preguntó el comandante Downing.

Las manos de Tennyson rodeaban una gran palanca roja empotrada en el suelo del Greywolf.

—Listo. —Había quitado dos pernos que mantenían la palanca en su lugar.

Emory estiba atado a su asiento.

—Listo.

—Soltar —ordenó Downing. Se produjo un ruido afilado, luego los sonidos de miles de cojinetes metálicos al chocar contra el metal. Debajo del Greywolf, el lastre del sumergible se deslizaba por la portezuela que había abierto Tennyson.

Tennyson se volvió a subir a su asiento y se colocó el cinturón de seguridad. Sin el lastre, el Greywolf comenzó a subir con lentitud, aumentando de velocidad a medida que transcurrían los segundos.

Los dos cazas Fu, que no detectaron ninguna emisión de energía del sumergible, permanecieron en su sitio, ahora custodiando el océano vacío.

En la superficie, a sesenta y cuatro kilómetros al este, estaba Kevin Brodie, un civil del Departamento de Defensa que asignaron a la tripulación del Yellowstone. Durante los últimos veinte minutos había estado haciendo cálculos en su ordenador portátil, evaluando, buscando datos de corrientes y profundidad, volviendo a confirmar los datos y colocando las cifras que le llegaban a través del especialista en armas de la Armada sentado a su lado. Finalmente, levantó la mirada.

—Lo tengo.

El soldado levantó un micrófono de radio.

—Anzio, tenemos las coordenadas.

A sesenta kilómetros del Yellowstone esperaba el USS Anzio, un crucero de misiles guiados de clase Ticonderoga. Cuando recibió las coordenadas, el capitán del Anzio maniobró el buque hasta posicionarlo en el lugar designado sobre la superficie del océano. No había buques en la superficie del océano a sesenta kilómetros en todas las direcciones.

En la cubierta posterior, los expertos en armas preparaban un misil crucero Tomahawk BGM-109. Estaban reemplazando los complejos mecanismos armamentistas incorporados al misil por un simple agente explosivo de activación en profundidad. En otras palabras, estaban reduciendo un misil que costaba cuatro millones de dólares a una carga de profundidad.

El suboficial a cargo llamó al puente de mando e informó al capitán que estaban listos. Sacudiendo la cabeza, el capitán ordenó que armaran la cabeza del misil. El suboficial hizo lo que le ordenaron, luego retrocedió cuando una grúa levantó el Tomahawk por encima de la baranda del buque.

Muy despacio, el misil fue bajado hasta la superficie del agua. El cable que lo sostenía fue liberado y el Tomahawk cayó al agua. Mientras eso sucedía, los cuatro motores de turbina a gas General Electric del buque habían funcionado a toda velocidad. A la orden del capitán, los ejes de propulsión se pusieron en funcionamiento y las hélices mellizas se hundieron en el agua.

El Anzio salió disparado a máxima velocidad, mientras en la cubierta posterior despegaba un helicóptero Sikorsky SH-60.

El Greywolf se mecía mientras subía hacia la superficie. Pasó junto al misil que descendía a una profundidad de mil quinientos metros. Brodie había calculado la ubicación exacta de la base de los cazas Fu a través de la lectura del LLS, después de añadir las corrientes locales, las inversiones de temperatura, la profundidad, el peso, el tamaño del misil y su ojiva, y mezclar todos los efectos para determinar el punto en la superficie en el que debían dejarlo caer de modo que, al descender en caída libre, explotara justo sobre la base de los cazas. O eso esperaba.

El Greywolf emergió a la superficie y todo el sumergible saltó antes de acomodarse.

—¡Vamos! —gritó Downing, mientras levantaba los brazos para abrir la escotilla. Tennyson se acercó para ayudarlo. Apartaron la escotilla. Esta cayó al mar, pero a Downing eso no le preocupaba. Subió hacia la cubierta y entrecerró los ojos para poder ver en la luz cegadora del sol. Oyó el helicóptero antes de poder verlo.

El SH60 sobrevoló el sumergible y dejó caer una jaula. Downing la cogió y la sostuvo para que Tennyson y Emory se subieran, luego se apretujó junto a ellos.

—Lo voy o echar de menos —le dijo a Tennyson, mientras eran levantados por el aire, con el helicóptero ya volando rumbo al Anzio incluso antes de elevar la jaula del todo.

—Era un buen buque —reconoció Tennyson, mientras el Greywolf desaparecía a lo lejos hasta no ser más que un punto oscuro en el terciopelo azul del océano.

Todos se sobresaltaron cuando la superficie del océano explotó en un estallido masivo de agua en el lugar donde había estado el sumergible.

Los cálculos de Brodie habían sido perfectos. El Tomahawk pasó por la profundidad para la que estaba preparada la carga explosiva cuando estaba a menos de cincuenta metros del complejo de los caza Fu.

La explosión nuclear se ocupó no solo de los cazas Fu que habían seguido al Greywolf y de la base, sino que destruyó ochocientos metros de la Dorsal del Pacífico Oriental.

Al otro lado del mundo, el capitán Mike Turcotte estrechó la mano rugosa del coronel Spearson.

—Me alegro mucho de verlo, aunque haya llegado volando en uno de esos extraños platillos volantes —le dijo Spearson.

—Debemos llegar a la caverna —afirmó Turcotte mientras Duncan y Zandra lo seguían.

—Por aquí.

A la misma hora, de regreso en el Pacífico, el agitador que llevaba a Kelly Reynolds descendía sobre la pista de aterrizaje de la Isla de Pascua.